tintaLibre
Contrainforme del coronavirus
Dedico estos días de encierro obligado por el coronavirus a contar en varias lenguas, por escrito y oralmente, en prensa, radio y televisión, a qué dedico estos días de encierro obligado por el coronavirus. Es broma. No, no es broma: es la verdad (o esa impresión tengo). Aunque también es verdad que, en esos informes improvisados, no siempre he dicho la verdad. O no del todo.
He dicho a menudo, por ejemplo, que para un escritor debe de ser más fácil que para el común de los mortales soportar una temporada de confinamiento como esta: al fin y al cabo, nuestra vida habitual es una vida de confinamiento, dedicada básicamente a escribir, a leer y a pensar en las musarañas. Y es cierto. Pero también es cierto —aunque esto no lo he dicho en mis informes— que no es lo mismo vivir confinado por placer (porque es lo que conlleva tu vocación o el oficio que elegiste) que vivir confinado a la fuerza, rodeado además de gente confinada como tú.
También he contado a menudo que he aprovechado el encierro para seguir escribiendo la segunda parte de Terra alta, mi última novela, y tampoco he mentido en eso. No he dicho, en cambio —me daba vergüenza decirlo, supongo—, que la catástrofe del coronavirus puede ser buenísima para la literatura, porque lo que resulta malo para la vida suele ser bueno para la literatura, y lo que es malo para la literatura suele ser bueno para la vida. Quiero decir que la literatura se alimenta del horror, del conflicto, de la discordia: de lo malo, no de lo bueno. Quiero decir que la felicidad es muda, que, en un mundo feliz, no habría literatura, o como mínimo no habría novelas (poesía tal vez, pero poca y muy mala). Quiero decir que los escritores somos gente peligrosa, bestias carroñeras, en el mejor de los casos alquimistas que transforman el espanto y el sufrimiento en sentido.
Por supuesto, he hablado mucho de mis lecturas —de Don Winslow, de Robert A. Caro, de Wislawa Szymborska, de Alice Munro, de Olga Tokarczuk o de Los desnudos, el último poemario de Antonio Lucas—, pero no recuerdo haber dicho que la lectura ideal para el encierro del coronavirus, si de lo que se trata es de encontrar un espejo de nuestra situación, son las novelas y relatos de Franz Kafka, que tienen la textura exacta de estos días, es decir, la exacta textura de una pesadilla.
Y no le he dicho a nadie, tampoco, que he leído la prensa de una manera furiosa y obsesiva, por no decir francamente tóxica, y que a ratos he sentido unas ganas locas de crucificar al próximo comentarista que asegurase que todos podemos ser héroes quedándonos en casa, al próximo halcón despiadado que, como el ministro de Finanzas holandés, Wopke Hoekstra, usase la palabra “empatía”, al próximo articulista que intentase demostrar que esto no es una guerra (y también al próximo que intentase demostrar que sí lo es).
Pero lo que sobre todo no le he dicho a nadie —en ninguna lengua, ni en la prensa ni en la radio ni en la televisión— es lo más importante, y es que, desde que me encerré a cal y canto en mi casa, con mi mujer y mi hijo, he hecho lo imposible por no pasar un día sin reírme. No solo porque un día sin reírse es un día perdido (como dicen que dijo Charles Chaplin), ni porque, en un mundo sin Dios, el sentido del humor es una obligación moral (como dijo Franz Kafka); sobre todo porque no paro de acordarme de Germaine Tillion, la gran etnóloga francesa que, durante su encierro en el campo de concentración nazi de Ravensbrück, concibió la idea genial de escribir y representar, junto con sus compañeras de confinamiento, una “opereta-revista” para reírse de ellas mismas y de su incalculable desdicha. (La obra se titula El Verfügbar en los infiernos y es una parodia del Orfeo en los infiernos, de Offenbach, a su vez una parodia del Orfeo y Eurídice, de Gluck). No sé si eso es exactamente un acto heroico, pero la verdad es que lo parece.
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En definitiva, eso es lo que, mientras centenares y centenares de personas mueren todavía a nuestro alrededor, en hospitales y residencias de ancianos (o simplemente en sus casas), no he dicho o no le he querido decir a nadie, o se me ha olvidado decir: que la alegría es el único antídoto eficaz contra el horror.
* Javier Cercas (Cáceres, 1962) es autor de libros como ‘Soldados de Salamina’, ‘Anatomía de un instante’ o ‘El monarca de las sombras’. Su última novela, ‘Terra alta’, obtuvo el Premio Planeta 2019.
* Este artículo está publicado en el número de mayo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes acceder a todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí o suscribirte aquí.aquí