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'El lento aprendizaje de Podemos'
infoLibre adelanta un capítulo de El lento aprendizaje de Podemos, de José Luis Villacañas, filósofo e historiador político. El libro, editado por Catarata, será presentado el próximo 27 de junio, a las 19.00 horas, en el Centro Cultural Blanquerna.
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Podemos en el laberinto español
Tras todos estos procesos, lo que no se podía ocultar era que Rajoy apareciera crecido y dispuesto a entrar en una fase expansiva de su mermada expresividad. Incluso llegó a pronunciar una frase reveladora de sus intenciones, y en realidad no solo de las suyas, sino de todas las elites centrales. Entonces dijo: “Somos reformistas, pero a nuestro ritmo”. Una frase así resume la ciencia política de la gobernación conservadora española desde hace siglos. Como tal, revela el arcano de lo que en términos gramscianos se caracteriza como revolución pasiva. Los grupos privilegiados centrales obstaculizaron las reformas de los Comuneros, del Conde Duque, de Macanaz, de Campomanes, de Ensenada o de Mendizábal, y se enfrentaron con éxito a las revoluciones activas de la república catalana del siglo XVII, de los movimientos democráticos del siglo XIX, de la primera y de la segunda repúblicas españolas. Así, justo un siglo después del movimiento federal, la revolución pasiva concedió el Estado autonómico. Otro ejemplo: un siglo después de los intentos de conformar una monarquía parlamentaria, se llegó a ella. De un modo u otro, como lo muestra el canovismo, las derechas fueron un muro de contención que adaptó los cambios al momento en que ya no eran peligrosos para sus intereses. Reformistas a su ritmo. Es curioso que justo ahora, y por boca de Rajoy, se produjese la autoconciencia de ese pasado. Es el signo más preciso de que estábamos ante una política exitosa y de que, en cierto modo, Rajoy cantaba victoria.
Si el máximo representante de las capas conservadoras españolas se atreve a revelar el arcano de su propia hegemonía, eso quiere decir que se siente muy seguro. Contra todo pronóstico, desde luego. Rajoy estuvo en la cuerda floja durante un año, sostenido solo por tener el trasero pegado al sillón de Moncloa. Si lo hubieran sacado de allí, la descomposición del PP hubiera sido fulminante. Con la corrupción que atravesaba a su partido de arriba abajo, al minuto se habría gritado el “sálvese quien pueda”, y el partido, que es solo una práctica sin otra ideología que la de retrasar los cambios, habría caído en barrena. Pero las fuerzas de los reformistas no fueron capaces de darse cuenta de que solo acabar con Rajoy podría abrir un escenario de novedad política y producir un momento de cambios no dictado por el ritmo del PP. Aquel momento de Rajoy, el peor de todos, había pasado. Quien temía ser citado ante los tribunales, ahora quizá tenía una década de poder ante sí. A esta especie de milagro se debía que Rajoy apareciese emocionado ante los españoles. Ya se sabe, uno al final se acostumbra a los milagros y Rajoy, en un rapto de autoconciencia, ha reconocido por fin que no es un robot, sino una persona.
Eso, exactamente eso, la seguridad de su hegemonía, se lo debía a los errores cometidos tras el 20D. Fue el órdago de Iglesias para forzar las nuevas elecciones lo que nos ha llevado hasta aquí. El error fue doble: consistió, primero, en aspirar a la hegemonía —que requiere regímenes presidencialistas y países muy homogéneos— y segundo, en hacerlo antes de destruir la supremacía vigente del PP, basada en profundas inercias históricas. Que España es un país con dificultades para administrar sus asuntos políticos se aprecia en que, frente a todo pronóstico, Rajoy haya atravesado la mayor crisis de la España democrática, provocada en buena parte por él y por su partido. Pero también en que por escasa mayoría los militantes virtuales de Podemos premiaran lo suficiente a Pablo Iglesias y su errática política con la Secretaría General, a pesar de haber contribuido de forma decisiva a prolongar la supremacía de la derecha española. Echar a Rajoy de la Moncloa se había frustrado por la inclinación de los militantes de Podemos de mantenerse apegados a un carisma aparente, mediático y estéril, incluso a costa de fracturar un partido joven y lleno de entusiasmo y talento.
