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La psicoterapia y la crisis humanitaria en salud mental

Una mujer con mascarilla protectora camina por una estación de metro

Gaspar Llamazares

El grito de 'vete al médico' de un diputado del PP en el Congreso, aparte de mala educación y el estigma sobre los trastornos mentales, muestra el reduccionismo psiquiátrico en que se encuentra la atención a la salud mental hoy en día.

En los últimos tiempos, a cada ola de la pandemia le sucede un anuncio de que la próxima será la ola de los trastornos mentales provocados agravados como consecuencia de ella. Lo ha venido haciendo la OMS prácticamente a partir de la segunda ola y no deja de recordarlo.

Y es cierto que las consecuencias de la afectación, las secuelas y la muerte en el entorno familiar y social han provocado primero una sensación de miedo e inseguridad y luego trastornos de ansiedad y estrés, y además, con el largo tiempo transcurrido, un clima de incertidumbre, agotamiento e incluso de depresión.

El confinamiento de la primera ola, así como las sucesivas medidas de cierre, apertura parcial y distanciamiento físico han añadido más motivos siquiera para acentuar sentimientos de incomunicación, soledad y abandono que ya eran cada día más habituales en nuestras sociedades de consumo digital, en especial en el colectivo de personas mayores, aunque no solo.

Pero, sobre todo, han sido las consecuencias sobre el trabajo como principal actividad, como oportunidad de relación social y como motivo de autoestima, las que, si bien inicialmente pudieron ser paliadas con mecanismos como los ERTE y en otros casos con el teletrabajo, en la medida que el tiempo de pandemia se ha prolongado y con ello la consiguiente destrucción de empleo e incertidumbre sobre el futuro personal y familiar, han añadido nuevos factores de estrés, ansiedad y depresión.

Las consecuencias sobre la población que ya padecía trastornos mentales, y en particular entre quienes sufrían trastornos mentales graves, han sido mucho mayores, derivadas en especial de las dificultades que la pandemia ha supuesto para los ya escasos, infradotados y presionados dispositivos de la red de salud mental públicos, que los sucedáneos precarios de la atención telefónica o de la teleasistencia no están en condiciones de compensar, ni siquiera mínimamente, pero también la influencia negativa que las consecuencias dramáticas de la pandemia, de las medidas de confinamiento y de las restricciones a la movilidad.

Sobre todo, porque cuando llegó la pandemia la situación de la red pública de atención a la salud mental llevaba décadas de involución, al menos desde el momento en que se agota el impulso que supuso la reforma de la salud mental que empezó en los últimos años de la dictadura.

Posteriormente, la desinstitucionalización y el desarrollo de una psiquiatría de sector, con la creación de las plantas de agudos, de los centros de salud mental y de algunos dispositivos intermedios, dejó pendiente sin embargo el reto del desarrollo sobre todo de la conocida como salud mental de base comunitaria, que debería haber estado compuesta de equipos multidisciplinares para una atención programada e integral, que aparecía así en los planes y las estrategias de las comunidades y del Ministerio de Sanidad, pero que no llegó a desarrollarse en la práctica como tal modelo dentro de la red sanitaria pública.

Muy al contrario, el hecho de quedarse a medio camino como una psiquiatría descentralizada o de distrito, ha significado que el abordaje de la salud mental se articularse como una especialidad médica más, que ha corrido por la misma senda de hipermedicalización, medicamentalización y tecnificación que el resto del sistema sanitario hegemonizado por su paradigma productivo y de consumo, como es el hospital.

En este marco, no es de extrañar que prácticas propias de los antiguos hospitales psiquiátricos, que con la desinstitucionalización fueron desechadas a finales del pasado siglo, hayan vuelto a ponerse de triste actualidad, como por ejemplo las inmovilizaciones físicas descritas en sucesivos informes del Defensor del Pueblo, las farmacológicas e incluso la terapia electroconvulsiva, hasta el punto de provocar en pleno siglo XXI una grave crisis humanitaria en salud mental, que afecta en particular a los pacientes con trastorno mental más severo.

