Orhan Pamuk: "Putin nos ha recordado la otra peste de la humanidad, las bombas"
A veces sucede. Un libro, una serie o una novela se adelantan a los acontecimientos. En el caso de Orhan Pamuk, sus profecías no han sido a propósito. El autor turco, que ganó en 2006 el premio Nobel de Literatura, ha volcado en sus libros otro tipo de narraciones sin pretensión de adivino, un calificativo que esquiva a pesar de que se lo cuelguen a menudo.
No le pasó en Estambul. Ciudad y recuerdos, de 2005, donde retrataba cada barrio de su ciudad natal con los ojos de la infancia y la pluma de un pintor apostado en el Bósforo. Ni en El museo de la inocencia, de 2008, en que diseccionaba la sociedad turca e inauguraba un interesante trasvase del papel a lo inmobiliario: ahora esa pinacoteca del título existe para gozo de sus seguidores o de turistas curiosos. Ni siquiera en su anterior creación, La mujer del pelo rojo, de 2018, en la que emprendía un camino a lo largo de tres décadas por las desventuras de varios personajes. Ahora, no obstante, le ha caído el cetro de visionario: con la reciente publicación de Las noches de la peste (Literatura Random House), Pamuk, a sus casi 70 años, ha dado en el clavo.
Sin quererlo y adelantándose un lustro, el escritor ha conseguido exponer la crisis sanitaria de los últimos dos años a través de un relato de otra pandemia: la de principios de siglo XX. La peste bubónica (conocida también como peste negra) acabó con 12 millones de vidas en cinco continentes. En el relato de Pamuk, se cierne sobre la población de la idílica y ficticia isla de Minguer, “perla del Mediterráneo oriental”. Allí amenaza a sus habitantes, que dudan del origen de la epidemia o de las recetas oficiales, expanden rumores e incluso manipulan los datos. Quizás les suene.
La acción avanza con una princesa, un doctor, un oficial y varios ciudadanos que convocan protestas, huyen o perecen en medio de un virus impenitente. Estas circunstancias ayudan para dibujar una época concreta, pero también para escudriñar el carácter humano o los reveses de la naturaleza. Básicamente, le sirven para ejercer de nuevo su papel de cuentista, con el amplio sentido que conlleva esa palabra en el gremio: Pamuk tira de la herencia de clásicos y de su trayectoria como narrador canónico para levantar lo que ya se cataloga como otro “gran testimonio” de un virus. A la altura de Camus y el existencialismo de La peste, de Thomas Mann y esa montaña mágica donde se recuperan los tuberculosos, del ambiente de Los novios, del italiano Alessandro Manzoni o del diario londinense sobre una pandemia y las andanzas en un paraíso traicionero de Robinson Crusoe transcritas por Daniel Defoe.
Orhan Pamuk señala sin pudor esas influencias, pero también anuncia que Las noches de la peste es algo más: lejos de centrarse en un malestar puntual, utiliza unas coordenadas concretas (inventadas o no) para armar la estructura que explica la formación del estado o los entresijos del alma humana. “Esta es tanto una novela histórica como una historia escrita en forma de novela”, advierte en la primera página. En una entrevista virtual desde su despacho de Estambul, el autor amplia esta concepción del libro: “Me interesa la peste porque es la metafísica de la muerte. Siempre pensé que esta sería una gran novela, larga”, apunta.
Más de 700 páginas dan fe de este gran proyecto. Un proyecto que empezó en 2016, al contrario de lo que pueda parecer. Pamuk dio con el tema antes de que el planeta estuviera metido en una ficción semejante, aunque la edición llegue ahora. Según cuenta, llevaba tiempo pensando en zambullirse en una historia así y descubrió la tercera epidemia de la peste. “Empezó en 1894 y mató a decenas de millones de personas, sobre todo en Asia, la India y China. Casi nadie murió en la civilización occidental. Se me conoce como un novelista de Oriente y Occidente, así que decidí situar mi novela en esa pandemia”, comenta, afirmando que el inminente paradigma viral no le hizo alterar nada: “Borré algunos pasajes y retoqué aspectos de la cuarentena”, puntualiza, “asemejando la obra a Las mil y una noches y ese método de engarzar argumentos como los pañuelos que saca el mago de su chistera”.
