José Saramago:"Si acaso he sido una conciencia, nada más"
En plena feria del Retiro, en aquel arranque del soleado verano madrileño, había una caseta dedicada a celebrar su centenario, con una foto suya y una cita debajo: Viaje a Portugal: El fin de un viaje es solo el inicio de otro viaje. El lugar del encuentro no podía ser más adecuado y, junto a la caseta, esperando, ahí estaba José Saramago. Pese al calor, llegaba con traje y corbata. Tenía el escaso pelo blanco alborotado a ambos lados de un cráneo reluciente con alguna mancha de piel, y unas cejas tupidas descollaban sobre esas grandes gafas que magnificaban dos ojos cansados que apenas se sorprendieron cuando vio que me acercaba.
-Buen día, compañero -dijo con su fuerte acento portugués.
-Buenos días, señor Saramago. ¿Le importa si nos sentamos en aquel chiringuito, a la sombra de esos plátanos?
Saramago asintió y anduvimos hasta la terraza más cercana. De pasada, el premio Nobel miraba los libros asombrado.
-Ha cambiado mucho el panorama. Apenas reconozco a nadie…
-No lo sabe usted bien, señor Saramago. No lo sabe usted bien.
Nos instalamos en una de las mesas. Era a primera hora y había poca gente. El camarero se acercó enseguida a atendernos.
-A mí póngame una cocacola. ¿Y usted, don José?
-Un café con leche.
Encendí mi grabadora.
-Bueno, pues ya ve que se acerca el verano y queremos, para este número estival, hablar de héroes del mundo contemporáneo y considero que usted ha sido uno de los grandes héroes cívicos de los últimos tiempos.
-Mi rol ha sido modesto. He sido, si acaso, una conciencia, nada más.
-No se subestime. Es usted de los escritores que más se ha leído en el mundo durante los últimos años, y de los cuatro o cinco más relevantes de su país. Si hubiese que escoger a cuatro, yo diría que, entre los clásicos, Camoes es el incuestionable, después llega Pessoa, por supuesto. Y de los contemporáneos sobresalen claramente usted y Lobo Antunes. Los dos tienen una escritura torrencial, modernista, pero entre ambos destaca, por su compromiso cívico, usted. Eso lo distingue también de Pessoa. De hecho, en El año de la muerte de Ricardo Reis usted ajusta de alguna manera cuentas con esa manera inhibida de estar en el mundo que tenía Pessoa, ¿no le parece?
-Puede decirse así, sí. A mí es que me horrorizaba desde siempre ese verso de Ricardo Reis en el que dice: “Sabio es quien se contenta con el espectáculo del mundo”. Eso me revolvía las tripas. ¿Cómo es que puede ser sabiduría sentarse en el patio de butacas y mirar en el escenario lo que pasa? Todos somos actores.
-Para mí El año de la muerte… es su gran obra maestra. ¿Puede hablar más sobre ella?
-El planteamiento fue el que he dicho. Yo he descubierto a Ricardo Reis cuando estaba estudiando para ingeniero mecánico en la Escuela Industrial de Lisboa. Entonces yo no tenía dinero para comprarme libros. Leía en la biblioteca pública. Y en una de estas bibliotecas públicas he leído la revista Atena, que editaba Pessoa. Y allí aparecían poemas de Ricardo Reis. Y yo en aquella época era muy ignorante. Pensaba que había sido real, que existía… No sabía que era un heterónimo de Pessoa. Y de ahí sale la novela.
-No me niegue que es un ajuste de cuentas.
-Bueno, es que aquel verso que he dicho me parecía terrible y yo he querido confrontar la sabiduría vital de Ricardo Reis, que tomase conciencia de su equivocación. Y entonces lo que he hecho es imaginar que Ricardo Reis llega en el año 36 a Lisboa y se confronta con el mundo. Es el año en el que, ya sabe, Franco se alza contra la República, en el que se crean las milicias fascistas portuguesas, el Frente Popular en Francia, en el que Alemania invade Renania y en el que, por decirlo así, se empieza a incubar la serpiente que va a dominar Europa. Lo que sucede en el año 39 ya estaba en germen en el 36. Y Ricardo Reis lo va a ver. Y aunque Fernando Pessoa para entonces está muerto, va a poder discutir con él. Un poco como usted y yo.