El coste de este absurdo político pesará como una losa en toda la presente década española. El discurso final de Iglesias vencedor en Vistalegre II mostró su dificultad para hacerse cargo de la realidad. Ha dicho que los partidos de la restauración se enquistan y se enrocan. No lo parece. Se diversifican, se dividen el trabajo y se renuevan con Ciudadanos. Por su parte, la efusiva Cospedal por aquellos mismos días defendía otra cosa muy diferente y mucho más verosímil que la de Iglesias: iban a buscar la mayoría social que habían perdido y recuperar los votantes que le retiraron la confianza. No sé a qué le sonará a Iglesias. A mí me suena a pasar a la ofensiva. Así las cosas, no es del todo seguro lo que dice el historiador y sociólogo Enmanuel Rodríguez en la conclusión de un libro muy interesante, La política en el ocaso de la clase media; a saber, que “el futuro no parece marcado por la normalización institucional”. Yo creo que esta podría ser la hipótesis de Iglesias: “el horizonte inmediato es de desestabilización persistente, de dificultad para un arreglo político viable”. Aunque el análisis de Rodríguez es muy despegado y objetivo, apunta a que hay más crisis de instituciones que de representantes, y se separa de Iglesias al decir que también hay crisis de Estado y de soberanía. Al final, su afirmación central es que estamos ante una crisis de las clases medias y de su imaginario político, que es “la negación de toda fractura social significativa”. De ahí que, en su opinión, se camine hacia una crisis de las instituciones y una sustitución de elites. En realidad, de su libro se desprende una doble posibilidad y un doble escenario: un pacto entre las viejas y las nuevas elites de Podemos, ya muy constituidas y burocratizadas; o bien una sustitución completa de elites, algo que desde mi escasa competencia sociológica no sabría imaginar. Esta doble opción exige preguntas importantes que no podemos contestar, por ejemplo, si la descomposición de las clases medias es tan fuerte como para haber cedido todo imaginario político a los movimientos sociales. ¿Son estos de verdad la “única experiencia política a disposición de las generaciones del reemplazo frustrado de las clases medias”? ¿Puede haber un reemplazo completo de elites en un Estado que alberga más de dos millones y medio de funcionarios?
Pero dejemos esta cuestión. Las últimas páginas del libro de Rodríguez, que apuntan a mantener vivas las “persistentes potencias del 15M”, han debido de ser leídas por Iglesias cuidadosamente. En ellas se analizan las dificultades de una nueva restauración como pacto de nuevas y viejas elites. En contra de este pacto, nos dice, se concitan “la dinámica caótica de los acontecimientos” y “las contradicciones de las viejas elites que hemos expuesto en este libro”. En suma, todo eso a lo que podemos llamar el laberinto español. Y en efecto, al estar en medio del ciclo, los políticos extreman sus cautelas y apenas hacen fintas para moverse. Ya se sabe que de los laberintos se sale mediante muchos errores, intuición, capacidad de mantener la memoria de los pasos perdidos y capacidad para dejarse llevar por lo sobrevenido, percibir la ocasión y olfatear la salida. Eso es lo que hacen los actuales políticos. La conciencia de este método le dicta a Rajoy su frase: reformas a nuestro ritmo. O sea: ya saldremos. Esto significa que ni hablar de nuevos jugadores a la mesa. Iglesias, sin embargo, parece haber apostado por una sustitución de elites políticas, lo que implica ultimar la operación de anulación del PSOE y del PP a la vez. Pues el movimiento de desgastar al PSOE solo, que fue la clave de los meses que van de diciembre de 2015 a junio de 2016, no funcionó y posiblemente resultó el origen de todos los males. ¿Pero cómo mantener viable este programa cuando todo parece encaminarse a la estabilización de la legislatura?
