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Justicia

El 'caso Tahiri' no es una excepción: el Defensor del Pueblo ya avisó en 2018 de prácticas abusivas en centros de menores

El centro de menores 'Tierras de Oria' de Almería.

La cámara de seguridad instalada en la denominada habitación de contenciones del centro de menores de Tierras de Oria (Almería) captó cada detalle de lo sucedido aquella tarde del 1 de julio de 2019. La entrada de dos guardias de seguridad con maletines. La llegada, a empujones y con las manos a la espalda, de Iliass Tahiri. Su inmovilización boca abajo en la cama sin que se aprecie resistencia. La colocación de las correas al tiempo que uno de los agentes presionaba con su rodilla cerca de la cabeza del joven completamente sometido. Y la muerte del muchacho. Trece largos minutos de grabación, que formaban parte de la investigación archivada por el Juzgado de Purchena, que vuelven a poner en cuestión las actuaciones dentro de los centros de internamiento de menores infractores (CIMI). En los últimos años, se ha denunciado el uso de castigos físicos o el empleo de “registros y cacheos con desnudo integral”, así como medidas coercitivas que, aunque contempladas en la propia legislación española, “podrían constituir trato inhumano o degradante” a ojos del Comité para la Prevención de la Tortura.

Tras la difusión de las imágenes sobre la muerte de Tahiri, el Defensor del Pueblo se mostró “muy preocupado”. Y advirtió de que en las próximas semanas trasladará a las administraciones la necesidad de modificar las normativas y procedimientos y “fortalecer” la vigilancia sobre estos centros. Una labor de supervisión que el propio organismo lleva tiempo realizando y plasmando en sus informes anuales del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura. En el último de ellos, correspondiente al año 2018, se visitaron sin previo aviso ocho centros distribuidos por toda la geografía española. Una pequeña muestra de entre las más de 70 instalaciones con casi tres millares de plazas que, por aquel entonces, estaban en funcionamiento en nuestro país.

En el documento se ponían de manifiesto varias de las deficiencias detectadas. Así, por ejemplo, el organismo mostraba su preocupación por el hecho de que en Tierras de Oria no se diera copia a los jóvenes de los partes de lesiones y de que en el CIMI Aranguren (Navarra) este documento no fuera ni realizado por un médico. Además, durante el trabajo se observó como “práctica frecuente la realización de los registros y cacheos personales por partes consecutivas”, algo que, añadía, “en realidad se acaba convirtiendo en un desnudo integral”. “Por otro lado, en la visita realizada al CIMI Medina Azahara, se comprobó que algunos de los registros integrales habían sido comunicados al juzgado competente después de producirse, lo que ha motivado una sugerencia a fin de que se corrija esta forma de proceder”, continuaba relatando el organismo sobre esta cuestión.

“Sentadillas” y falta de comunicación libre

Pero no solo eso. Tampoco gustaron nada los castigos físicos detectados en otra instalación de Euskadi. En el CIMI Uribarri (Araba), varios internos trasladaron que “se les obligaba a ponerse de cuclillas”, algo que fue confirmado también por uno de los trabajadores de las instalaciones. En este sentido, se exigió al Departamento de Trabajo y Justicia del Ejecutivo vasco que proscribiese dicho castigo. “La realización de sentadillas es una práctica que, a tenor de organismos internacionales de prevención de la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, debe ser rechazada en los centros de privación de libertad. A juicio de esta institución, este rechazo debe alcanzar mayor intensidad si cabe en los centros de internamiento por la vulnerabilidad de los propios menores”, aseveraba sobre el centro, al que también se le afeaba que no contase con un servicio de atención médico: “Los menores son derivados a una unidad de atención primaria”.

En el informe, además, se ponía de manifiesto que en varios de los gestionados por la Fundación Diagrama se había obtenido información sobre la prohibición de comunicación libre por parte de los internos si no se encontraba presente un educador. Por otro lado, se dejaba constancia de la “preocupación” por la “intensa restricción de derechos” como consecuencia de la imposición de sanciones, poniendo como ejemplo el CIMI Aranguren, donde se había observado que un menor llevaba más de dos semanas sin poder realizar actividades al aire libre. Y, por supuesto, se afeaba en algún caso las deficiencias estructurales en las instalaciones. El centro de menores Valle Tabares, en Tenerife, todavía no se habían arreglado en el momento de la visita los destrozos provocados por un temporal ocho años antes.