Por eso, con ser cierta la hipermedicalización y el déficit de atención psicológica en los actuales servicios de salud mental, y por tanto la necesidad de incorporar definitivamente la psicoterapia dentro de la cartera de servicios y en consecuencia incrementar la ratio de profesionales como los psicólogos dentro de los servicios y en especial en los centros de salud mental, de manera que no sea una atención discriminatoria, entre otras por razones de renta, pero también culturales, como se vio con motivo de la pregunta parlamentaria formulada por Íñigo Errejón, de Más País. Lo cierto es que en materia de salud mental, como frente a la pandemia, no todos somos iguales: la distribución del malestar subjetivo y de los trastornos mentales en esta pandemia ha sido mayor entre las clases populares que entre la clase media y alta y asimismo el acceso a la atención ha sido más completo en aquellos sectores con mayor renta. Sin embargo, aun con ello, con la mejora de la atención psicológica nos quedaríamos otra vez al principio del camino, si no retomásemos al tiempo el impulso perdido hacia la reforma de la salud mental comunitaria.

Tan solo con el relanzamiento de la atención psicológica, que por otra parte convive ya hoy en las redes de salud mental con la atención psiquiátrica, hegemonizadas ambas por el modelo sanitario hospitalario, probablemente desarrollásemos dos redes de atención paralelas y dirigidas a dos tipologías diferenciadas de pacientes y de ciudadanos, y con ello mantuviésemos las barreras de accesibilidad para aquellos con menor poder adquisitivo y mayores dificultades de adherencia a la atención psicológica. De esta manera, una seguiría su involución como especialidad psiquiátrica para enfermos graves y para aquellos que por distintas razones sociales o culturales no están en condiciones de seguir una terapia psicológica, y de otra parte estaría la red constituida en torno a la psicoterapia, más específicamente dedicada a tratar trastornos como el estrés, la ansiedad o la depresión, reproduciéndose entonces en la sanidad pública la tradicional oferta diferenciada de la psiquiatría y la psicología del ámbito privado.

Con ello, se mantendría además la medicalización y psicologización de los problemas de la vida cotidiana como el duelo (que en todo caso hay que pasar) o de los conflictos sociales y laborales como el paro, la precariedad o la explotación laboral (que es necesario organizarse para combatirlos y reducirlos), terminarían convirtiendo a las dos redes de atención en una oferta, bien de medicalización o de psicoterapia, como acompañamiento o como sordina de las contradicciones sociales. Porque es verdad que es necesario reconducir el malestar, pero no solo para sustituir el exceso de medicalización y de fármacos por la atención psicológica, sino para que otra parte de él vuelva a su seno natural dentro de la dinámica y del conflicto social.

Una vida con esperanza

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Todo esto no significa en absoluto ignorar que los trastornos mentales existen y que provocan un gran sufrimiento en los que los padecen ni tampoco aplazar nuevas contrataciones y nuevos perfiles profesionales que mejoren la atención de nuestro precario sistema de salud mental. Significa que, con ser imprescindibles, no basta con más psicólogos ni con nuevos recursos psicoterapéuticos en la cartera de servicios del SNS. Es imprescindible que además y de forma simultánea se produzca en primer lugar un revulsivo frente a la crisis humanitaria y el estigma, que garantice la defensa y recuperación de los derechos de los pacientes con trastorno mental más grave, que hoy son ignorados (y estas sí que son competencia de la Administración Central), para simultáneamente abordar junto a las comunidades que tienen la competencia en materia de salud mental, el cambio profundo de orientación de la atención a los trastornos mentales y su organización, pasando del actual modelo distrital y psiquiátrico, en favor de un modelo de atención más integral y comunitario con base en equipos multidisciplinares en los centros de salud mental, como por otra parte estaba previsto en las correspondientes estrategias de salud mental, paro que, salvo raras excepciones, ni siquiera se ha intentado cumplir. No vaya a ser que pasemos del reduccionismo psiquiátrico al psicológico, y a todo esto, sigan pendientes los derechos de las personas con trastorno mental más graves.

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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa

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