Desconsuelo trágico

No siempre la heroína tuvo la nefasta reputación que llegó a alcanzar a mediados de los años ochenta en España y que, en términos generales, sigue teniendo hoy en día, cuando se habla de un repunte en el consumo. En sus inicios, cuando tras varios experimentos de diferentes laboratorios la compañía Bayer sintetizó la diacetilmorfina, era considerada un medicamento de amplio espectro con el que tratar múltiples dolencias y enfermedades. En el año 1897, la compañía alemana empezó a comercializar ese opiáceo con el nombre de heroína, a pesar de no disponer de la patente. El apelativo provenía del término alemán heroisch, que hacía referencia a ciertos tratamientos médicos de moda en aquella época basados en dosis altas de fármacos muy potentes; según el historiador Juan Carlos Usó (Drogas y cultura de masas: España 1955-1995), las sustancias heroicas eran aquellas que curaban amenazando con matar.
A principios del siglo XX, la heroína se había mostrado eficaz en el tratamiento de males tan variados como el carcinoma gástrico, la depresión o los problemas ginecológicos. Sin embargo, acabó circunscribiéndose a dos ámbitos un tanto curiosos, vistos desde la distancia, dentro de la práctica médica. Por una parte, adquirió popularidad como antitusígeno, especialmente asociado a enfermedades crónicas de la época como la tuberculosis y la pulmonía, aunque también resultaba eficaz con las toses asociadas a catarros y faringitis. Por otra parte, y esto tiene un punto de los más irónico, se aplicaba como cura para la dependencia de la morfina y del opio, pues se creía que la diacetilmorfina, al contrario que esas otras drogas, no generaba adicción.
La compra y venta de la heroína no estaba regulada de un modo específico, así que resultaba sencillo adquirirla sin prescripción facultativa. En muchos de los preparados para la tos de los que formaba parte, ni siquiera se indicaba su presencia entre los ingredientes. Es decir, incluso los niños llegaron a consumirla libremente en aquellos años en forma de caramelos, jarabes, elixires o comprimidos. Además, también podía comprarse heroína en forma de sales, es decir en polvo, y algunas empresas la comercializaban disuelta ya en agua junto a una jeringuilla de cristal para ser inyectada. Los farmacéuticos, como no podía ser de otro modo, no tardaron en empezar a constatar que algunos clientes consumían cantidades mucho mayores de jarabe para la tos o de otros preparados con heroína de lo que, en teoría, les correspondía. Por entonces, esa tendencia distaba mucho de convertirse en un problema social.
Sin embargo, el afán por prohibir todo lo relacionado con los opiáceos, un movimiento iniciado en Estados Unidos años antes, como señala Antonio Escohotado (Historia general de las drogas), se convirtió en una oleada efectiva a finales de la primera década del siglo XX, coincidiendo con la obsesión por prohibir también la venta de alcohol, que desembocaría en la Ley Seca estadounidense. De hecho, en 1913, viendo cómo se instauraban también en Europa las exigencias a nivel médico para la comercialización de la heroína, Bayer no tardó en entender por dónde iban a ir los tiros en ese terreno y decidió dejar de lado la venta de heroína para centrarse en exclusividad en la provechosa aspirina (cuya síntesis, curiosamente, databa del mismo año que la de la heroína).
Según indica Eduardo Hidalgo Downing (Heroína), el uso no médico de la diacetilmorfina a gran escala se llevó a cabo en un principio en tres países: Estados Unidos, China y Egipto. En el resto del mundo, los efectos de ese uso ilícito no se notaron hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. Nueva York, como en tantas otras cosas, fue al parecer la ciudad pionera en el consumo recreativo de heroína, allá por el remoto año de 1910. En cualquier caso, desde un principio la heroína, un buen sustituto del prohibido opio, significó transgresión, casi un rito de paso entre las bandas de jóvenes que ni remotamente podían imaginar la repercusión que acabaría teniendo engancharse a esa droga. Pero la posterior prohibición de la heroína fue lo que supuso el salto definitivo para la creación de un fructífero negocio ilegal que iba a dar pie a la verdadera extensión generalizada del consumo de esa droga.
Hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se disparó el consumo de heroína en Estados Unidos, no se la entendió como peligrosa, aunque ya sí como adictiva. Dos factores pueden explicar, siquiera en parte, lo extendido de su consumo allí a partir de ese momento. Uno de ellos fue la exclusión social y las dificultades para acceder a una educación y un puesto de trabajo digno por parte de una amplia franja de jóvenes, que vieron en la economía informal y en ciertas actividades delictivas una vía de subsistencia. El otro sería el placer y el reconocimiento social, pues la droga aportaba una gratificación que difícilmente podía encontrarse de otro modo y, además, gozaba de una imagen positiva en el imaginario popular juvenil porque estaba asociada a la cultura y al jazz, es decir, a la creatividad e incluso a la fama.
A principios de los años setenta, Richard Nixon pondría en marcha lo que se acabaría conociendo como la Guerra contra las Drogas, que posteriormente reeditaría a mediados de los ochenta Ronald Reagan, criminalizando no solo el tráfico sino también a los consumidores de drogas y, específicamente, a los heroinómanos. Fue ese movimiento el que puso en marcha la estigmatización social. También provocó que los que consumían heroína fuesen poco a poco interiorizando, como muy bien indica Hidalgo Downing, la imagen, la identidad y el patrón de comportamiento propio del grupo delictivo al que pertenecían. Es un claro ejemplo, según el psicólogo experto en drogodependencias, de profecía autocumplida: los consumidores ya existentes y los nuevos adaptaban automáticamente un estilo de vida y unas pautas de comportamiento que parecían vinculadas de manera natural al uso de ese opiáceo, como si socialmente no tuviesen más remedio que comportarse de ese modo, pues era lo que se esperaba de ellos. Es lo que siempre hemos visto en películas y hemos leído en libros, como si no fuese posible otro modo de vida cuando la heroína entra en parte. Tal vez por lo que explica el neurocientífico Carl Hart en su libro Drug Use For Grownups: ¿quién querría ver una película sobre una persona que consume heroína algunas tardes y después se va a trabajar siguiendo un horario y se encarga de todas sus responsabilidades sin causar problemas?
En España, durante la primera mitad del siglo XX, el consumo recreativo de drogas en general y de opiáceos en particular era una práctica muy minoritaria, bien conocida y tolerada socialmente, según indica Juan Carlos Usó. “No es que el empleo de drogas fuera de los cauces terapéuticos estuviera bien visto socialmente, pero se trataba de una conducta permitida y tolerada, tanto por el estamento médico-farmacéutico como por la sociedad en general. Casi nadie atribuía a los psicofármacos rasgos teológicamente sospechosos, ni consecuencias esclavizadoras para el alma o el cuerpo. No existía todavía el estereotipo del toxicómano ni estaba estigmatizado su comportamiento”.
La heroína no contaba con muchos adeptos en España y, sin embargo, antes de la Guerra Civil ya se decretó la prohibición absoluta de esa sustancia, quedando excluidos también por ley los usos médicos y científicos de la misma. De hecho, a principios de los años setenta la inmensa mayoría de los españoles ni siquiera tenían noticia de la existencia de una droga llamada heroína. Tan solo unas pocas personas, pertenecientes a clases sociales privilegiadas y con un elevado nivel cultural, tenían acceso a esa droga. La heroína todavía estaba vinculada a una élite porque, además, no resultaba nada sencillo encontrarla. Tan solo podían conseguirla aquellos que disponían del dinero y los medios suficientes para viajar al extranjero, ya fuera a Tailandia, Turquía o Ámsterdam, primer puerto europeo de llegada de ese tipo de droga a principios de los setenta. Aquellos que frecuentaban ambientes contraculturales, como es lógico, habían oído hablar de esa droga e incluso podían conocer a alguien que o bien la consumía o bien traficaba con ella a muy pequeña escala; porque, en un principio, el típico proveedor de heroína, o camello, tenía que ser amigo o conocido.