En realidad, de todos los hallazgos de su programa para Vistalegre II, el más rutilante era el de aplicar a la situación española la metáfora de Poltergeist. Cada vez que se quiera habitar la casa institucional vigente, argumentaba Iglesias, la apariencia de normalidad acabará rota por la aparición de fantasmas. Sabemos lo que significa este ciclo largo de presencia fantasmal. Coincide con el tiempo largo de la justicia española, en este caso agravada por la nula cooperación de los propios partidos políticos investigados. Eso ha convertido las causas de corrupción política en una lenta y continua sangría. No solo produce cadáveres. Produce fantasmas. Aquí también Rajoy ha impuesto su ritmo lento, solo que en este caso a su contra. Sin embargo, no tuvo otra opción y se trata de un mal menor. Un ritmo fulminante en la investigación de la corrupción habría llevado al colapso del partido. En ningún otro fenómeno se aprecia tan bien el hecho de que los partidos españoles no responden a intereses superiores, sino a su propio interés. Se representan a sí mismos, como señores políticos, algo propio de un país menor de edad, de escasa experiencia democrática y de unas clases medias acostumbradas a la protección paternalista y con un escaso nivel de exigencias. Por eso el PP, PSOE y CiU han llevado las cosas mucho más lejos de lo que exigen los altos intereses sociales en juego, desde los privilegiados hasta los más desprotegidos. Estos señores políticos se han cobrado muy cara su gestión política de las masas. La situación permite verificar la hipótesis de Iglesias. La normalidad institucional se va a ver alterada continuamente por el regreso de lo reprimido, por los fantasmas que gritan la verdad: tras la apariencia de un partido político, muchísimas veces no había sino la aspiración de enriquecerse mediante el crimen.
La hipótesis Poltergeist se puede verificar, desde luego. Lo hemos visto en el caso ejemplar de Murcia. Su presidente, Pedro Antonio Sánchez, no pudo manejar el fantasma de sus años de alcalde en Puerto Lumbreras y se vio obligado a dimitir. Pero este hecho, que sigue el guion de Iglesias, nos enseña igualmente la lección de cómo responde el sistema político estable. Su opción es sencilla: hay crisis de representantes, no de la institución. Así que, tras muchos tira y afloja, todo se resuelve mediante la sustitución de Sánchez por un representante limpio. La institución no está en crisis. Solo una persona lo está. Para que esto fuera verosímil se tuvo que hacer valer una norma. Pues solo donde hay norma hay institución. Así, le bastó a Ciudadanos mantener la tesis de que un imputado no puede estar en el cargo, y amenazar con una moción de censura de acuerdo con el PSOE, con el firme compromiso de que se convocarían elecciones de forma inmediata, para que el PP se aviniera a la interpretación de los hechos que imponía Ciudadanos. Aquí, sin duda, el partido de Rivera se mantuvo coherente en su interpretación institucional del proceso: nada de oportunismo para ocupar sillones, nada de ser señores políticos al modo de los viejos partidos. Se trata de echar a Sánchez, no de sentarnos nosotros. Una adecuada lectura del error de Iglesias en su primera rueda de prensa permitió ajustar el discurso de Ciudadanos en esta crisis. Claro que el Gobierno de López Miras “será más de lo mismo”, como dijo Óscar Urralburu, el líder de Podemos en Murcia. Pero el detalle de que ya no hay crisis de representantes no es menor. No es un teatrillo. Obliga a un trabajo político diferente, porque ya no basta con la denuncia de una situación escandalosa. Se recupera la situación institucional y ya no se está sobre la cuerda floja de una crisis general. Por mucho que Ciudadanos abra la puerta al mantenimiento de las mismas políticas, la lucha contra estas no puede camuflarse como una lucha contra la corrupción. Ahora el trabajo político es específico, y no dispone de ortopedias genéricas. Ya no basta oponerse al PP por ser corrupto. Hay que convencer a la gente de que se tienen mejores opciones de Gobierno. Y esto es otra cosa.
