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Hijos del miedo y de la ira
Por una siniestra coincidencia temporal, al día siguiente de la toma de posesión de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, el pasado mes de enero, se reunían en la ciudad alemana de Coblenza los líderes de cuatro partidos europeos de ultraderecha. Los sonrientes rostros de Geert Wilders (del holandés Partido de la Libertad), Marine Le Pen (del Frente Nacional francés), Frauke Petry (de Alternativa para Alemania, AfD según sus siglas en alemán) y de Matteo Salvini (de la italiana Liga Norte) revelaban el chute de confianza que la llegada del gran populista americano a la Casa Blanca les insuflaba. Le Pen lo dejó muy claro: “Estamos viviendo el fin de un mundo y el nacimiento de otro nuevo, lleno de esperanza”. Y auguraban una “primavera patriótica” en Europa.
Es inevitable que los ecos de estos cuatro políticos, y de otros más repartidos por el Viejo Continente, evoquen reminiscencias de dramáticos tiempos pasados. La extrema derecha se hizo fuerte en la Europa de los años treinta con las nefastas consecuencias que todos conocemos. De ahí también que el auge de estos populismos en los últimos años, y, sobre todo, el haberse convertido en algunos casos en alternativa con posibilidades reales de llegar al poder, traiga de cabeza a buena parte de la clase política y de la opinión pública.
De momento parece que esa primavera que pronosticaba Le Pen se retrasa. Las recientes elecciones en los Países Bajos han dado un respiro a la Europa que abomina de los planteamientos xenófobos y euroescépticos. Pese a que la formación de Wilders fue por delante en los sondeos durante buena parte de la campaña, el primer ministro conservador, Mark Rutte, volvió a imponerse en las urnas. En un escenario sumamente fragmentado como el holandés, el líder ultra no habría podido formar gobierno -todos los otros partidos habían declarado que nunca unirían fuerzas con él- pero su victoria habría tenido un tremendo impacto psicológico en el resto del Viejo Continente.
Aun así, para el propio Rutte, Holanda ha sido sólo el principio del campeonato: “Estas elecciones son los cuartos de final para impedir que triunfe el populismo malo. La semifinal se jugará en Francia y la final en Alemania en septiembre”. Todas las miradas se vuelven ahora, pues a Francia, donde el riesgo desestabilizador de una victoria del Frente Nacional sería mucho más profundo para su país, desde luego, pero también para el conjunto de Europa.
La campaña francesa, con 11 candidatos oficiales, parece toda una carrera de obstáculos. Entre los que más posibilidades tienen, por la derecha, a François Fillon le ha explotado el escándalo de haber contratado a su mujer y sus hijos para trabajos nunca realizados; por la izquierda, Benoît Hamon trata de mantener viva la llama de un Partido Socialista dividido y desgastado mientras busca diferenciarse de la Francia insumisa y algo más radical de Jean-Luc Melenchon. En vísperas de la primera vuelta, el 23 de abril, el joven y novato Emmanuel Macron ha dado la gran sorpresa, ayudado en gran medida por el affaire Fillon, y se disputa el primer puesto en los sondeos con Marine Le Pen: punto arriba, punto abajo, ambos contarían hoy con un 25% de los votos, lejos de los diecitantos del siguiente mejor colocado.
La historia y la sabiduría popular cuentan que ante una situación así, en la segunda vuelta el conjunto de los franceses de bien uniría sus fuerzas en torno al candidato no ultra. Así pasó en 2002, cuando Jean-Marie Le Pen, padre de la actual candidata y fundador del Frente Nacional, cayó derrotado por Jacques Chirac. Pero la situación ahora es bien diferente y el FN no ha dejado de demostrar su fuerza en los últimos comicios, ya fueran locales o europeos. Además, después de los fiascos de 2016, ¿quién se puede fiar ya de los sondeos o de las prácticas habituales?