-En su obra hay una mezcla muy curiosa de realismo mágico, digamos, de fantasía, y realidad. Pero a mí lo que me parece más relevante, lo que más peso tiene, es esa realidad que usted llevaba consigo. Yo sé que usted nació en Azinhaga, una pequeña aldea a orillas del Almonda. Esa geografía, que usted saca en sus Pequeñas memorias, es la que le marcó, ¿verdad?
-Sí, siempre he dicho que si pudiera volver a revivir mi infancia, lo bueno y lo malo, desde el principio tal como fue, lo volvería a hacer. En esa aldea yo he conocido a mis abuelos, que han sido mis dos grandes maestros en la vida. Eran gente humilde que criaba lechones, cerdos. Por motivos económicos, pero también porque los querían. Yo recuerdo que cada vez que nacían cochinillos enfermos ellos los metían en su cama, bajo las ásperas mantas, para que sobrevivieran. Fíjese, ahí juntos el animal y el hombre. Qué recuerdo más bonito. Y luego mi abuelo Jerónimo, cuando sintió que estaba muy enfermo y que lo iban a llevar al hospital a Lisboa, él sabía que para morir, bajó al huerto y abrazó llorando a los árboles uno por uno, para despedirse. Ellos me han enseñado cómo hay que estar en el mundo, sí.
-Usted siempre dice que la lectura es la base de la escritura y ya ha contado cómo leía por las noches mientras trabajaba. ¿Qué le impulsó a publicar, cómo llega usted a ser autor?
-Yo leía mucho. Y un buen día me digo: yo quiero ser escritor. Y arranco con una primera novela no muy buena, honesta, sí, pero no muy buena, y luego unos poemas. Y ahí yo me he dado cuenta de que no valgo, de que no tengo nada que decir, o que lo que tengo que decir ya ha sido dicho mejor por otros, y callo. Pero llega la Revolución de los claveles, en el año 74, y sobre todo llega el contragolpe de noviembre del 75, y a mí me echan del periódico, el Diário de Noticias, un gran periódico donde trabajaba. Y ahí hago un viaje, en el año 76, al Alentejo. Y ahí yo he hablado con mucha gente y he encontrado un coro de voces que quieren ser escuchadas. De ahí sale mi primera novela, y sobre todo brota de repente con esa manera de escribir mía tan bizarra, sin casi puntos ni signos de puntuación, solo como se habla, con pausas y escrita para ser leída en voz alta. Para mí ha sido milagrosa la manera de encontrarme a mí mismo,
de nacer mi estilo.
-Y siempre Portugal como protagonista de sus libros. De esas primeras obras, a mí me gusta especialmente el ‘Viaje a Portugal’, con el que ahora su país está intentando promocionar una ruta literaria basada en los recorridos que usted hizo, donde, entre otras cosas, rinde homenaje al Cela del ‘Viaje a la Alcarria’ y a todos los autores franceses y holandeses que viajan por la Península Ibérica en los siglos XVII y XVIII. Me encanta especialmente, supongo que como a todo el mundo, ese sermón de los peces del padre Antonio Vieira, que usted cita.
-Es que ese sermón es la vida misma. El padre Antonio Vieira era un jesuita, alguien que estuvo en Brasil catorce veces y que tomó la defensa de los indios como en España hizo De Las Casas. Y él dice: “Vosotros no me entendéis. Yo vengo aquí a hablaros, deciros qué es lo que pienso de cómo está esto, pero vosotros no me hacéis caso. Entonces hoy hablaré de los peces”. Y todo este sermón es un sermón a los peces. Pero las analogías que establece entre cómo se comportan los peces, los pequeños y los grandes, los que devoran y los que son devorados, los que se engañan con un anzuelo y los que no, es una crítica de la sociedad. Y entre otras cosas le dice a los peces: “Venid para acá, peces, vosotros los de la margen derecha, que estáis en el río Douro, y vosotros los de la margen izquierda, que estáis en el río Duero, venid acá todos y decidme cuál es la lengua que habláis cuando ahí abajo cruzáis las acuáticas aduanas, y si también ahí tenéis pasaportes y sellos para entrar y salir”. Vieira ha cuestionado las fronteras, que es algo que yo siempre he cuestionado. Hay muchas maneras de sentir la patria y la mía no tiene nada que ver con la de los soldados coloniales que han cortado la cabeza a los hombres negros en Angola. Esa patria no es la mía.
