Escribir poesía después de Gaza
El horror contenido en la II Guerra Mundial despertó un desesperado debate entre filósofos, intelectuales y artistas: ¿podía existir el arte después del Holocausto? Adorno fue impulsor en gran medida de la controversia al asegurar que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. En realidad, el representante de la Escuela de Fráncfort nos advertía con su provocadora frase lapidaria sobre la impotencia de la cultura para prevenir el horror, por mucho que aún hoy se siga repitiendo con ingenuidad que ella es el mejor antídoto contra la expansión del posfascismo en la próspera y culta Europa. De hecho, antes que él, Walter Benjamin ya nos había alertado de que no existe documento alguno de cultura que no lo sea a la vez de barbarie. Por eso lo angustioso de la polémica era que escondía en su seno una convicción fatalista: podíamos especular sobre si el arte era aún posible después de los campos de exterminio; de lo que no teníamos duda era de que nuevos holocaustos eran posibles después de Auschwitz. Y por eso hoy sigue siendo pertinente cuestionarnos, como Adorno, si la poesía continúa siendo, también en nuestros días, un acto de barbarie después de Gaza.
Rancière afrontó la cuestión desde otra perspectiva, la de la representación del vacío del horror. El filósofo francés, partiendo de Shoah, el documental de Claude Lanzmann, considera que la lógica del exterminio implicó una doble supresión: la supresión de los judíos y la supresión de todo rastro de la supresión. En última instancia, nos plantea la capacidad del testigo para llenar con su relato nuestro desconocimiento sobre los campos de exterminio quedaba anulada porque su testimonio era invalidado por la fuerza de ese horror que convertía en increíble la narración del sobreviviente. Su testimonio no podía interpretarse más que como una increíble alucinación. La lógica de esta doble supresión es la que se impone hoy en el genocidio que está sufriendo Gaza. Las recientes declaraciones de un soldado israelí al periódico The Guardian muestran su implacable funcionamiento. “La destrucción es masiva”, asegura el militar; pero al intentar representar esa destrucción el soldado tomaba conciencia de la inverosimilitud de su relato: “Lo que realmente me dejó atónito fue que no hay ningún lugar al que nadie pueda regresar. Ni siquiera hay tres paredes conectadas. Es como una escena de un ataque zombie o algo así. No es una zona de guerra. Es una zona de desastre, como salida de Hollywood”. El testigo se muestra así incapaz de representar lo que sus ojos han visto sin recurrir al imaginario fantástico del cine de terror. O lo que es lo mismo: asume el carácter alucinatorio que inevitablemente tienen sus palabras.
Por eso también las imágenes se ven cuestionadas para representar el horror en Gaza. Al igual que las frías estadísticas que día a día acumulan nuevas unidades de destrucción para mantener actualizada la contabilidad de los miles de palestinos asesinados, las imágenes carecen de efectividad para representarnos el genocidio palestino. De hecho, hace tiempo que la imagen perdió el mito de la reproducción objetiva de la realidad que caracterizó el origen de la fotografía y debe contentarse con proyectar una mínima verosimilitud cada vez más atenazada por los fantasmas de una manipulación que, ahora, en los tiempos de la Inteligencia Artificial, alcanza unos niveles de eterna sospecha. Pero, sobre todo, la imagen ve bloqueado su potencial discursivo crítico por la propia saturación que la sociedad contemporánea sufre a diario de estímulos visuales: del fotoperiodismo a la televisión, del cine de ficción a la publicidad, de los vídeos de Tik-Tok a los memes. Por eso las continuas imágenes de edificios derruidos, hospitales bombardeados o niños amortajados son estériles para representar la masacre. Engullidas por la cascada de representaciones icónicas que nos acosan sin descanso, la crueldad de estas imágenes apenas logra provocarnos un fugaz estremecimiento, para disolverse después, como advertía Italo Calvino, “como los sueños que no dejan huella en la memoria”.