Juan Pedro Oliver es presidente de la Asociación Pro Derechos de los Niños (Prodeni), un colectivo que lleva décadas trabajando con menores. En conversación con infoLibre, explica que las experiencias que les trasladan jóvenes que han pasado por este tipo de centros no son buenas. “Tienen una calidad bastante deficiente. Son cárceles para niños, donde hay poca educación, creo yo, y bastante represión”, explica el también abogado, que pide no perder de vista en ningún momento la complicadísima situación personal de los internos: “Son personas que no han tenido una infancia adecuada, que en muchos casos no se han sentido queridos ni bien tratados”. No obstante, insiste en que eso es lo que les llega a través de los chavales. Porque, dice, hay bastante “oscurantismo” alrededor de estas instalaciones. “Son núcleos cerrados, donde es muy difícil poder acceder y hablar con los chicos o con los profesionales. No voy a decir que siempre te lo nieguen, pero la verdad es que ponen muchas trabas”, explica el presidente de Prodeni.

Una práctica “degradante”

A lo largo del estudio, el Defensor del Pueblo también se detiene en el empleo de medios coercitivos. Y no es de extrañar. Sólo unos meses antes, a finales de 2017, el joven guineano Mamadou Barry había fallecido en Melilla después de que una inmovilización del personal de seguridad del centro de menores de la ciudad autónoma le dejase en coma. En este apartado, muestra, en primer lugar, su preocupación por la falta de libros de registro en los que quedase constancia “del nombre del menor, del medio empleado, del momento del inicio y cese del uso, del motivo de su aplicación y del seguimiento por parte del personal sanitario”. Y, al mismo tiempo, advertía sobre las deficiencias relacionadas con las habitaciones destinadas a la práctica de contenciones mecánicas –atar al interno a la cama–. Así, y poniendo como ejemplo el caso de Tierras de Oria, explicaba que la situación del mobiliario y la “ausencia de correas dispuestas para su uso” dificultaban las maniobras y alargaban el procedimiento, aumentando así “los riesgos inherentes a esta práctica”.

“Es verdad que este tipo de mecanismos son cuestionables y preocupan, sobre todo cuando se exceden en el uso o generan algún espacio de desprotección”, comenta Catalina Perazzo, directora de Sensibilización y Políticas de Infancia de Save the Children. En nuestro país, la sujeción de menores está amparada por la legislación siempre que sea “proporcional al fin pretendido” y se aplique por el tiempo “estrictamente necesario”. Además, su adopción y cese tiene que ser comunicada de forma inminente al juez de menores “con expresión detallada de los hechos que hubieren dado lugar a su utilización y de las circunstancias que pudiesen aconsejar su mantenimiento”. Algo que, según consta en el informe de hace un par de años del Defensor del Pueblo, no siempre se hace correctamente. “Se apreciaron carencias en la comunicación de la práctica al juez competente, por lo que se formuló un recordatorio de deberes legales”, se recogía sobre el centro de menores de Almería.

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Un centro con un largo historial

A pesar del tener cobertura legal, el organismo ya se mostraba preocupado tanto por esta práctica como por la formación del personal que la llevaba a cabo. Por eso, pedía “reflexionar” sobre su “idoneidad”. Y no ha sido el único que ha expuesto sus temores. También lo hizo el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa en 2016, tras visitar los centros de menores de Sograndio y, otra vez más, Tierras de Oria. En el primero, descubrieron que era una práctica asentada aislar a jóvenes en habitaciones donde eran esposados a objetos. En el segundo, que la contención pasaba por atarles a una cama con correas, una medida que normalmente duraba entre una y dos horas. “A los menores inmovilizados no se les permitía ir al baño (pese a pedirlo) y en algunos casos se habían orinado encima”, señalaba el informe, en el que dejaban claro que “el uso de medios de contención en estas circunstancias” podía constituir “trato inhumano y degradante”. Por eso, pedían directamente su eliminación y la introducción de medios alternativos a la inmovilización.

Pero por supuesto no han sido estas las únicas veces en las que el centro de menores de Almería ha estado bajo la lupa. En los últimos años, las denuncias de abusos tras sus muros han sido constantes. Ya en 2010, hace una década, el Defensor del Pueblo Andaluz recogía algunas denuncias por parte de los internos, que lamentaban entonces el “excesivo tiempo” que se les inmovilizaba con las correas o el “daño psicológico que les producía la iluminación continua de la habitación al no permitirles conciliar el sueño con facilidad”. Tampoco la organización que lo gestiona, la Fundación Ginso, tiene un historial impoluto. En 2011, Ramón Barrios murió en su centro de Brea del Tajo (Madrid). Aquella causa fue archivada, después de que la autopsia no detectara signos de violencia, aunque los familiares siempre han asegurado que durante el sepelio el cuerpo del joven presentaba moratones. Igual que la de Tahiri. Sin embargo, las grabaciones publicadas en los últimos días abren la puerta a una posible reapertura del caso.

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