Desde principios del siglo XX, la heroína, como buen sustituto del prohibido opio, significó transgresión, casi un rito de paso entre las bandas de jóvenes que ni remotamente podía imaginar la repercusión que acabaría teniendo engancharse a esa droga
De algún modo, la franja temporal que se extiende entre 1967 y 1979, entre la aparición de los temas Heroin, de la Velvet Underground y Un caballo llamado muerte, de Miguel Ríos, marca el periodo en el que la fascinación que despertaba el consumo de heroína, todavía a esas alturas rodeada de un aura mística vinculada al mundo del jazz y el rock, la experimentación artística y, en última instancia, la transgresión y lo contracultural, se transformó en poco más de una década en un doloroso despertar, marcado por el desencanto y el miedo.
Desde julio de 1978, y en menos de dos años, se escribieron decenas de artículos en medios de prensa asegurando no solo que la heroína mataba, sino asociando su consumo al ejercicio de la delincuencia, como si se tratase de un proceso natural. Es decir, el heroinómano, del que apenas se tenía todavía noticia a pie de calle, era un personaje asociado a la delincuencia desde el primer momento. Lo cual no deja de ser curioso, porque la heroína, como todos los derivados del opio, es un depresor del sistema nervioso central; tranquiliza o, por decirlo de otro modo, no altera. Curiosamente, todos esos artículos y reportajes en los medios de prensa, pensados en apariencia para disuadir de manera preventiva, lograron el efecto contrario: despertaron un creciente interés entre los jóvenes por esa droga de poderes ilimitados, capaz de someter a aquel que la consumía hasta convertirlo en un enemigo del orden social.
En realidad, a finales de los años setenta, el consumidor de heroína era, básicamente, un sujeto desinformado. Como indica Guido Blumir en su libro Eroina. Storia e realtà scientifica: “El típico consumidor de heroína en el 75, en el 76, no es el bicho raro, el marginado, voluntario o no, que vive en la calle; ni tampoco un pequeño burgués neurótico peleado con su familia. Se trata de un chaval normal, pequeño burgués o proletario, que nunca ha visto otras drogas, al que nadie ha explicado que la heroína es físicamente adictiva. Es víctima de la desinformación”.
Pastillas, pastillas, pastillas
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La heroína es una droga que no solo facilita el olvido, sino que favorece la resignación, la aceptación de lo supuestamente irresoluble. Tal vez por ese motivo, la heroína fue la primera droga que, habiendo nacido como vía de exploración, de expansión de la consciencia, y también de transgresión, celebrada por los creyentes de la contracultura, pasó a convertirse en una droga refugio; lo cual podría estar relacionado también, casi de manera simbólica, con su origen medicinal. Es decir, tras el movimiento hippie, el mayo del 68 y el sueño de la revolución íntima y social, se impuso una droga que ya no entrañaba comunión y expansión de la consciencia, sino que se circunscribía a lo individual, a lo privado. En ese sentido, Vanessa Roghi, en su libro Piccola città, dice que la heroína “se convirtió en el correlato objetivo de la pérdida del sentido de compromiso y del retorno a una dimensión que ahora se denominaba individual, pero que pronto iba a pasar a llamarse privada, dando a ese adjetivo una connotación negativa”.
El desconocimiento de lo que era la heroína y de lo que suponía su consumo fue fundamental para su expansión. A ese desconocimiento hay que sumarle, como ya se ha comentado, el halo de misterio y fascinación que rodeaba todavía por aquel entonces a esa droga, la voluntad de transgresión que empujaba a buena parte de la juventud española de mediados de los setenta, la particular situación sociocultural que se vivía en el país en ese momento y, por último, la frustración y el profundo desencanto que conllevó para dicha juventud entender muy deprisa, cuando apenas se había establecido la democracia, que el sueño de cambio a nivel global por el que ellos habían apostado no iba a producirse. El cambio de régimen no conllevó un cambio en los modos de relación entre las personas, ni de estas con las instituciones o con los bienes materiales. Todo eso formó un caldo de cultivo ideal para que la heroína, que ya no promovía el compartir y el exteriorizar, sino todo lo contrario, se implantase en nuestro país y se convirtiese con mucha rapidez en una suerte de consuelo trágico y, finalmente, devastador.
Juan Trejo es autor de la novela ‘Nela, 1979’ (Tusquets, 2024).