Lo que no está nada claro es que la final del torneo se vaya a jugar en Alemania. “El peso que tiene la extrema derecha alemana no es comparable con el que tiene en Francia”, afirma Pilar Requena, periodista de RTVE y ex corresponsal en Berlín. “El éxito de AfD sería llegar a entrar en el Bundestag, mientras que Le Pen está cerca de disputar la presidencia misma de la República”. Su primer triunfo, de hecho, ha sido colarse en la propia carrera electoral con apenas cuatro años de vida y situarse, según diversas encuestas, en tercera posición, por detrás de la CDU de Angela Merkel y del SPD de Martin Schulz. Según los últimos sondeos, sin embargo, AfD estaría perdiendo algo de fuelle: de un máximo del 15% que se le auguraba en septiembre pasado ha retrocedido hasta el entorno del 10%. Una serie de divisiones internas, la radicalización de algunos de sus postulados y, aunque parezca mentira, el nombramiento de Schulz como candidato del partido socialista podrían estar detrás de ese descenso. Pero aún quedan muchos meses por delante y la carrera electoral no ha hecho más que empezar.
Wilders, Le Pen, Petry son sólo algunos nombres. Muchos otros hace tiempo que llegaron ya al poder. Como Víktor Orbán al frente de Fidesz en Hungría; o como Ley y Justicia (PiS), el partido de Jaroslaw Kaczynski que vuelve a gobernar en Polonia de la mano de Beatys Szydlo; o como los Verdaderos Finlandeses, presentes en la coalición que gobierna su país; o como el Partido Popular Danés, que sin haber querido entrar en el Ejecutivo tiene la clave del Gobierno; o como el Partido de la Libertad, austriaco, que amagó, por dos veces, con hacerse con la Presidencia; o como la Liga Norte, socia en diversas ocasiones de los gobiernos de Berlusconi. Por no olvidar a los Demócratas de Suecia, al Partido de la Gran Rumanía, al abiertamente neonazi Amanecer Dorado en Grecia, al propio UKIP de Nigel Farage…
La pregunta que muchos se hacen es cómo es posible que en el continente que se vio arrasado por la barbarie y el nacionalismo puedan volver a aparecer movimientos de este tipo. La primera respuesta es precisamente porque la memoria es frágil y el grueso de la sociedad no tiene ya un recuerdo directo de la Segunda Guerra Mundial. Pero las raíces son mucho más profundas.
Si bien algunos de estos partidos surgen hace décadas, es a lo largo de este siglo cuando van ganando posiciones espoleados, inicialmente, por el miedo. Tras un breve momento de euforia marcado por la caída del muro de Berlín y el triunfo del mundo “libre”, los ciudadanos se vieron de repente enfrentados a fenómenos nuevos e inmanejables. El terrorismo global, con el punto de inflexión que supuso el 11-S, y después Madrid y Londres, sembró nuevos temores sobre la seguridad. El asesinato del cineasta Theo Van Gogh, en Holanda, y las violentas reacciones a la publicación de las viñetas de Mahoma contribuyeron a extender un clima antimusulmán ya muy presente en diversos sectores. Nuevos virus como la gripe aviar dieron la alarma sobre los peligros de las pandemias globales. Los efectos del cambio climático dejaron de ser un fenómeno ajeno y comenzaron a notarse también con fuerza en Europa, con veranos de calor extremo e inundaciones catastróficas. Internet había irrumpido con ímpetu en nuestras vidas, sin que nadie fuera capaz de vislumbrar una mínima fracción de los cambios que traería. La globalización sin freno parecía arrasar con todo.
En ese contexto, la crisis económica y financiera, sumada a la del euro, golpeó duramente los cimientos de confianza sobre los que se había asentado la sociedad europea de la posguerra mundial. La pérdida de millones de puestos de trabajo –más de cinco sólo entre 2008 y 2010 en la UE-, de los ahorros de toda la vida, el temor sobre la viabilidad del Estado del bienestar, sobre el futuro de las pensiones, fueron la puntilla para una sociedad ya atemorizada.
Pero después del miedo, vino la ira. La idea extendida de que los causantes de la crisis, sobre todo en el ámbito financiero, saldrían indemnes. El cabreo absoluto de los ciudadanos por la incapacidad de los gobiernos y de los políticos de ver lo que se venía encima, y de gestionarlo después. La indignación por unas medidas de austeridad que, como siempre, golpeaban más a los que menos tenían, mientras los auténticos causantes salían prácticamente indemnes.
