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¿Es el objetivo de la política económica la creación de empleo?

Fernando Luengo

Desde 2013, la mayor parte de los países comunitarios han registrado un crecimiento en su Producto Interior Bruto (PIB); a partir de 2016, todos, sin ninguna excepción. En ese contexto, moderadamente expansivo, los registros en materia ocupacional han evolucionado en un sentido positivo. Entre 2013 y 2017, la tasa de empleo en el conjunto de la Unión Europea (UE) ha aumentado en 3,3 puntos porcentuales, mientras que la de desempleo se ha reducido en 3,2 puntos. En nuestra economía los porcentajes han resultado todavía mejores: el empleo ha crecido 6,5 puntos y la caída del desempleo ha sido de 8,9 puntos.

La favorable evolución de ambos indicadores suele presentarse como la prueba evidente de que la actividad económica está recuperando su tono vital y de que estamos saliendo de la crisis. Por supuesto, el aumento en el nivel de ocupación y que una parte de los trabajadores desempleados encuentren un puesto de trabajo debe ser valorado positivamente, pero no comparto el optimismo contenido en el diagnóstico, que considero erróneo y sesgado. Para disponer de una visión más ajustada a la realidad, es necesario un análisis más detallado que el aportado por los grandes agregados, que realizaré para el conjunto de la UE, Alemania y España.

En efecto, como acabo de señalar, según la información estadística disponible, los últimos años han sido testigos de la creación de un buen número de empleos, pero la mayor parte de los nuevos puestos de trabajo son precarios. Entre 2013 y 2017, la proporción de contratos temporales en la UE ha seguido una suave tendencia ascendente, hasta representar el 12,2% del empleo total en 2017; en España, la progresión ha sido más intensa, de 3,3 puntos, alcanzado un porcentaje que casi duplica el comunitario, el 22,4%. En Alemania, el peso relativo de estos contratos era en 2017 del 11,7%, registro ligeramente inferior al de 2013.

En lo que concierne al empleo a tiempo parcial, la otra modalidad contractual que simboliza la precariedad de las relaciones laborales, en la UE representaba en 2017 el 19,4% del empleo total (19,6% en 2013), mientras que en España los datos han sido, respectivamente, del 15,7% y 15,9%.

Llama la atención que en la economía alemana, el modelo de referencia que supuestamente debe seguir la periferia meridional, los registros son considerablemente más elevados: 26,9% y 26,6%, en cada uno de esos años.

En total, los contratos temporales y a tiempo parcial suponían en 2017 en el conjunto de la UE y en los dos países considerados entre el 30% y el 40% del empleo total.

No sólo avanza o se consolida la precariedad en lo que concierne a las modalidades de contratación. También se aprecia en el comportamiento seguido por los salarios. En el periodo que estamos considerando, la compensación real por empleado ha crecido en la UE un modesto 3%; con un registro mejor en Alemania, un 6%. En España en esos años los trabajadores han perdido capacidad adquisitiva, en un 0,7%. El peso de los salarios en la renta nacional en la UE se ha reducido un 0,7%, lo mismo que en España, al tiempo que en Alemania dicha participación tan sólo ha mejorado ligeramente, un 0,1%.

Es importante reparar en que los datos anteriores se refieren a valores promedio, ocultando en consecuencia las disparidades de ingreso, que han aumentado considerablemente. Un indicador que, de manera sintética, mide esas disparidades es la relación entre los deciles superior e inferior, obtenido del informe sobre la estructura de ingresos elaborado cada cuatro años por Eurostat (los datos excluyen los servicios públicos). En 2014 (último ejercicio para el que se dispone de información estadística) los valores de ese indicador eran en España y en Alemania de 3,4 y 3,9, respectivamente; esto es, los grupos de ingreso situados en el nivel superior más que triplicaban los de nivel inferior.

Entre 2013 y 2017, el porcentaje de trabajadores pobres con edades comprendidas entre 18 y 64 años ha aumentado. Este grupo social representaba en la UE en este último año el 9,6% del empleo total, creciendo en 0,6 puntos. En la economía española la progresión ha sido muy superior, 2,5 puntos, situándonos en el grupo de cabeza de países comunitarios con una mayor proporción de working poors. También en Alemania el empobrecimiento del trabajo gana terreno; con un alza de 0,4 puntos y una proporción del 9% de la ocupación total.

Hay menos información sobre las retribuciones salariales de los altos ejecutivos y directivos. El Global Wage Report 2016/2017 de la International Labour Office titulado Wage inequality in the work place, con datos referidos a 2010, obtenidos a partir de la European Structure of Earnings Survey, revela que la desigualdad es especialmente intensa en el 1% y el 0,1% de los asalariados, donde se encuentran las cúpulas empresariales, con retribuciones que pueden superar en varios cientos de veces las de los trabajadores peor remunerados.