-Usted siempre ha defendido lo innecesarias que resultan las fronteras y además se le conoce por su iberismo, por formar parte de esa tradición de intelectuales portugueses que propugnan el acercamiento de España y Portugal, dos países que históricamente han vivido espalda con espalda. Quizás la novela más ibérica suya, aunque no la más conocida, sea ‘Balsa de piedra’, que se publicó en el año 86, justo el año en el que Portugal y España estaban a punto de entrar en la Comunidad Europea…
-Es que somos parte de la misma realidad, y tenemos la misma relación con Europa. Ya sabe que hasta hace muy poco desde el punto de vista de Europa, de la Europa civilizada, culta, siempre se ha pensado que al sur de los Pirineos lo que arranca espiritualmente es África, y se nos ha despreciado y humillado a los dos países. Ahora Berlín se ha convertido en la capital de Europa y yo soy alguien que no me fío de Alemania. Jamás. Nunca. Y yo quería imaginar una novela en la que la Península Ibérica se ha separado de Europa y ¿dónde va a parar? Pues entre África y América Latina, por supuesto, que es donde tenía que estar. Y es muy curioso porque aunque muchas de mis novelas me he negado para que se adapten al cine, esta, por razones que no vienen al caso, sí que la permití, y el guionista, que era francés, ¿sabe dónde hizo parar la balsa de piedra de la novela, la Península? ¡Entre Europa y América, pero la del Norte, la de Estados Unidos! Ese hombre no había entendido nada.
-Otro tema de enorme interés para usted siempre fue la religión, y su ‘Evangelio según Jesucristo’ para mí sigue siendo de sus obras más originales y penetrantes. Si me permite que le diga, me encanta la escena del encuentro carnal entre Jesús y María Magdalena. Pero por supuesto la obra no gustó mucho a los católicos. ¿Tiene usted algo contra ellos?
-No, no, no. Yo he respetado siempre mucho el sentimiento religioso. Yo solo quería cuestionar algunas cosas del dogma, como por ejemplo la Inmaculada Concepción, que me ha parecido siempre insultante para las mujeres. Y luego otros detalles como la masacre de los inocentes por Herodes. Ahí, José sabe que van a matar a inocentes. Y qué hace, ¿decirles a sus vecinos, puede ocurrir esto o lo otro, cuidado?. No, coge su burro y se va. Y vuelve cuando todo ha pasado. No hay ningún gesto solidario. Ha sido por cosas así que me ha gustado criticar la religión cristiana.
-Pero quizá su momento de mayor influencia viene con sus obras tardías, que son todas grandes metáforas sobre el mundo contemporáneo. Es con su ‘Ensayo sobre la ceguera’, su ‘Ensayo sobre la lucidez’ y ‘La caverna’, que usted, yo creo que como nadie salvo quizás, más tarde, Houellebecq, ha conseguido, a través de la literatura, hacer un comentario de la realidad que contiene a la vez la capacidad crítica del espejo y la hermosura de la creación metafórica. Las tres ideas son maravillosas. Imaginar una sociedad en la que de repente todo el mundo pierde la vista, imaginar qué pasaría si de repente un ochenta por ciento de la gente votara en blanco y el comparar el mundo actual con la caverna platónica donde las sombras proyectadas en la pared de la caverna del mito griego son las imágenes de la televisión, son ideas de un calado reflexivo potentísimo, y que han sido muy influyentes.
-Es que yo siempre he considerado que soy un ensayista que no sabe escribir ensayo y que hace ensayo a través de las novelas, es verdad. Yo siempre he pensado que el escritor ha de vivir en la realidad y participar de ella a través de su obra. Uno puede ser abogado, médico, ingeniero, escritor, artista, lo que sea, pero pensar que todo lo que pueda interesarnos a nosotros por el hecho de interesarnos a nosotros tiene que interesar a todo el mundo es una equivocación. Más bien es al revés: todo lo que está fuera tiene que interesar a quien está dentro de esa casilla, la casilla del escritor, del médico, del ingeniero. No es esa casilla y lo que se está haciendo allí lo que justifica el mundo, es ese mundo lo que está justificando o explicando lo que pasa en el interior de esa casilla. Yo siempre lo he visto así.
-Es decir, que para usted el ciudadano y el artista son inseparables.