La lección de Murcia es importante porque muestra que Ciudadanos tiene una verdad y está dispuesta a defenderla: los representantes no son señores políticos. Desde el punto de vista de política material nos puede no gustar lo que hace, pero desde el punto de vista de política formal esto tiene coherencia. Interesados en que la crisis española no sea institucional, sino de representantes, le hace un favor al PP, que por su cáncer no puede ya distinguir entre una cosa y la otra. Pero esta división de trabajo es funcional y racional, e implica un grado de organización que no puede ser respondido con los supuestos teóricos refinados de que las potencialidades del 15M están todavía disponibles. Demasiada teoría sería esa, demasiado Agamben, demasiado Deleuze. Esto significa que los fantasmas pueden aparecer, sí, pero que el sistema también se ha dotado de un cazafantasmas adecuado. Y esto es grave para Iglesias. Porque si Podemos no es necesario para cazar esos fantasmas, entonces pierde una de las funciones para las que nació. Ya no puede aspirar a ganar posiciones políticas con ese rédito. Las posiciones políticas tendrá que ganarlas con trabajo político. Y esto implica solo una cosa: no puede mantener en alto su consigna de aspirar a sustituir a la totalidad de las elites en juego. Pues eso separa del trabajo político allí donde este es verdaderamente tal: cuando se trata de forjar opciones diferentes de Gobierno. Intentar un Gobierno alternativo implica aclararse sobre algo: no tener como primera intención hacer desaparecer a tus socios. No estoy seguro de que Iglesias se haya aclarado sobre eso.
Por lo tanto, a su política de sustitución completa de elites solo le queda una opción. Asociar al escándalo del PP a todos los demás partidos. Y eso es lo que ha intentado cuando han aparecido otros fantasmas mucho más terribles que Pedro Antonio Sánchez. Pues en honor a la verdad, el fantasma del expresidente de Murcia no tiene pinta de asustar a nadie. Algo diferente ocurrió cuando el juez Velasco destapó la operación Lezo, la corrupción alrededor del suministro de aguas a Madrid a través de la empresa del Canal de Isabel II, un asunto que tenía alarmada desde años a la opinión pública madrileña, desde que se rumoreara que se iba a privatizar. Ahora sabemos que aquella privatización acariciaba un método de tener las manos libres para hacer todo tipo de enjuagues. El otro método, ahora lo hemos visto: el crimen y la violación continua y sistemática de la ley. El asunto era grave porque salpicaba, aunque en desigual medida, a la presidenta de la Comunidad de Madrid y a la plana mayor del viejo PP. Sin embargo, y como es natural, solo tuvo el efecto inmediato de desenmascarar a la refinadamente ingenua Esperanza Aguirre, que ya no pudo seguir con su cuento. ¿El ritmo de la reformas de Rajoy? Desde luego, su destrucción de lo que queda de aznarismo es tan sistemática como parsimoniosa, pero no menos eficaz. De este modo, Rajoy pudo representar la comedia que siempre deseó: que la corrupción era cosa de un pasado que tenía en Aznar su referente. Él nunca estuvo allí.
