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Una victoria reparadora pero difícil de gestionar, la de Lula

Joan del Alcàzar

Gigante pela própria natureza, / És belo, és forte, impávido colosso, / E o teu futuro espelha essa grandeza.

Así dice una de las estrofas del himno nacional brasileño. Desde luego no miente, aunque eso de que el futuro es un espejo de su grandeza puede conectarse a una vieja idea: la de que Brasil nunca consigue alcanzar ese futuro.

Ahora bien, lo de que es gigante no tiene discusión: es gigante. Brasil ocupa la mitad de Sudamérica: son 8.5 millones de kilómetros cuadrados, tiene 7.500 kilómetros de costa, es la mayor economía de todo el hemisferio sur del planeta, es el undécimo país del mundo por PIB nominal, y cuenta con una población que rebasa los 215 millones de habitantes.

El gigante, sin embargo, tiene debilidades inocultables. Es tan injusto en la distribución de su riqueza o más que el resto de las repúblicas latinoamericanas, las que constituyen la región más desigual del mundo. Tan injusto es que puede hablarse de la existencia de un apartheid social que se hace explícito en las regiones pobres del interior, y en la infinidad de favelas que circundan las ciudades más importantes del país.

Esa extrema desigualdad fue la que Lula da Silva atacó entre 2002 y 2010. El antiguo dirigente sindical, reconvertido en líder partidario, llegó a la presidencia anunciando que su programa pasaba por que los brasileños pobres comieran tres veces al día. Desde un lema de campaña que recordaba los años sesenta “Paz e amor”, el proyecto se materializó pronto en vectores de gobierno mucho más terrenales. El primer objetivo fue “acalmar os mercados”, para ofrecer después una propuesta ilusionante: A mudança do model. Poco después vendría la Carta a o povo brasileiro.

La reducción de los insoportables índices de pobreza y de exclusión fue un éxito, y más de treinta millones de ciudadanos salieron de ellas gracias a una exitosa política de subsidios que se sustentó en campañas extraordinariamente eficaces como “Fome [hambre] zero”, “Bossa familia”, “Minha casa, minha vida” y otras, así como importantes inversiones en educación a todos los niveles, incluyendo a las universidades, y también en sanidad pública en todos los rincones de Brasil. No vamos a entrar en cómo se financió esa política redistributiva, ni de en qué medida dependió de la balanza comercial en unos primeros años expansivos, ni de la evolución de la deuda brasileña. Lo que ahora conviene destacar es que el presidente Lula dejó el cargo en 2010 con un nivel de popularidad en torno al 80 por ciento de los brasileños. Se decía que el líder del Partido dos Trebalhadores había hecho una “revoluçao silenciosa”.

Pero no todo fueron éxitos entre vítores. Si bien con Lula da Silva Brasil brilló de nuevo en el escenario internacional, no es menos cierto que durante sus dos mandatos se produjo una sucesión de escándalos de corrupción. Los más notables y dolosos fueron el Mensalao, una red de sobornos a políticos de diversos partidos, y el Petrolao, un inmenso desvío de fondos de la petrolífera estatal Petrobras. Los más beligerantes llegaron a hablar de que en Brasil se había establecido una "sobornocracia". Con todo ello, un espeso manto anti-Lula y anti-PT se extendió sobre Brasil, y sus efectos todavía se han podido percibir en la contienda de octubre de 2022.

En 2017, Lula fue condenado a nueve años de prisión por el caso Petrobras, de los que cumplió solo una parte, y en 2021 la sentencia dictada por el juez Sergio Moro, quien después sería ministro de justicia con Bolsonaro, fue anulada y ello permitió que el viejo dirigente pudiera competir por la presidencia que ahora acaba de lograr.

Las encuestas en la víspera de la elección marcaban un resultado ajustado entre los dos candidatos. Data Folha marcaba un 52/48 a favor de Lula, y la empresa demoscópica IPEC lo elevaba a un 54/46. No ha sido así. El marcador al final del partido ha arrojado un apretadísimo 51/49. Lula, no obstante, se ha alzado con la victoria, pese a todo y pese a muchos que han hecho lo posible y lo imposible, lo lícito y lo indigno por evitarlo.