Todo ello, en medio de numerosos casos de corrupción en algunos países, como España, y una crisis generalizada de la socialdemocracia. El fin de la burbuja de la falsa prosperidad y la rampante desigualdad. El resurgimiento de los peores estereotipos: el “se acabó la fiesta” para un Sur vago que había derrochado los recursos europeos mientras el Norte trabajaba y se abrochaba el cinturón. Y, por si todo eso fuera poco, la constatación de que todos, empezando por los líderes políticos, podemos estar siendo vigilados en cualquier momento y de que en apenas 20 años buena parte de los trabajos que hoy conocemos podrían estar siendo realizados por robots.
La crisis de los refugiados
En medio de ese proceso, la llegada masiva de refugiados que huían del tremendo conflicto sirio, de Irak, pero también de Afganistán, de Somalia, de Eritrea provocó una crisis como no se recordaba desde la guerra de los Balcanes en los años noventa: más de un millón de personas sólo en 2015, 370.000 en 2016, “gracias” al acuerdo de la UE con Turquía. Una crisis humanitaria y de valores, que ha acabado convirtiéndose en un arma política arrojadiza de primera magnitud.
Hasta que la indignación volvió a mezclarse con el miedo. La mutación del terrorismo yihadista en algo todavía más “líquido”, siguiendo la denominación posmoderna, con el nacimiento de Daesh y la autoproclamación del Califato, la aparición indiscriminada de los lobos solitarios, los ataques en mitad de la Europa de las libertades (París, Bruselas, Niza, Berlín, recientemente Londres) han dado lugar a un nuevo sentimiento de inseguridad generalizado.
En otro frente, la inesperada victoria del Brexit quebró la certeza, por inexplorada, de la imposibilidad de disolución de la Unión Europea. La no menos inesperada victoria de Donald Trump en Estados Unidos acabó de echar un manto de pesimismo apocalíptico en una buena parte de la sociedad mientras que otros, los hermanos populistas, celebraban a su nuevo héroe.
“(…) La sumisión de los públicos a las consignas de palacio; la diabolización del otro: el inmigrante convertido en delincuente por una ley que considera delito la inmigración ilegal; (…) el desprecio por la condición femenina, convertida en carne de espectáculo y satisfacción del poderoso; la manipulación de la justicia y de la legalidad para preservar la impunidad del líder máximo; la minimización del Parlamento, reducido a un papel de comparsa de los caprichos del jefe; el desprecio a las élites –de las que (…) siempre ha formado parte–, presentadas como gentes indiferentes a las verdaderas preocupaciones del pueblo que él comprende tanto; y, obviamente, el recurso permanente al liderazgo carismático y el intento de crear un partido-movimiento de amplio espectro, que se presenta por encima de las fracturas ideológicas”.
¿Les suena de algo? Pues no, no es de Trump de quien habla. Así describía el ensayista y periodista español Josep Ramoneda a Silvio Berlusconi en la revista Foreign Policy en español en el año 2009.
Una clase media en declive
Está claro que el populismo no es algo nuevo, pero su llegada al poder del país más poderoso del mundo ha conseguido darle una nueva proyección. Tampoco todos los populismos son iguales, aunque esta nueva hornada de populismos de extrema derecha, a ambos lados del Atlántico, comparten muchos de los rasgos que servían para definir a Berlusconi: el rechazo de las élites, una pragmática adaptación ideológica, la manipulación (ahora se llama postverdad), el desprecio por los medios de comunicación...
Los populistas han sabido conectar con esas partes de la sociedad que se han sentido abandonadas e incluso despreciadas por los partidos tradicionales.
Esa clase media en declive que han descrito autores españoles como Joaquín Estefanía o Esteban Hernández, que se siente perdedora de la globalización. Los populistas son maestros también en identificar culpables a los que cargar con todos los males, reales o imaginarios, que acechan a la sociedad. El primero, siempre, la inmigración; el segundo, en Europa, la Unión Europea.
La inmigración ha sido el tradicional caballo de batalla de los populistas, y muy especialmente la inmigración musulmana. Es cierto que la campaña por el Brexit se centró sobre todo en los “otros” comunitarios -los polacos, que ya habían sido protagonistas en Francia, volvieron a serlo en esta ocasión- que han “invadido” el Reino Unido para aprovecharse de su generosidad y de sus beneficios sociales y que “roban” los empleos a los pobres británicos.