Cuanto más leía, asevera, más se daba cuenta de que la humanidad casi siempre ha actuado con el mismo estilo: negación, propagación de la infección y deriva revolucionaria. “Es una reacción muy típica. Esta es una novela política, por eso llevo cinco años nadando en un mar de detalles”, anota. Pamuk no quería fabular sobre un virus, sino centrarse en las consecuencias de una población “disgustada y furiosa”. “La humanidad quiere al mismo tiempo dos cosas de su Gobierno: que detenga la pandemia y que no cierre sus negocios, que les deje seguir con su rutina cotidiana, celebrando fiestas. Las demandas siempre son contradictorias”, resume, incapaz de entender a quienes no se quieren vacunar: “Siempre lo intento, hasta con fundamentalistas o terroristas, aunque eso no signifique que esté de acuerdo con ellos, y he sido incapaz de hacerlo con esa gente”.
Los mitos seculares
Pamuk añadió a la catástrofe el aislamiento dentro del aislamiento. Redujo el radio de acción. Intensificó, dice, las emociones. Y en ese microclima quiso incluir el paso de un sistema a otro, escrutar los pequeños cataclismos que conforman los capítulos de la historia: “Se ilustra cómo es cambiar de un imperio -el austrohúngaro, el otomano- a pequeños estados-nación. Todos requirieron de héroes como el de mi novela. Una vez muere el emperador, hay un surgimiento obvio de dos cosas: el nacionalismo y el secularismo, que están ligados. Una vez que el imperio y el rey se desvanecen, hay que inventar una nueva mitología o leyenda para que las personas estén dispuestas una vez más a ir a la guerra, a morir por una causa, a luchar por algo. Mi novela trata también de la invención de mitos seculares”.
Unos mitos que, mientras iba reseñándolos, surgían a su alrededor. De repente, esa atmósfera pretérita se adueñaba del momento actual con el SARS-CoV-2. El covid se extendía desde Wuhan e imponía una serie de protocolos inesperados. “Yo no he experimentado ninguna pandemia de peste y, de pronto, todo fue una sorpresa. Los turcos somos mediterráneos, nos encanta estar juntos, nos besamos siempre que podemos, pero hemos aprendido a no abrazarnos. Estamos cambiando. La manera en que pensamos sobre cómo resolver un problema de negocios está cambiando. Los museos están cambiando”, lamenta Pamuk.
“¿Ha aprendido algo la humanidad del pasado? Mi respuesta es que la humanidad se sigue enamorando y sufriendo. Hay tantas novelas sobre el amor, ¿y ha cambiado nuestra manera tonta de enamorarnos? No, en absoluto. Estas cosas son problemas del corazón humano. La literatura no va de cuarentenas. Va sobre el corazón humano, y eso cambia muy despacio”, arguye, metiéndose en otros terrenos en los que, por desgracia, también ha acertado.
Ahí está la casualidad que le llevó a mencionar a Bin Laden en Nieve, de 2002, y que luego se produjera el atentado del 11-S. O sus artículos sobre los obstáculos a los que se enfrentaría la Unión Europea con respecto a la imposición de bloques en la geopolítica mundial, los que hablaban de una paulatina pérdida de libertad de expresión en su país o los que alertaban sobre un auge de extremismos que podrían derivar incluso en un conflicto como el de Ucrania, que califica de “medieval” y le deja llorando de madrugada, tratando de entender el sufrimiento de los ciudadanos.