Desde luego esto debía ser denunciado antes, ahora y siempre e Iglesias hizo bien en clamar contra Rajoy. Por lo demás, resultaba claro que, al proponer sendas mociones de censura al presidente, y al prometer la propia a Cifuentes, la dirección de Iglesias colocaba a Ciudadanos y al PSOE delante de su espejo. ¿Lo habéis hecho en Murcia? ¿Por qué no en Murcia? ¿Por qué no en Madrid?, parecía decirles. La respuesta de los defensores de la institucionalidad respondieron: no hay aquí todavía crisis de representantes. La operación Lezo nos habla de criminales que ya estaban señalados. Una vez más el cáncer del PP hacía confusas las cosas, pero Rivera las aclaraba como podía. ¿Acaso no era crisis institucional que los criminales de la trama Lezo movieran los hilos para cambiar fiscales, para sustituir a jueces, para concertarse en conversaciones con ministros y secretarios de Estado? ¿No era crisis institucional que los mismos que hablaban de operaciones para desactivar investigaciones, de llevar a jueces a sembrar cebollinos, de pegar dos tiros a una jueza, fueran recibidos en despachos oficiales? Claro que lo era y Ciudadanos debía pedir la dimisión para todos los implicados en algo que a todas luces parecía un arreglo para que un presunto criminal se quedara en estatuto de presunto. El problema del PP era que había llevado las cosas todo lo cerca posible de una crisis institucional y por eso daba la razón a Iglesias ahora. Rajoy no debería estar en el Gobierno. Pero cuanto más defendía Iglesias esta exigencia ética, democrática e incondicional, tanto más se exponía a la pregunta: ¿Y por qué no lo fue en diciembre de 2015? ¿No sabíamos ya bastante en aquel tiempo?
Claro que sí. En aquel tiempo ya sabíamos más de lo suficiente, aunque en este asunto parezca que nunca sabremos demasiado. Incluso supimos que ahora Ciudadanos iba a atenerse a una interpretación literal de la norma. Rajoy no es Pedro Antonio Sánchez. No está imputado. Por tanto, no procede la misma receta que en Murcia, la moción de censura. Pero si por un casual, Rajoy entrase a declarar ante el juez como testigo y saliese como investigado, incluso entonces, la lección de Murcia sería muy sencilla de aplicar. Y esto es lo que hizo el gesto de Iglesias más bien estéril, por mucho que se produjese en una rueda de prensa dictada por la decisión de neutralizar precisamente la otra, la primera, y que todo implicase cierto aprendizaje. Ahora Iglesias no quería cargos, no quería nada. Solo deseaba incondicionalmente restaurar el buen nombre de la democracia. Llamaba a derechas y a izquierdas a este desagravio institucional. Pero no era creíble sencillamente porque todos sabían que solo buscaba la sustitución de todas las elites políticas y eso le imposibilitaba para el trabajo político. En realidad, Iglesias no se entrega al trabajo mediático solo porque le guste. Se entrega porque no tiene otra opción real. Para una política de pactos, ya no está disponible. Todo lo demás, es apologético. Que Felipe González hiciera una moción sin mayoría, que buscara el apoyo no solo del Parlamento sino de las instituciones sociales, que la moción no fuera un acto parlamentario sino social, todo eso, como todo lo que es meramente apologético, tiene contraargumentos. Serán más fuertes o más débiles, pero ni en un caso ni en otro permitirá un genuino trabajo político en el sentido de garantizar socios de Gobierno fiables y confiados.
Así que lo único que podía decirse de verdad de esta moción de censura era que, como acto de mantener unidos la calle y el Parlamento, no parecía que fuese a funcionar. Aquel 1 de mayo no hizo visible la alianza de Iglesias con los agentes sociales, algo que por lo que concernía a los sindicatos clásicos tampoco era muy relevante. ¿O es que Iglesias pensaba implicar a CCOO en su programa de una sustitución completa de elites? Las manifestaciones tampoco fueron más numerosas y exigentes que otros años. Las potenciales del 15M no activaron el clamor. La conciencia de que había una moción de censura en marcha no aumentó la sensación de excepcionalidad. Por el contrario, sí pudo decirse que la moción de censura era una última bala. Como en esas películas en las que el sereno líder exige a los suyos que no disparen hasta que el enemigo esté cerca, aquí pareció que alguien había disparado antes de tiempo. Claro que Felipe González utilizó esa misma bala. Pero lo hizo cuando se percibía socialmente que él representaba una nueva mayoría en ciernes. Esta percepción, y el grado de excitación social ante un Gobierno Suárez que no era capaz de manejar la situación, y daba síntomas de descomposición, le permitieron a González usar esa bala de forma magistral. Esto es: marcó la creciente marea de apoyo social y remató a un Gobierno herido de muerte. La moción de Iglesias no reflejaba un aumento de expectativas tan fuerte en Podemos. Tampoco asaltó a un Gobierno moribundo, pues estaba en la víspera de cerrar un acuerdo con PNV sobre los presupuestos. Ante esta situación, cabía hacerse la pregunta: ¿qué más balas tenía Iglesias en la recámara?