-Sí, pero al mismo tiempo no busco convencer a la gente. Yo soy marxista y ya lo sé, no sé preocupe, no voy a cambiar. Pero vamos a poner El Capital ahí abajo un momento. Yo no quiero convencer a nadie de que sea marxista, pero vamos a lo esencial. Vamos a ver aquello en lo que estamos todos de acuerdo. Vamos a los Derechos Humanos. Vamos a ver cuáles son, cuáles se cumplen y cuáles no se cumplen. Y no nos quedemos en tres o cuatro, la libertad de pensamiento, el derecho de asociación política, etcétera, no. Los Derechos Humanos están ahí, pero ¿sabe cuántos son?
-Creo que treinta y cinco.
-¿Y los conoce todos?
-No.
-¿Lo ve? Lo que hay que hacer no es buscar cosas raras sino solo recuperar los Derechos Humanos y hacer que se cumplan. Que ahora mismo no se cumplen, y además son incompatibles con la globalización. Ahora mismo, el mundo está dominado por las empresas y grandes multinacionales. Y nosotros, el pueblo, sí, podemos cambiar de gobierno. Pero ¿qué importa que un gobierno cambie si no podemos decidir lo que hacen Coca-Cola, Bill Gates, Mitsubishu o General Motors, que son quienes tienen el poder, quienes quitan y ponen políticos con sus movimientos financieros? No importa nada, o muy poco. Si eso es democracia, esa democracia es cosmética política y apariencia, es decir, fachada. Y ese mundo ahora no respeta los Derechos Humanos y hace que el hambre y la inseguridad crezcan a las puertas de esa burbuja en la que vivimos. ¿Sabe cuál es el lugar más seguro del mundo?
-¿Cuál?
-Un centro comercial, el shopping center, que es lo que yo decía en La Caverna. Ese es el paraíso, ahora mismo, el lugar que no huele, donde no hay agresiones ni violencia, donde si alguien roba no se nota porque lo han sacado de ahí muy discretamente, es la catedral de nuestro tiempo, y también la universidad, donde se forma la mentalidad humana de hoy. Y el paso siguiente será vivir dentro de un shopping center. Pero la vida no puede ser un shopping center, no podemos vivir solo comprando. Hay que hacer algo más. La dignidad humana lo exige.
-Y por eso usted imagina esa revolución silenciosa en la que una mayoría de la gente vota en blanco en unas elecciones de un país imaginario que pudiera ser cualquiera.
-Sí, he pensado: “¿Qué pasaría si de repente un ochenta y tres por ciento vota en blanco? ¿Qué pensarían las autoridades?”. Eso sería una revolución importante, una llamada de atención que no podrían ignorar. Eso les obligaría a pensarlo todo otra vez, y nos llevaría a cuestionar esta democracia que no puede ser sino formal mientras la desigualdad económica impere. Y sobre todo, la pregunta que me hacía es cómo es posible que, siendo el mundo así, lo aceptemos. Nacemos y en ese momento es como si hubiéramos firmado un pacto para toda la vida. Pero puede llegar el momento en que nos preguntemos quién ha firmado esto por mí. Esa es la frase más importante de mi novela. Esa es la cuestión que he querido meter en Ensayo sobre la lucidez. Solo por venir al mundo significa que he firmado un contrato en el que he aceptado todas estas cosas que no están bien, que no me gustan. No, yo no quiero ese contrato. Si todos decimos eso, el poder no puede no tomarlo en cuenta.
-Eso está claro.
-Pero el problema profundo está en la gente, no en el poder. El problema profundo está en aquellos que dicen: “A mí no me interesan los demás, a mí solo me interesa disfrutar yo durante setenta u ochenta años. Luego me iré y lo que pueda pasar con el mundo me da igual”, ese es el problema. Esa es la ceguera a la que yo aludía en Ensayo sobre la ceguera. Cuando muchos piensan así y no piensan de entrada en lo que nos conviene como un todos juntos, como colectivo, como humanidad, no hay nada que hacer, no hay nada que hacer. Esa es la gran enfermedad del mundo contemporáneo, la enfermedad que nos está haciendo de verdad daño… Y eso creo que se puede cambiar.
-Va a ser difícil. En todo caso, es por reflexiones como la suya que muchos le consideran una de las figuras moralmente más relevantes de la cultura de los últimos tiempos. Como habrá visto, su obra se sigue leyendo y a diferencia de otras está muy viva aún, cosa de la que me alegro enormemente, así como de poder conocerle al cabo de los años. Muchísimas gracias, señor Saramago, ha sido un auténtico placer conversar con usted y conocer un poco mejor su pensamiento.
-Muito obrigado, y les envío un saludo a sus lectores.
-Así se lo transmitiré. Hasta la próxima, don José.