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LA POLÉMICA DE LOS TITIRITEROS

Ruido de guiñoles

Ruido de guiñoles

Miguel Pasquau Liaño (Ctxt)

-I-

En España hay anarquistas. Hay ciudadanos que no creen en el sistema y quieren combatirlo. Existen movimientos que, desde hace siglos, abogan por extremar situaciones de conflicto a fin de “agudizar las contradicciones”, para así “crear las condiciones” que en un momento propicio permitan algo parecido a una revolución. Supongo que esta terminología les suena a quienes han pasado de los 50. En España hay revolucionarios que piensan que la ciudadanía está oprimida y que el capital utiliza la democracia parlamentaria y la “ficción” de los derechos fundamentales para perpetuar un statu quo de dominación, y que no creen en el sufragio como instrumento para cambiar las cosas. Son los antisistema. Nuestro sistema constitucional admite ciudadanos antisistema, porque así lo quisimos: los admite y los blinda con la libertad de pensamiento y la libertad de expresión, porque sólo la conducta, y no el pensamiento ni su expresión, está sujeta a los límites de la legalidad: eso es Europa.

Es verdad que hay una excepción: la apología del terrorismo y la del genocidio. En tal caso, aunque la manifestación pública no constituya una “incitación directa para cometer un delito” concreto, el solo hecho del enaltecimiento es delictivo. Fuera de este caso, la defensa intelectual o de palabra de comportamientos delictivos o ilícitos (como robar, no pagar a Hacienda o hacer huelgas ilegales) no es delito y está cubierta con el derecho fundamental a la libertad de expresión, salvo que operen como causa inmediata de la comisión de delitos concretos, en cuyo caso serán condenados como autores por inducción de esos delitos concretos que se hayan provocado. Aplaudir a un condenado por corrupción, por ejemplo, no es delito. Aplaudir a un etarra que ha matado a un concejal, claro que sí.

Los titiriteros de Madrid son, probablemente, anarquistas y antisistema. Eso parece. En su obra cargan contra los “aparatos represores”, entre los que incluyen al policía, a la monja y al juez. Los ahorcan, los violan. En esa obra “los malos” a los que se agrede no son el ladrón o la bruja, sino el juez y la monja, y en vez de cachiporrazos, hay horca y violación. Se siguen las reglas de estilo del género guiñol, pero el argumento de la obra es subversivo, porque, imagino, su finalidad es exhibir y provocar rechazo frente a nuestro orden constitucional. Tal cosa es tan inocua penalmente como lo sería, por ejemplo, una manifestación a favor de la pena de muerte, o una película en la que se defiende que sin tortura no se consigue la confesión del delincuente. Representan o incluso aplauden fines ilegales, inconstitucionales o delictivos, pero si no desencadenan conductas que por sí mismas sean delito, la respuesta no puede ser la cárcel, sino el abucheo.

En la obra, un policía aprovecha que el activista rebelde está inconsciente para endosarle una pancarta con la leyenda “Gora Alka-ETA”. Olvídense de lo de “Alka”, que despista y nos lleva a absurdas disquisiciones literales: imaginen que la pancarta dijera “Gora ETA”. ¿Enaltecimiento de ETA? Los autores están queriendo decir que el policía hace trampas y atribuye falsamente al activista una conducta delictiva (apología del terrorismo) para conducirlo al juez y obtener su condena. Obviamente no es apología del terrorismo, sino crítica a ciertos usos reales o imaginarios de la lucha antiterrorista.

Cae el telón. Un fiscal de verdad (no un títere de teatro) pide a un juez de verdad (no a un Juez-títere) que acuerde la prisión provisional de dos titiriteros de verdad (no titiriteros-títeres), imputándoles un delito de apología del terrorismo y de humillación de las víctimas del terrorismo. Y el juez, que probablemente no ha visto la obra de guiñol, sino que sólo conoce lo que la policía le ha narrado, no sólo aprecia indiciariamente la posible comisión de dicho delito, sino que entre tanto se investiga y, en su caso, se les enjuicia, los encarcela. Y buena parte de la opinión pública y de la opinión publicada aplaude. Que no parezca que aquí somos tontos: los imbéciles, a la cárcel, y ya está bien de contemplaciones. Y en la cárcel llevan por lo pronto cuatro, cinco días. Y, quizás porque eso parezca poco, o para ponerse al frente de la manifestación, un partido político denuncia a la concejala de Cultura de Madrid ¡por enaltecimiento del terrorismo!: ojalá fuera cinismo y oportunismo mendaz, porque si no, sería estupidez. No se me ocurren otras explicaciones.

Es una opinión personal: ese auto de prisión es un inmenso error jurídico, seguramente derivado de un equivocado conocimiento de los hechos; y la decisión de encarcelar a los titiriteros tiene más gravedad que la al parecer zafia representación de teatro. El visionado de la escena en la que aparece la pancarta de “Gora ETA” habría convencido al juez de que no se pretendía jalear a ETA, sino denunciar una espuria utilización de la normativa antiterrorista para estigmatizar al activista. Hemos visto películas en las que el poli introduce en el bolsillo del delincuente un saco con cocaína, para así acusarle de tráfico de estupefacientes y conseguir su prisión, y nadie diría que eso es enaltecimiento del tráfico de drogas. Y desde otro punto de vista, para evitar confusiones: representar en una obra la violación de una monja o el ahorcamiento de un juez no es, obviamente, delito, por la misma razón por la que no lo es la película Irrational man de Woody Allen, en la que el protagonista mata a un juez para ayudar a una desconocida; ni lo es Ocean's eleven en la que un grupo de delincuentes roba un casino y quedan como Dios.