Nada decepciona tanto al electorado como la repetición de la jugada. Es el síntoma de que no hay salida política y los electores huyen de esas situaciones como de la peste. Lo habíamos visto en Cataluña, y lo vimos en las elecciones generales de 2015 y 2016. Cuando Rajoy viera apoyados los presupuestos y pudiera estar al menos dos años más en el Gobierno, ¿qué haría Iglesias? ¿Cuántas mociones de censura tendría que presentar? Esta era la bala de plata. Si fallaba, nadie que quisiera mantener su prestigio podía repetirla. Así las cosas, lo único que consiguió Iglesias con la moción de censura fue demostrar que estaba solo. O mejor, que si aceptaba la posición de Esquerra, contaría con Xavier Tardá, algo que en Madrid le iba a dar muchos votos a Podemos. Ahora bien, demostrar que uno está solo puede ser bueno cuando se va camino de ser ganador. Aquí la cuestión fundamental era que este no parecía el sentir general de la población. La oportunidad de presentar la moción de censura la ofreció el juez Velasco, no el trabajo político de Iglesias. Creo que sería natural agradecer al juez Velasco su esfuerzo, pero no veo la razón de que la gente estuviera muy interesada en beneficiar por eso políticamente a Pablo Iglesias. Creo sinceramente que la gente reconoce y apoya el trabajo político, no el oportunismo a la hora de usar el trabajo judicial. La cuestión es que, por mucho que los teóricos como Rodríguez sigan pensando que estamos ante una crisis institucional, en realidad estamos ante todo en medio de una crisis de representantes. Incluso aunque el PP fuera disuelto en toda España por su responsabilidad penal, algo bastante inviable, seguiríamos en una crisis de representantes. Y la gente puede desear que desaparezca Pedro Antonio Sánchez, o Rajoy, Aguirre o González, pero puede estar inclinada a ofrecerle su confianza al PP. Y eso será así mientras otros no luchen positivamente y con medios políticos propios en obtener su confianza. Para eso, por muy en crisis que estén las clases medias, se deberán ofrecer gobiernos alternativos. Y para eso no se puede estar solo.
La aspiración a la sustitución completa de elites es disparatada y está condenada al fracaso. Pero bajo la dirección de Iglesias, Podemos no puede tener otra. En realidad, ese el mejor expediente para que las nuevas elites que estaban forjándose, y sus representados, no estén en condiciones de establecer un nuevo pacto ni de influir en la vida política. Y eso es lo que arriesga la dirección de Iglesias. Buscando una revolución activa (y eso es de hecho una sustitución de elites) deja en pie a un Mariano Rajoy que representa una revolución pasiva. Pero un nuevo pacto de elites no es ni una cosa ni otra, es forzar el ritmo y ampliar la agenda de reformas. La corrupción endémica ya no hará pagar al PP más costes políticos. La hipótesis que sostenía al grupo alrededor de Iglesias, que la situación española estaba al borde del volcán en el que estuvo en los años pasados, puede ser sincera, pero parece errónea. Ha servido solo para distinguir a los que se plegaban al discurso del líder. De este modo pueden haber vencido sin tener razón. Lo más terrible es que aquellas elites que se pusieron en pie, mientras tanto, y que tenían una verdad, corren el peligro de ser dispersadas y de no configurar una fuerza política cohesionada capaz de plantear exigencias de pactos firmes, oportunas, realistas, viables y urgentes.