Otro dato que encaja en esta línea de argumentación es el de número de horas extraordinarias no pagadas. La información estadística disponible para la economía española proporcionada por el Instituto Nacional de Estadística (Eurostat no la facilita para el conjunto de la UE ni para el resto de economías europeas), que posiblemente infravalora la situación real, pone de manifiesto que en 2017, si bien se han reducido respecto a las realizadas en 2013, todavía suponían alrededor de 2,4 millones. Una estimación que, junto a la intensificación de los ritmos de trabajo —aumento del volumen de producción por hora trabajada— nos habla de la sobreexplotación de la fuerza de trabajo. El potencial de creación de empleo contenido en las horas extraordinarias (pagadas y no pagadas) es evidente y, dado que las segundas no cotizan a la seguridad social, resulta asimismo obvio el lastre que representan para las cuentas públicas.

Un último indicador tiene que ver con la tasa de desempleo. Como he mencionado antes, esta se ha reducido con carácter general, si bien en algunos países, España es un buen ejemplo, continúa siendo muy elevada (sólo superada por Grecia en 2017). Hay que tener en cuenta, en todo caso, que las cifras oficiales de desempleo lo infravaloran. Eurostat presenta una ratio que incluye los contratos a tiempo parcial involuntarios (personas que quisieran trabajar más horas), las que estarían dispuestas a trabajar, pero no aparecen en las estadísticas como buscadoras de un empleo y las que buscan un trabajo, pero no están disponibles para aceptarlo. Con el nuevo cálculo, la tasa de desempleo aumenta de manera sustancial; en 2017 en la UE desde el 7,8% hasta el 15,7%; en España, desde el 17,3% hasta el 28%; y en Alemania desde el 3,8% hasta el 9,3%.

Este escenario —que es preciso completar con información cuantitativa y cualitativa más detallada— no sólo, que también, es el resultado de unas políticas fracasadas en cuanto a los objetivos que, supuestamente, las inspiraban: un aumento sustancial y suficiente del empleo, la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores y una hoja de ruta para salir de la pobreza. La deriva laboral es, asimismo, el producto de la estrategia confiscatoria de las elites, en un contexto de acoso y derribo de las políticas de bienestar social, de captura de las instituciones por parte de los poderosos y de un crecimiento del PIB exiguo, insuficiente e inestable.

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Por todo ello, lejos del discurso autocomplaciente de Bruselas, los gobiernos y las instituciones internacionales —pura propaganda—, urge una revisión en profundidad de las políticas aplicadas en estos años. Es necesario cuestionar un planteamiento que todo lo fía al crecimiento económico y a la desregulación de las relaciones laborales; sabiendo que la solución a la compleja problemática laboral que he presentado de manera somera tampoco está necesariamente asociada a la modernización del tejido productivo, la introducción de nuevas tecnologías y el fortalecimiento de las posiciones competitivas. Es indudable que el modelo económico vigente determina en buena medida la dinámica laboral, pero los desafíos que la izquierda transformadora tiene por delante desbordan con mucho las recetas meramente tecnocráticas o economicistas.

El deterioro de las condiciones laborales dentro de las empresas obliga a implementar medidas encaminadas a dar poder a los trabajadores para que puedan defender sus derechos (y, por supuesto, a derogar las reformas laborales que han erosionado su capacidad de negociación y presión). La caída, el estancamiento o, en el mejor de los casos, el avance insuficiente de los salarios hace imprescindible la reconfiguración de los objetivos de la política económica, poniendo en el centro de la misma la recuperación del poder adquisitivo perdido desde el estallido del crack financiero, especialmente de los colectivos más vulnerables, y el crecimiento de las retribuciones de los trabajadores de modo que se mantenga su peso en la renta nacional. El aumento de las disparidades de ingreso exige la elevación del salario mínimo y poner límites a los salarios máximos percibidos por los altos directivos y ejecutivos. La inercia impuesta por los mercados debe ser corregida por una decidida intervención institucional, mejorando las condiciones de los trabajadores del sector público y exigiendo a las empresas que acceden a los concursos y a los recursos públicos el cumplimiento de una carta de derechos en materia social y laboral. Y la evidente incapacidad del capitalismo para generar empleo suficiente y decente hace necesario introducir en la agenda política el debate sobre la renta básica universal, con el objetivo de mejorar los estándares de vida de todas las personas, con independencia de cual sea su situación sociolaboral, y el pleno ejercicio de los derechos ciudadanos. ______________________

Fernando Luengo es economista y miembro de la Secretaría de Europa de Podemos.

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