Plaza Pública
La Iglesia católica y sus propiedades
Leemos en el Nuevo Testamento de la Biblia, en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 44-45), que en la primera comunidad cristiana “los creyentes vivían todos de mutuo acuerdo y todo lo compartían. Hasta vendían las propiedades y bienes y repartían el dinero entre todos según la necesidad de cada cual”. En (Hch 4, 32-35) los creyentes “que eran dueños de haciendas o casas las vendían y entregaban el producto de la venta, poniéndolo a disposición de los apóstoles para que estos lo distribuyeran conforme a la necesidad de cada uno”. En el evangelio según Mateo (Mt 19, 16-21), un joven rico le pregunta a Jesús: “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?” Después de contestarle Jesús que tenía que cumplir los mandamientos, añadió: “Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que posees y reparte el producto entre los pobres”. Esta historia del joven rico también la encontramos en el evangelio según Marcos (Mc 10, 17-21) y en el evangelio según Lucas (Lc 18, 18-22). En este evangelio (12, 15) Jesús dice: “Procurad evitar toda clase de avaricia, porque la vida de uno no depende de la abundancia de sus riquezas”. En la primera carta pastoral de Pedro a Timoteo, (1 Tm 6, 10), hablando contra el afán de las riquezas, le advierte que “la avaricia, en efecto, es la raíz de todos los males y, arrastrados por ella, algunos han perdido la fe y ahora son presos de múltiples remordimientos”. En (Lc 19, 20), Jesús advierte que “todos los que hayan dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por mi causa, recibirán el ciento por uno de beneficio y la herencia de la vida eterna”.
La vida de la primera comunidad cristiana se parece al Manifiesto comunista cuando habla de “la abolición de la propiedad privada”Manifiesto comunista. Sin embargo, como señala el profesor Roland H. Baiton en su libro Early Christianity (El cristianismo primitivo), “respecto a la propiedad, la Iglesia nunca adoptó completamente un comunismo de producción y consumo. Se compartían los bienes y había una filantropía drástica”. Baiton cita el Edicto de Milán, traducido al inglés, del año 313 d.C. Como sabemos, en el Siglo IV d. C. el emperador Constantino decretó que el cristianismo era una religión oficial del Imperio Romano. Con la conversión de Constantino al cristianismo, “la relación de la Iglesia con el mundo sufrió una alteración profunda y el mundo cesó su hostilidad contra la Iglesia”. Esta afiliación entre Iglesia y Estado, explica Baiton, trajo muchas fricciones por las divisiones en la Iglesia y las facciones cristianas rivales en Roma. Constantino afirmó que su conversión se debía a que había visto al Dios cristiano como el verdadero.
El Edicto de Milán, en donde se reunieron Constantino y Lucinius, no estableció el cristianismo como religión oficial del imperio, sino que fue un edicto universal de tolerancia. Declara que “el propósito es conceder a los cristianos y a todas las religiones completa autoridad para rendir culto a cualquier Divinidad”. Y decreta que “en cuanto a la posición legal de los cristianos, hemos considerado propicio ordenar que si alguien ha comprado, bien de nuestra hacienda o de otros, los lugares de reuniones […], que estos sean devueltos a los cristianos evitando el retraso y la duda, sin pago alguno o exigencia de precio. Los que se hayan obtenido por donación, se devolverán igualmente sin demora a los mencionados cristianos. Todas estas cosas deben devolverse inmediatamente sin demora […] a la corporación del cristianismo”. Hubo duras críticas contra la Iglesia imperial y la corrupción del cristianismo. Julián el apóstata manifestó que los cristianos “no han permanecido leales a las enseñanzas recibidas de los apóstoles. Y estas enseñanzas han sido alteradas por los que han venido después, de tal forma que son peor y más impías”. Celsus también atacó “el obscurantismo de los cristianos”.