'Alguien miente, Pedro o Pablo'
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En este caso, la hipótesis Poltergeist no puede ser la base de una política seria. No hay que olvidar que en el campo de los seres aparenciales, hay una amplia gama. Además de las sombras y los fantasmas, están también los espectros. Como ya viera Derrida, esta existencia está ligada a los nuevos medios y sus imágenes teletecno-mediáticas. Lo peculiar del espectro es su existencia virtual: ni vivo ni muerto, ni eficaz ni ineficaz, ni presente ni ausente, ni actual ni inactual. Existe a su manera, y se hace oír, nos asalta, pero siempre como un reaparecido. ¿Quiere convertirse Podemos en esto? ¿Nació para ello? No sé si estoy de acuerdo con el final nietzscheano de Derrida, que hace del reaparecido una promesa. Este quedarse solo esperando una revolución activa, que desarticula justo por eso un nuevo pacto concreto con lo real, también se me antoja un reaparecido, un espectro desde luego, pero de la vieja IU. Lo que pueda encerrar de promesa lo sabrán quienes vivan de sus cargos. No lo verán los electores.
Así que es verdad. España todavía está en transición. No ha encontrado la salida de su laberinto, lo que solo sucederá cuando tenga una solución para Cataluña. Pero todavía no sabemos discernir el sentido de esta transición, hacia dónde se moverá y con qué ritmo y actores. Como sugieren los teóricos como Rodríguez, puedo ver a la dirección actual de Podemos, “a la nueva clase política, atada al movimiento, a la indignación, a potencias en última instancia incontrolables”; pero no veo tan claro que el pueblo español siga atado con las mismas cuerdas. Es posible que quede un afuera que conecte con esta potencia, pero la cuestión es si tiene poder para imponer otra lógica que no sea la de “una clase media restaurada”. En la medida en que estuviera restaurada según elementos normativos que reflejen el sentido común milenario del republicanismo, tampoco sería tan malo. La clase media es un campo social, económico, cultural y político inclusivo, y forja sociedades que no tienen par en el mundo ni en la historia en su capacidad de disminuir los sufrimientos de la especie humana: la pobreza, la enfermedad, el desprecio, la soledad y el desconsuelo. En la medida en que esas clases medias asuman una forma de vida sobria, tras el aprendizaje de la imposibilidad de sostener el Estado de bienestar sobre el crédito y la deuda desbocada, no tendrán que renunciar a la forma básica de su existencia ni a su capacidad de inclusión y de nivelación social. Por eso resultan tan importantes para el futuro los parámetros del republicanismo, cuya sobriedad y austeridad resultan completamente afines a las dimensiones ecologistas de nuestro futuro, y cuyo sentido de la patria activa todos los sentimientos que llevan al respeto del paisaje y de la tierra, a la solidaridad con los vivos y los muertos, y ante todo con aquellos que yacen todavía en las cunetas de la geografía y de la historia.
En suma, Podemos también está ante un fantasma espectral. Puede convertirse en una más bien estéril oposición instalada en la comodidad de la confrontación como ocurrió con el PCE durante cuarenta años, condenado por su creciente incapacidad de integración de nuevos efectivos políticos, pero obediente a esquemas teóricos asequibles solo a virtuosos intelectuales y profesores. La otra opción es hacer algo inédito en la historia de España: ofrecer a una nueva generación un instrumento político adecuado para exigir a las elites de este país entrar en un nuevo pacto. Este solo será creíble si cuenta con la juventud española más consciente, las hijas e hijos de las clases medias disminuidas, que tienen la misión histórica de defender, junto con lo que queda de la generación de sus padres y abuelos, los valores normativos que lleven a este país a un mayor nivel de paz, de cohesión social y de vida civil. Esta batalla histórica, con sus dimensiones económicas, culturales, éticas, religiosas, científicas y eróticas, nos enfrenta a muchos elementos dañinos y hostiles, y a muchos agentes poderosos, pero sobre todo nos enfrenta al reto de tener claro un esquema de vida deseable y común, compartido y libre, capaz de garantizarnos una continuidad histórica como sociedad y pueblo político. Esto es bastante mínimo y muy sobrio. Al menos es poco altisonante. Pero tiene la pequeña virtud de que cualquiera puede entenderlo y quererlo.