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Plaza Pública

La gente

Manifestación del 8M en Madrid.

Antoni Cisteró

Siguiendo anteriores artículos sobre la participación social, vino a mí una reflexión leyendo Campo cerrado de Max Aub. Un personaje secundario lanza una frase principal, lapidaria: “La gente vale por buena, no por mucha”. En la conversación, aludiendo a ciertos modos precipitados de acercarse al futuro, añade otra frase intemporal, o al menos, atribuible también al temporal de zafiedad barriobajera de algunas derechas actuales: “Acabamos siempre en trozos. Sí, en trozos escogidos. Hechos trizas”. ¿Una premonición?

Iniciar esta senda es un arriesgado trayecto hacia la fuente de la democracia. Los millones, muchos, la “gente” que vota a Trump o a Bolsonaro, ¿son mejores?, ¿son peores?, ¿suicidas quizás? ¿Quién se atribuye a sí mismo la razón? (Casi todos). Lo peor, cuando un “trozo” se considera superior, aludiendo a méritos propios o, lo más frecuente, realzando los deméritos de los “no-trozo”. Es la clave del populismo: no se potencia el “tenemos razón”, sino el “somos mejores (y/o muchos), y por lo tanto lo dicho va a misa” (al hilo, lo practicado por la Iglesia cuando vende la idea de ser “hijo de Dios”), a lo que podemos añadir: “¡cómo no vamos a tener razón, si “los otros” son tan despreciables! (saludo a Torra)” ¡ahí es nada! Siendo tan excelso, es casi un imperativo el imponer mis ideas a los no-excelsos.

El dilema no es baladí. Y ante la duda, la democracia ha optado por el promedio, el menos malo de los remedios, pero en absoluto garantía de un futuro sosegado. Persiste la inquietud: ¿Valen todos los votos lo mismo? Por el lado de la dignidad humana la respuesta es que sí, pero si entramos en la ley electoral, imperfecta de origen, ello no está tan claro, ya que si es cierto que en ella un voto de un catedrático es igual a un voto de un analfabeto, esta igualdad se deshace cuando se mira dónde viven cada uno de ellos y el peso electoral de la demarcación. Esto lo marca la ley (por cierto, empecinadamente mantenida a pesar de las evidentes mejoras que podrían aplicársele). Además, cada día es más necesario sopesar otro factor, no basado en el conocimiento ni en la residencia, sino en la capacidad individual y colectiva de evitar la influencia nociva de publicidades engañosas cuando no directamente fraudulentas. No sé si, por ejemplo, el exigir un “registro de votante” (al estilo de los Estados Unidos, excepto Dakota del norte), significaría ya un avance, al significar un mínimo de implicación e interés, aunque visto lo visto, no parece ninguna garantía.

En cualquier caso, persiste el problema de base frente a lo que pudiera considerarse una democracia ideal, donde los elegidos lo son para que lleven a cabo la voluntad del pueblo, de la gente. Cada vez más, dicha voluntad es la inoculada por los medios de comunicación y las redes sociales, a menudo gestionados por oligarquías invisibles (las mismas que mantienen a partidos que les favorecen a ellos y no a “la gente”).

La duda sobre “quién orienta a quién” se ve acentuada por la patente falta de fluidez en la comunicación. Quizá sea ésta una de las victorias de las actuales estrategias de ruido cerril orquestadas por las derechas y sus serviles colaboradores. El ruido no permite oír; su objetivo es que, ante la sordera de la gente, o del Gobierno, se harten de hablar. Sería su victoria definitiva: el silencio cómplice, a evitar a toda costa.

Respecto a la sociedad también hay mucho que hacer, en especial por parte de los colectivos sociales. Éstos son el puente entre el ciudadano de a pie, la gente, y el ámbito político que ha de recibir sus inquietudes, a la vez que, de vuelta, les habría de comunicar durante la legislatura cómo piensa gestionarlas y el resultado de tal empeño. Dicho así parece simple, pero se hace cada vez más difícil en los tres niveles de actuación. Es lógico que quien tenga un problema, pida que se le solucione al 100%. También es procedente que si varias personas lo comparten, se unan en un colectivo para dar mayor realce a la petición. Por fin, es de ley que esta llegue a los partidos políticos, que deberían responder honestamente cómo piensan, si lo piensan, darles satisfacción o no, hasta qué grado, y el porqué. Y debiera culminarse el proceso inverso, ya que son los grupos reivindicativos los que, honestamente, pueden trasladar a los afectados o interesados cómo está el patio. Sube y baja: afectados-colectivos-política-colectivos-afectados.