Cuando en 1478 el Papa Sixtus IV promulgó la “bula fatal”, autorizando a España instaurar tribunales para extirpar la herejía en sus reinos, que fue abolida en 1834, “la Inquisición aplicó una línea de acción de sangre con el objetivo de destruir cualquier persona que no era un cristiano católico romano”, como opina el profesor Cicil Roth en su libro The Spanish Inquisition. Señala que “una de las armas más terribles de la Inquisición, además de su poder para imponer la pena de muerte, fue el derecho que tenía para confiscar las propiedades de los condenados”. Cuando la Inquisición “arrestaba a una persona, sus propiedades eran inmediatamente confiscadas”, subraya Roth. Y los que huían para no morir en las hogueras de los quemaderos o braseros, como se les llamaba, sus propiedades “también eran confiscadas”. Lo más horrible del holocausto del Santo Oficio, considerado como “una de las corporaciones más influyentes, es que alojaba a sus tribunales en los espléndidos palacios construidos con la riqueza amasada con las confiscaciones”. En las ceremonias de los quemaderos donde se quemaba a las personas vivas, hombres, mujeres (un número superior al de los hombres) y niños, asistían al “espectáculo” el “populacho” y la realeza “para propagar las glorias y los terrores de la Santa Fe Católica”.
Con la victoria de Franco en la Guerra Civil española, la presencia de la Iglesia Católica en el nuevo Estado era muy visible. Franco tenía que pagar la inestimable ayuda que recibió en la guerra, pues la Iglesia se unió a los golpistas contra el gobierno legítimo de la República. El Generalísimo Franco le pidió al cardenal Gomá el 10 de mayo de 1937 que publicara un escrito “dirigido al episcopado de todo el mundo”, rogándole que procurara “su reproducción en la prensa católica”, con objeto de “llegar a poner la verdad en su punto”. El cardenal Gomá se encargó de publicar una carta pastoral, con el apoyo de los obispos, desoyendo las palabras del cardenal arzobispo de Tarragona, Vidal i Barraquer, que pidió que “la Iglesia no debía identificarse con ninguno de los dos bandos, sino hacer obra de pacificación”. Para recompensar a la Iglesia, Franco creó la ley hipotecaria de 1946 en donde el artículo 206 otorga a los obispos la inmatriculación de bienes, un privilegio especial que la Iglesia ha utilizado para apropiarse injustamente de bienes que pertenecen al pueblo, sin presentar ningún documento para acreditar que la Iglesia es dueña de lo que ha registrado. En 1998, el presidente Aznar volvió a privilegiar a la Iglesia con una modificación de la ley de 1946, que se derogó en 2015. Todo con el consentimiento del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y del Partido Popular (PP) (véanse los artículos publicados en este periódico, Inmatriculaciones, un saqueo consentido a la Iglesia Católica, de Chema Gregorio Uribarri, Inmatriculaciones de la Iglesia: ¿cómo recuperar nuestro patrimonio cultural?, de Antonio Manuel Rodríguez, y Las 6 verdades de la casilla de la Iglesia ocultas tras la campaña ‘Xtantos’ y La Iglesia dedica su superávit de ingresos públicos a Trece TV: 3,76 millones, de Ángel Munárriz). Para Uribarri la Iglesia es “la mayor inmobiliaria” de España. Y para Munárriz un “imperio inmobiliario”, con 40.000 bienes, sin contar los que desconocemos.
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Como comenta Paul Preston en su libro El holocausto español, “el odio al clero se exacerbaba al constatar la riqueza exorbitante en poder de la Iglesia, así como al reconocer los casos de curas que combatían en el bando rebelde”. Según Preston, “la riqueza de la derecha en general, y de la Iglesia Católica en particular, tuvo un papel relevante” en el odio y exterminio en la Guerra Civil española. Hoy la Iglesia se ha convertido en una institución privada: un Estado dentro del Estado español. No se comprende cómo “una democracia [que no es] plena” puede permitir esta injusticia. La codicia de la Iglesia Católica no tiene límites ni tampoco tiene nada que ver con lo que Jesús predica en los evangelios. Hay que “evitar la avaricia, porque la vida de uno no depende de la abundancia de sus riquezas”. La codicia por las riquezas hace que hoy mucha gente vaya perdiendo la fe y aumente cada vez más la secularización y el laicismo. Como leemos en (Lc 16, 13) y en (Mt 6, 24): “No podéis servir al mismo tiempo a Dios y al dinero”, pues el dinero es un poder personificado en confrontación con Dios.
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Juan José Torres Núñez es escritor y socio de infoLibre.