La imagen ve bloqueado su potencial discursivo crítico por la propia saturación que la sociedad sufre a diario de estímulos visuales: del fotoperiodismo a la televisión, del cine de ficción a la publicidad, de los vídeos de Tik-Tok a los memes
De este modo, las imágenes, con más fuerza aún que las palabras, quedan desarmadas al sumergirse en la vaporosa dimensión de las alucinaciones. En este sentido, no sorprende que Israel haya renunciado a ellas como arma de propaganda. Más allá de los primeros días tras el ataque del 7 de octubre, el gobierno de Netanyahu ha basado la legitimación de sus acciones no en la exhibición de pruebas visuales sino en su ocultamiento deliberado: los vídeos de las supuestas atrocidades de Hamás que proyectaba siempre a puerta cerrada. Con ello no se buscaba, como se aseguraba, salvaguardar la sensibilidad del público sino inducir al espectador a reconstruir desde su imaginario del horror la crudeza de aquellas imágenes que se le negaban. De ahí también sus continuas apelaciones al antisemitismo. Porque la única forma que tenía el Estado más poderoso de Oriente Medio, con el ejército más moderno y arsenales nucleares, de presentarse ante el mundo como víctima era activando la fuerza simbólica de una idea que en el siglo XX dio cuerpo al imaginario más absoluto del horror, el Holocausto. De este modo el Estado de Israel y su proyecto sionista reafirmaban emocionalmente su alianza política y militar con las potencias europeas y norteamericana. Pero, sobre todo, trataba de evitar que su propaganda, si remitía mínimamente a la realidad, quedara inmediatamente desacreditada como grotesca. Y para ello nada mejor que convertir a los periodistas en objetivo letal de guerra e incitar a cada ciudadano del planeta, como mecanismo de propaganda, a sumergirse en sus alucinaciones más íntimas y tenebrosas.
Llegados aquí resulta inevitable regresar a los interrogantes del inicio. ¿Es posible representar el genocidio del pueblo palestino? ¿Podemos seguir escribiendo poesía después de Gaza? Cada nueva noticia que nos llega de la zona, como la inminente tragedia que se cierne sobre Rafah, se ve engullida por el aluvión de tragedias ya consumadas en Palestina en los últimos meses —y en los últimos años, en las últimas décadas, en el último lustro y más allá— y parece abocarnos irremediablemente a la desesperanza y a la impotencia. Aunque, sin embargo, esta interminable historia de sufrimiento acumulado es también la crónica —cruel, sin duda, pero a la vez cargada de esperanza— de cómo en medio del dolor, la muerte y el sufrimiento extremo, los hombres y mujeres son capaces de plantarle cara a lo inevitable. Su resistencia deja hoy a Israel más aislado que nunca, aunque ello, a su vez, haga cada vez más real para Gaza la amenaza implacable de la solución final. Pero no todo está ya escrito, aunque nos quieran convencer de lo contrario.
La clave paradójicamente está ahí, oculta en las mismas preguntas formuladas, en los verbos que nos interpelan: “representar”, “escribir”. Ellos delimitan el punto de visita desde el que es preciso abordar los dilemas planteados; es decir, nos exigen abandonar la pasividad del consumidor de imágenes y relatos, condenado a la impotencia y el desasosiego, para asumir el papel activo del creador frente a sus retos. Ahí está la fuerza, incierta, pero la única real para afrontar el problema. Israel lo sabía y por eso intentó convertirnos subrepticiamente en los creadores alucinados de su propia propaganda; pero ha fracasado. Sin embargo, su derrota solo será para nosotros una pírrica victoria si como creadores colectivos no imponemos, especialmente desde occidente, un nuevo marco simbólico capaz de generar un nuevo marco político que impida el genocidio. Solo lo que leemos está ya escrito, lo que escribamos aún está por llegar; conviene no olvidarlo para no flaquear en el inmenso esfuerzo de escritura compartida al que nos enfrentamos. Es mucho lo que nos jugamos si fracasamos. Puede que para nosotros, en la desorientada Europa, esa derrota, aún no decidida, solo sea una dosis más de desencanto. Pero para el pueblo palestino serán lugares borrados del imaginario y la tierra. Y toneladas muertas de carne asesinada.
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* José Manuel Rambla es periodista.