El reto que tiene ante sí es gigante, como el país. 59.5 millones de brasileños han votado por Lula, y 57.5 lo han hecho por Jair Bolsonaro. Apenas dos millones de votos de diferencia entre ciento veinte millones de personas que acudieron a votar. Además, con un elemento importante a destacar: muchos de los votantes de uno y otro no son tanto partidarios de uno y otro, sino anti uno y anti otro.

Lula intentó asegurar la victoria incorporando a Simone Tebet, la tercera en la primera vuelta, una representante de la ultra-conservadora industria agroalimentaria. También consiguió el apoyo de la carismática Marina Silva, la ecologista y evangélica que de ser ministra con Lula se convirtió en enemiga declarada del PT. Además, el candidato relegó el color rojo tradicional de su partido y se pasó al blanco, de la misma manera que comenzó a hablar con mucha frecuencia de Dios en sus discursos, consciente de los altos niveles de religiosidad del país, y de que una parte del relato en su contra venía de la mano de un anti-comunismo tan injustificado como primario. Los temas de orden moral como los relativos a la corrupción han sido los esgrimidos ad nauseam por los bolsonaristas, y Lula intentó capearlos lo mejor posible.

El resultado final que ahora sabemos certifica que el viejo sindicalista no obtuvo la ventaja que esperaba con sus cambios e incorporaciones tras la primera vuelta. En 250 ciudades en las que Lula ganó en el primer asalto, ahora ha ganado Bolsonaro. Eso por no hablar de que el Congreso y el Senado estarán en manos de la derecha, como la gobernación de algunos de los estados más importantes.

Pero, al final, lo cierto es que Lula venció. Eso es lo que ahora importa. Se trataba de cerrar la etapa de El Nefasto, como algunos lulistas denominan a Bolsonaro, y abrir otra nueva. Una de las consignas de apoyo a su candidatura lo explicitaba así: “Nao é a entrada para paraíso, mas é a saída do inferno”.

Ahora bien, problemas va a tener el nuevo presidente para dar y tomar.

Lo cierto es que Lula venció. Eso es lo que ahora importa. Se trataba de cerrar la etapa de 'El Nefasto', como algunos 'lulistas' denominan a Bolsonaro, y abrir otra nueva

Él ha declarado tras su triunfo que “no hay dos Brasil”. Será. Pero lo que no se puede negar es que hay dos inmensos contingentes de brasileños muy polarizados a favor y en contra del nuevo presidente.

Además, algunos de los estados clave del país, como Sao Paulo, Rio de Janeiro, Santa Caterina o Rio Grande do Sul han votado por el bolsonarismo. Minas Gerais ha registrado un empate, con ligerísima ventaja para Lula. Los siete estados nordestinos, región de la que es originario el nuevo presidente, han votado fervorosamente por él. Es una primera aproximación que nos indica que los territorios más dinámicos no han apostado precisamente por el dirigente petista.

Jair Bolsonaro ha sido una plaga bíblica para los estratos más humildes de la sociedad brasileña. La gestión de la pandemia ha sido la peor imaginable, y el balance de víctimas resulta dantesco. El negacionismo inicial del presidente se alineó con el de Donald Trump o Boris Johnson, pero a diferencia de estos el brasileño jamás ha reconocido ni la potencia letal del virus ni, mucho menos, su delictiva gestión de la crisis sanitaria.

Lula da Silva llegará al Palacio de Planalto, en Brasilia, sede del presidente de la República, y tendrá que volver a poner en marcha un plan de choque para aliviar la pobreza extrema, incluso la alimentaria, de millones de ciudadanos. Una especie de volver a empezar por donde lo hizo en 2002.

Además, deberá enfrentar un problema que tuvo mucho que ver con la victoria de Bolsonaro en 2018: las aterradoras cifras de la violencia urbana. En aquel momento, y la cosa no ha mejorado, Brasil registraba el 13% de los homicidios del planeta, más que duplicando a México (6%) y triplicando a Colombia y Venezuela (4%). Conviene saber que de las cincuenta ciudades más violentas del planeta, 43 están en la extremadamente injusta América Latina; y 25 de esas 43 están en Brasil.

Cuando tome posesión el 1 de enero de 2023, todos estos problemas estarán encima de la mesa del nuevo presidente. El gigante brasileño, que lo es por su propia naturaleza, va a exigir la habilidad, la experiencia y la sabiduría que sus partidarios le atribuyen. Además, enemigos no le van a faltar, así que el reto es, también, gigantesco.

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Joan del Alcàzar es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de València.

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