Pero, en general, los partidos de la extrema derecha europea se han convertido en movimientos anti-Islam, por la amenaza que éste supone, afirman, a los valores tradicionales europeos de raíz judeocristiana. Parece que, a base de repetirlo, quieren hacer realidad la famosa tesis de Samuel Huntington del “choque de civilizaciones”. Como afirmó el filósofo de origen búlgaro Tzvetan Teodorov, “el miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros”.
Según una investigación del Pew Research Center realizada en el verano de 2016, más de la mitad de los encuestados en ocho de los 10 países que cubría pensaba que la crisis de los refugiados y el aumento de la amenaza terrorista estaban relacionados. Curiosamente, los valores más altos se daban en Hungría (76%), que no ha sufrido ataques terroristas; y en Polonia (71%), que no tiene refugiados en su territorio.
La Unión Europea, por su parte, representa un poder supranacional al que se oponen férreamente las fuerzas nacionalistas. Recobrar la soberanía “perdida”, recuperar el control de las fronteras, volver a tener una moneda propia son algunas de las reivindicaciones que, en mayor o menor medida, presentan muchos de estos partidos. A esta demonización de la UE han contribuido también muchos líderes nacionales que la han utilizado sistemáticamente durante la crisis como chivo expiatorio de todos sus males. Inmersa en tres crisis existenciales simultáneas (la crisis económica, la crisis de los refugiados, el cuestionamiento de su legitimidad democrática) a la UE le está costando encontrar soluciones que garanticen su futuro. Detrás de todo ello está la cuestión de las identidades. En tiempos de incertidumbre y de cambio, algunos buscan aferrarse a referencias del pasado que les ayuden a reubicarse en el mundo actual.
“Creo que estamos exagerando el papel de los partidos de extrema derecha”, afirma Carlos Carnero, director de la Fundación Alternativas. “Lo acabamos de ver en Holanda, lo vamos a ver en Francia y desde luego, lo vamos a ver en Alemania”. El Eurobarómetro le da la razón. Un 60% de los europeos ve con preocupación el ascenso de los partidos que protestan contra las élites políticas tradicionales.
Los partidos de extrema derecha no son una fuerza mayoritaria en ningún país de la Unión Europea, pero sí es cierto que han ido avanzado significativamente en los últimos años y que han logrado influir en el discurso y en las propuestas del resto. Se vio claramente en la derechización de Nicolas Sarkozy en las anteriores elecciones francesas; se ha visto recientemente, en la campaña holandesa, cuando el primer ministro conservador Rutte publicó una carta en los periódicos alertando a los inmigrantes en el sentido de que el que no quisiera seguir las reglas que se fuera de su país. Para muchos, podría haberla firmado Wilders.
No despreciar el peligro
El caso más preocupante es sin duda el de Francia. La lógica descarta una victoria final de Le Pen, pero hoy es difícil descartar nada categóricamente. Un posible triunfo suyo sería muy desestabilizador para la Unión Europea, si llegara a avanzar en sus propuestas para sacar a Francia del euro, de la OTAN o de la propia UE. Por no hablar del impacto psicológico que tendría en los otros países. Por otra parte, también según el Eurobarómetro, la mitad de los europeos ven con optimismo el futuro de la UE y los ciudadanos europeos confían más en las instituciones europeas que en sus propias instituciones.
Pero el avance de la extrema derecha tiene necesariamente que hacer reaccionar al resto de los partidos y de la sociedad. Por una parte, porque apelan a preocupaciones reales de los ciudadanos; por otra, porque los riesgos son muchos. Y no es nuevo. Ya lo decía Stefan Zweig sobre el momento anterior a la Segunda Guerra Mundial: “Estábamos convencidos de que la fuerza espiritual y moral de Europa triunfaría en el último momento crítico. Nuestro idealismo colectivo, nuestro optimismo condicionado por el progreso nos llevó a ignorar y despreciar el peligro”.
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*Cristina Manzano es directora del periódico digital esglobal y periodista especializada en política internacional.
*Este artículo está publicado en el número de abril de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí