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De Senegal a Sigüenza: el discurso antimigración hace agua ante los éxitos de integración en la España despoblada

Imagen de algunos de los migrantes llegados esta semana a la isla canaria de El Hierro.

Es martes en Brazuelo y la Guardia Civil llega para identificar al que hace tres meses era vicepresidente de la Junta de Castilla y León. Lo sabemos porque el propio Juan García-Gallardo publicó un vídeo en X frente a un hotel que funge como centro de acogida de inmigrantes de la organización humanitaria Accem en este pueblo de apenas 300 habitantes. Dice que ha ido, con otros miembros de Vox, a “pedir información de cómo se gastan millones y millones de euros de los contribuyentes a fomentar el efecto llamada y a colaborar con las mafias del tráfico ilegal de personas”. A menos de una hora de allí, en Villaquilambre, hubo en junio un frontal movimiento ciudadano de rechazo por la llegada de 180 refugiados de Mali y Senegal a un centro gestionado por la Fundación San Juan de Dios. En la España que necesita nuevos pobladores para seguir existiendo también se agita el discurso antiinmigrante.

En la misma provincia, Valencia de Don Juan alberga un centro de Accem donde ahora hay 35 migrantes, pero han llegado a haber casi 100. Allí es donde Fassougou Samaka y Mamadou Sissoko, dos jóvenes malienses, aprendieron español y consolidaron los oficios de los que ahora trabajan y que les han permitido vivir ya de manera independiente en un piso de alquiler. Se conocieron en Mauritania, en su largo camino hasta España, pasaron juntos la llegada a Canarias, una primera estancia en otro centro de Accem en Media del campo (Valladolid) y sus primeros meses en este pueblo leonés de 5.000 habitantes al que ya llaman casa.

“La llegada sin hablar español es muy difícil, pero al final te sientes bien aquí”, relata Samaka junto a María José Alonso, directora del centro. Los primeros siete meses estudió la lengua, recibió clases de la ESO y un curso de soldador en León, el oficio en el que ya tenía formación y experiencia en su país. Es el camino de todos hasta que van recibiendo sus autorizaciones de trabajo. A Sissoko ya le concedieron la protección internacional , el asilo, y él está a la espera, pero confía en obtener la misma resolución. Cuando superaron los ingresos máximos para poder estar en el centro, tuvieron que buscar un piso de alquiler compartido con un tercer amigo y nunca es fácil. “Los acompañamos también en ese proceso, seguimos siendo su punto de referencia cuando salen del centro, para cualquier tipo de consulta. Hacemos mucho trabajo con la gente del pueblo para poder facilitar su acceso a la vivienda, aquí funciona mucho el tú a tú, generar esa confianza”, explica la directora. Valencia de Don Juan no escapa al drama de la vivienda en España: en verano triplica población y cada vez más propietarios prefieren alquilar sus viviendas sólo en ese periodo, con altos precios. Profesores y sanitarios destinados en el pueblo también tienen dificultades para encontrar dónde alojarse.

El trabajo, los niños y el fútbol como integradores  

Samaka trabaja a media jornada en un supermercado como reponedor y la otra media de soldador en una empresa de construcciones metálicas. Sissoko es empleado de una fábrica de ladrillos. Hasta que Samaka se lesionó, jugaron juntos en un equipo de fútbol del pueblo, con chicos de su misma edad, veintipocos. “Buscamos que se impliquen en todas las actividades que haya, esa es la manera de que se integren. En las fiestas intentamos que entren en las peñas, porque es la forma de que hagan amigos aquí, además de conocer personas en el trabajo o en los cursos”, indica Alonso. Samaka echa de menos a su familia, pero gracias al móvil siente que siguen compartiendo de alguna manera. Para Sissoko, cuyo proceso migratorio fue más largo, está siendo muy duro no ver a su madre hace ya siete años. Pero no pueden volver a su país.

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En otro centro de Accem en Sigüenza (Guadalajara), uno de larga trayectoria, la senegalesa Mame Faguy Fall, a la que todos llaman Fa, cuenta que su gran factor de integración fue su hijo. “Yo vine por reagrupación familiar, mi marido llevaba años aquí trabajando en la construcción y mi hijo nació aquí. Entonces yo era casi la única chica negrita por aquí y, cuando íbamos al parque, se me acercaban a decirme ¡qué niño tan guapo! Así se relaciona una más, también con las excursiones del cole y todo eso”, explica. Su hijo, que ahora estudia Economía y Negocios Internacionales en la Universidad de Alcalá, siempre se ha sentido seguntino. “Él siempre ha ido con los niños de aquí, porque no hay niños africanos de su edad. Ahora sí se ven niños pequeños, pero cuando él lo era no había”, anota.

La primera dificultad que relata, como Samaka, es la de llegar sin la herramienta de la lengua. “Cuando vienes sin saber el idioma, cuesta, cuesta, cuesta. Yo todas las tardes venía al Accem a estudiar español”, dice. Ahora es ella la que ayuda a otras personas migrantes a comunicarse: trabaja como intérprete de wólof y francés en ese mismo centro. También lleva 15 años empleada en una residencia de mayores, tras estudiar un módulo de atención sociosanitaria. “Fa es un ejemplo. Ha sido intérprete en muchas ocasiones y en situaciones muy complicadas, nos ayuda muchísimo con su experiencia y su trabajo”, cuenta, a su lado, Sofía Lope García, técnica de apoyo de acogida en el centro que Accem tiene hace tres décadas en ese municipio manchego que no alcanza los 5.000 habitantes.

Cuando se le pregunta por el episodio de García-Gallardo en Brazuelo, un portavoz de la organización humanitaria recuerda enseguida “las experiencias exitosas en pueblos como Sigüenza o Burbabuena, en Teruel”. “El centro de Sigüenza, por ejemplo, lleva unos 30 años dinamizando la localidad y las de alrededor. Lo que nosotros vemos es que se quedan en estos pueblos por elección propia, ven oportunidades de puestos de trabajo sin cubrir,  y también es necesario para estos pueblos, se dinamizan, cuando la tendencia demográfica es la contraria”, añade. Todos los entrevistados reconocen que el discurso político antinmigrante permea en la sociedad, pero destacan que las experiencias reales, del día a día, más allá de la desconfianza o ignorancia inicial, suelen ser positivas. El trabajo de organizaciones como Accem en los lugares pequeños se adapta a un entorno donde también la integración migratoria se forja más en las relaciones personales que en los discursos masivos.

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