“Vladímir Putin nos ha recordado la otra peste de la humanidad, que son las bombas. Hay bombas atómicas disponibles y, quizás no en esta guerra, pero es posible que algún día exploten y maten a millones de personas. Esto es lo más desastroso. A finales de los años 40 hubo una novela llamada En la playa que narraba la historia de la humanidad después de la bomba atómica y cómo las nubes de muerte llegaban a Australia. La literatura abordó estas cuestiones en los años 40 y 50, pero se nos había olvidado que teníamos armas más temibles que la peste”, reflexiona, enfatizando ese germen perenne de asuntos que nutre a la literatura y su capacidad para no perder vigencia.
El escritor turco asegura estar “abierto a todos los libros, ya estén escritos ahora o hace quinientos años” y se posiciona contra la incipiente rusofobia: “Seguiré enseñando las obras de Tolstói o Dostoievski”, subraya. “La literatura no se está desvaneciendo, sino que cuanto más rica es la humanidad más tiempo dedican las personas a leer. No me quejo de internet, ni de la televisión. Creo en el valor de la literatura. Mis libros y muchos otros se están leyendo cada vez más”, sentencia definiendo “el arte de la novela” como “el arte de explicar una historia en la que las personas creen que esa historia inventada es real; o puede ser al revés: contar una historia verídica y que los lectores crean que es inventada”.
La historia como experiencia romántica
Para conocer el pasado, insiste, hay que leer libros de ficción. “Yo escribo novelas históricas, porque la historia me presta no sólo la verdad, sino lo que yo definiría como una obra romántica que deseo para enriquecer mis textos. En mis libros, la historia no está ahí para analizarla o comprenderla, sino que es algo que experimentar, algo con lo que confrontarse. Para mí, la historia ofrece la posibilidad de obtener una experiencia romántica más que una fuente de análisis racional”, cavila un autor que no solo ha elaborado una extensa bibliografía a raíz de narraciones épicas sino que ha cultivado el ensayo o ha participado en medios de comunicación con textos o entrevistas en las que habla de derechos humanos.
La mirada que no cesa
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Justo por culpa de esta última labor, Pamuk ha tenido que rendir cuentas ante los tribunales o abandonar temporalmente su residencia habitual. En 2004, fue llevado a juicio por “insultar y debilitar la identidad turca” después de mencionar los genocidios armenio o kurdo perpetrados por su país. Con Las noches de la peste ha ocurrido lo mismo: un abogado particular denunció y consiguió que la Fiscalía abriera una investigación por entrever paralelismos entre Kemal Atatürk, padre de la patria, y el oficial Kolagasi Kamil de la novela. Otra vez se referían a la ofensa de sus valores identitarios, precisamente con un texto en el que se critican los nacionalismos, los extremismos políticos y las tensiones entre Oriente y Occidente. “Es una acusación kafkiana”, zanja.
“Occidente se entendía por la civilización occidental, por su historia, por su industria, y es algo que podríamos reducir a la Unión Europea y a Estados Unidos. Pero ahora eso está cambiando. Hay países totalitarios, autoritarios, y países libres. Y puede que se esté formando un nuevo bloque”, resalta, volviendo a su tierra y a los movimientos que esta invasión puede suponer.
“Erdogan, que casi ha liquidado la libertad de expresión en Turquía y ha flirteado con Putin para hacer chantaje a la OTAN, o Viktor Orbán en Hungría, que también amenazó a la Unión Europea siendo el chico malo, están ahora en el otro bando, porque Rusia ha sido un enemigo desde hace 500 años y sólo la OTAN les puede proteger de una posible agresión. Una consecuencia muy palpable de la guerra en Ucrania puede ser que paren ese populismo antieuropeo y se alineen con la OTAN”, avanza, evitando caer en el rol de adivino. “Odio a la gente que se atreve a revelar el futuro. A veces digo: No me pidas que prediga el futuro, soy un novelista de novela histórica”, ríe, sabiendo que, imprevisiblemente, sus profecías suelen cumplirse.