Solo con respeto, empatía, transparencia y honestidad se conseguirá una participación amplia y consistente, que cada vez se hace más imprescindible. Lo demás es encerrarse cada uno en su burbuja, donde tarde o temprano nos ahogaremos todos.

Pero ¿qué pasa cuando el patio está alborotado, los profesores se están peleando entre sí, y los alumnos hace siglos que no estudian? Es muy frecuente que los partidos intenten penetrar en los colectivos que debieran informarles de las inquietudes ciudadanas, inoculándoles peticiones sesgadas, interesadas, ya sea para justificar su acción, ya para socavar la capacidad de gestión de sus oponentes. No olvidemos que incluso los colectivos aparentemente inocuos son una fuente inagotable de votos. Aquella subvención a un coro (y no a otro que canta igual), aquella cesión de un local, aquel viaje gratuito a una asociación vecinal (Pujol fue un artista en este sentido, de aquellos polvos…), van tejiendo una espesa red de complicidad que no solo refuerza el estatus de los miembros del colectivo frente a la sociedad en general, sino que deteriora la imagen pública de “los otros”. Se genera una servidumbre de la que es muy difícil librarse.

Para mejorar la dinámica, sería precisa una independencia de criterio, a la que debiera añadirse ecuanimidad en la valoración de los problemas y de los avances hacia su solución. Se trata de una labor pedagógica del ámbito político hacia los miembros del colectivo y la sociedad en general, que debiera poner de relieve a los causantes de los desatinos, las debilidades de las soluciones propuestas, pero también los impedimentos que aquellas encuentran para llevarse a cabo ya sean estructurales o políticos. No es nada fácil buscar salidas a los gravísimos problemas actuales en un mundo que navega al viento de la codicia, con una mayoría parlamentaria fruto de una escuálida estructura de alianzas, más que variables histéricamente bipolares. ¿Lo llegan a entender quienes, pidiendo 100, consiguen 70? ¿Se dan cuenta que la alternativa no es el cero, sino el negativo? O no fue así durante la gestión de la crisis del 2008 por Rajoy y compañía (cuatro ministros de sanidad en siete años: Mato, Alonso, Báñez y Montserrat, ¡ahí es ná! ¿Cómo hubieran reaccionado a la pandemia?, ¿cómo lo habrían explicado?).

Vendrán más pandemias, se generarán más crisis económicas y ambientales. Las soluciones no vendrán solo por las manifestaciones de los colectivos. Son necesarias, pero no suficientes. Pero tampoco se generará una política abiertamente solidaria y justa sin la colaboración, y la presión, de “la gente”. ¿Podrían los colectivos sociales transmitir el sentir de que, sin ser lo ideal, lo excelso, hemos afrontado el mayor reto del siglo, de pautas desconocidas, con la mejor disposición posible, entre las posibilidades existentes?, ¿que solo una opción que piense en “la gente” y no en unos pocos puede establecer un sistema con garantías para afrontarlas en el futuro? Y por lo tanto: ¿cómo se reflejarán el miedo, el ruido, la gestión vigentes hoy en día en las siguientes elecciones a Cortes?

Recuerdo una anécdota de hace años. Se celebraban unos comicios a nivel estatal y, en la calle, al lado del colegio electoral, había una mesa en la que pedían firmas para algún objetivo medioambiental. Estuve charlando con varios jóvenes que estaban en ella y, después de firmar, les pregunté: ¿ya habéis ido a votar? Y la respuesta fue que ellos no votaban, que no creían que sirviera para nada. Mi respuesta fue: “Sobre que no sirva para nada, un no rotundo; para algo, seguro que sí, ya sea para avanzar o para retroceder. Quizá no se eliminarán de golpe y porrazo las centrales nucleares, quizá no se prohibirán totalmente las térmicas, pero la situación dentro de unos años no será la misma si ganan unos que si ganan otros”. No les pedí borrar mi firma, creía en su causa, pero reflexionar sobre la conversación fue el detonante que me impulsó a iniciar mis reflexiones sobre el papel de los colectivos en la evolución política de un país, puesto que en su mano está el aportar mucha de la información que utilizará el ciudadano, la gente, en el momento de decidir la papeleta que pondrán en la urna. Aún sigo en ello.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. También es miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre

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