Si esto es así, va a resultar que lo que se representaba en la obra se ha convertido en realidad: se atribuye falsamente a los titiriteros una intención de gritar a favor de ETA para pedir (¡y conseguir!) su prisión. Los titiriteros se han convertido en los títeres de su propia obra.

Si hubiera casas de apuestas sobre decisiones judiciales (todo llegará), apostaría todas mis propiedades a que más pronto que tarde esos muchachos obtienen la libertad: “Todavía quedan recursos en Berlín”. [LOS TITIRITEROS SALIERON DE LA CÁRCEL EN LA TARDE DEL MIÉRCOLES]. Una vez constatado que los hechos no son como parece que se narró en la denuncia, ni como los relata el juez en su auto de prisión, la privación de la libertad es ilegítima, y su prolongación se convierte en delito. Esa conducta está tipificada en el Código Penal con penas que incluyen la pérdida de la carrera judicial. No es un asunto menor, porque está en juego un derecho fundamental: el de la libertad de movimientos.

-II-

La prisión de los titiriteros ha impedido reflexionar con serenidad sobre otros aspectos del incidente. Me refiero fundamentalmente a los límites de la libertad de expresión, la protección de la infancia y la subvención con fondos públicos de obras culturales contrarias a los sentimientos generalizados de la ciudadanía.

Imaginemos que el juez comprobó el vídeo de la representación, concluyó que no había apología del terrorismo ni ningún otro delito cometido por los autores, y dictó auto de libertad sin cargos. A partir de ahí, comenzaría una reflexión interesante, no aplastada por los escombros de lo que parece una sobreactuación de la Fiscalía y un error judicial.

De entrada, en vez de hablar de la prisión, podríamos entregarnos a un libre juicio estético y cultural. El público presente pudo abuchear a los autores, marcharse, y criticar al responsable de la programación por ofrecer ese espectáculo: sería irreprochable. Más, en efecto, si el público destinatario previsible no era un grupo de amigos de los autores, o de compañeros anarquistas, o de ciudadanos interesados en la cultura subversiva o alternativa, sino un público indiferenciado con muy probable presencia de niños. Restituido el derecho a la libertad de creación artística de los titiriteros y su impunidad penal, inmediatamente habría que reconocer igualmente la libertad de abucheo y desaprobación ruidosa al público.

La libertad de expresión no incluye la obligación de tolerancia intelectual ni de respeto por parte de los destinatarios, ni en este caso ni en otros: lo mismo puede ocurrir con películas, concursos, dibujos animados, debates futbolísticos o series televisivas, dirigidas a un público indiscriminado (por ejemplo a las nueve de la noche) llenas de contenidos zafios, en los que se hace “apología” de comportamientos radicalmente contrarios a los valores que buena parte de las familias intentan promover en su ámbito: me estoy refiriendo al consumo de drogas y alcohol, a machismo, a violencia gratuita, a la violencia como modo de conseguir lo que se desea, a sexo denigrante; pero también al lujo, a la ideología del éxito, al consumismo, al desprecio de los diferentes, a la ideología de la banalidad con colorines. No se trata de remilgos morales, se trata de algo que muchos padres y madres de familia estamos viviendo como una derrota: la dificultad de preservar modos de vida y comportamientos éticos ante la presión de una cultura televisiva que sólo pretende ganar dinero con contenidos que tan fácilmente se convierten en moda y canon de conducta entre niños y adolescentes.

Lástima lo de la prisión, porque si no fuera por ese exceso, el problema se orientaría hacia la responsabilidad de quien ha programado unos espectáculos que no son delictivos, pero que en el sentir general no deben ser subvencionados con fondos públicos. ¿No estamos debatiendo si tiene sentido subvencionar los toros por su escenografía de maltrato al animal? Pues también podemos discutir sobre los contenidos de la cultura que se subvenciona, y exigir responsabilidades a quien toma decisiones que nos parecen equivocadas. Es verdad que se trata de un acto de entre cientos programados en la ciudad de Madrid, y es verdad también que la cuestión se ha sobredimensionado, a modo de rencorosa y retorcida crítica a la alcaldesa de Madrid, a quien por algunos no se le perdona ni que a veces vaya en metro al ayuntamiento. Pero al menos eso se queda en una discusión sobre política cultural, sobre gestión municipal, y en el terreno de la cansina refriega nacional tan llena de dedos ansiosamente acusadores. Nada del otro mundo: libertad de expresión. Nada infrecuente en un país en el que la vía más eficaz para ganar audiencia es suministrar a diario a la feligresía una dosis de indignación frente a escándalos fingidos o caricaturizados.

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Lo cierto es que cada cual puede elegir qué cosas quiere que le indignen, a qué quiere darle más importancia. La libertad de expresión tiene límites estéticos, éticos y legales. La represión penal y la prisión provisional también los tiene. A mí me preocupa más lo segundo que lo primero. Y me cansa tanta inquisición, esa que hace que un guiñol fuera de tono provoque más ruido y fingido escándalo que tanto sufrimiento de cuerpo y alma que no está para teatros.

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