Iluminaciones rurales
En los últimos tiempos, y sobre todo durante el confinamiento, se ha hablado de un supuesto regreso al campo. Las versiones renovadas de los románticos chocan con la realidad. Hay más vida de la que piensas (ruido, mulas mecánicas, moscas, el cerdal, que es como se llama el olor de las granjas de cerdos) y también menos (un martes de invierno en el bar –si lo hay– de un pueblo de montaña: eso imprime carácter o te lo arruina). Y es más moderna. Volví hace unos meses a uno de los pueblos donde había vivido de niño, en el Maestrazgo turolense. Lo que era el hotel era un hotel spa. Es verdad que siempre se había estado modernizando: a finales de los 90 se abrió una especie de pub en el hotel y allí dio un sábado de diciembre un concierto un cantautor argentino amigo de mi padre que le entró una tras otra a todas las mujeres presentes (media docena) y que tras el fracaso vino a decirme que el pueblo estaba lleno de lesbianas, mientras los hombres de la sala (los seis maridos y media docena de solteros) lo miraban con una agresividad que habría puesto nervioso a Clint Eastwood. En esta visita reciente, fui a un bar y me ofrecieron leche de soja para el café, encontré un centro de interpretación del carlismo, había un horario de clases de aerobic, yoga y pilates en un tablón, y leí un periódico donde contaban que en esa localidad de quinientos habitantes había habido recientemente una performance, donde una pareja que había viajado durante años por África con un cine ambulante accionado a pedales exhibió un documental que mostraba sus actividades –es decir, recorrer África en un cine ambulante y hacer pedalear a la gente para que pudiera ver películas–proyectado en el mismo cine ambulante, que en este caso hacía funcionar pedaleando la gente del pueblo, a pocos metros de la escuela-hogar que en vacaciones acogía a niños de ciudad deseosos de vivir una experiencia rural y a los que nosotros tirábamos piedras las ociosas noches de verano. Al parecer un autobús recorrerá la España rural para informar a los lugareños de los peligros de la posverdad.
En otro de los pueblos en que vivimos, un profesor remilgado preguntó a Pascual, el masovero repetidor, cuál era el hábitat de los anfibios y Pascual dijo: “Las ranas se topetan en las charcas”, y eso resume lo que pienso de estos proyectos evangélicos.
Los pueblos se han hipsterizado: el hipsterismo ha muerto de éxito como el liberalismo y la socialdemocracia; todos somos algo liberales, socialdemócratas y hipsters. Además, uno nunca sabe cuál es el alcalde hipster original: don Quijote es más hipster pero el que gobernó es Sancho Panza, lo que lo complica todo: ¿se puede ser un verdadero hipster si estás gordo? Unos amigos de mi padre –un compañero suyo en la objeción de conciencia al servicio militar y su mujer– se fueron a vivir a un pueblo abandonado del Pirineo, tuvieron hijos a los que pusieron nombres vernáculos de montañas y a quienes criaron en el vegetarianismo y las sandalias. Vinieron a vernos a nuestro pueblo de Teruel y comían jamón sin parar, aprovechando la relajación de la ortodoxia. Era mayo pero empezó a nevar y cuando nos despedimos caminaban hacia su furgoneta con sandalias sobre la nieve. Mi familia también era una familia hipster en sentido amplio. Mi madre iba de pueblo en pueblo de médica y mi padre preguntaba a la gente y escribía cuentos sobre los lugares donde estábamos destinados. Comprábamos periódicos (en el pueblo de al lado, la cabecera de comarca) y teníamos revistas, como aquella de El Europeo con las fotos de Jeff Koons follando con Cicciolina que pasó a ver por mi casa toda la clase de Ciclo Superior. En el pueblo donde sucedió esto el alcalde era del PSOE. Estábamos a principios de los noventa; el teniente de alcalde se llamaba Pepe, pero como llevaba gafas todo el mundo lo llamaba El Guerra.
Aun así, el caso más canónico y exitoso de iluminación rural que conozco es el de mi primo. Su hermano menor y yo pensábamos que era un regreso al pasado o simplemente tontería, pero mi primo fue un adelantado a su tiempo. Mucho antes de los neorrurales, el movimiento slow, la España vacía y vaciada y todo eso, estaba mi primo, con su pachorra y su falta de impostura. Tenía dos años más que su hermano y yo; eran los tiempos del grunge, con esas medias melenas sucias, los litros de calimocho a quinientas pesetas y los establecimientos de alquilar CDs. Mi primo era el que sabía de música, nos hablaba de grupos y ponía discos y vídeos de conciertos. Siempre fue tranquilo. Jugaba en el mismo equipo de fútbol sala que nosotros y prefería ducharse antes del partido porque decía que cuando terminaba estaba demasiado cansado. La cuestión es que de repente empezó a pasar cada vez más tiempo en el pueblo de nuestros abuelos, una localidad turolense de menos de doscientos habitantes a 1150 metros de altitud. Dejó la academia de inglés y se apuntó a una de aragonés, una lengua que por lo que yo sé no se ha hablado nunca en el pueblo de mi familia (aunque gracias a eso supimos que clítoris se dice pichín, y todo conocimiento encontrará un día su aplicación). Dejó su carné de socio del Real Zaragoza y entró a militar en un partido aragonesista de izquierdas. Cambió los Pixies por La ronda de Boltaña. Abandonó las clases de guitarra y su banda de rock y empezó a tocar la dulzaina, emitiendo un berrido infernal que hacía llorar a los niños que jugaban en los columpios de la plaza. Se fue a vivir al pueblo, a la casa de su abuela, y entró a trabajar en un centro de desarrollo rural, un sintagma que yo citaba como ejemplo de oxímoron. Al cabo del tiempo se presentó a la alcaldía del pueblo, para asombro de su hermano y mío, que decidimos (otra vez) que estaba loco. Mi abuela calculó los parentescos y cómo había sido la guerra y dijo: Pues puede sacar entre 70 y 80 votos. Obtuvo 77, una precisión que ya quisiera para sí el CIS y además sin desviar fondos púbicos; resultó el candidato más votado y fue el alcalde. Otra vez quedó segundo y fue concejal, en alianza fértil con la oposición porque es un tipo dialogante; no parece de mi familia. Entre sus logros están un festival de música (el Carrasca Rock), el arreglo de la plaza y un tanatorio, que también sirve de mercadillo solidario. Ahora vive en el pueblo, está casado con una chica de la comarca, tiene una hija y es director general.
*Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es traductor y escritor. Dirige la edición española de la revista ‘Letras libres’. Sus novelas más recientes son ‘Un hipster en la España vacía’ y ‘La muerte del hipster’, ambas en Literatura Random House.