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Maleta de libros

'Tranvía 83', de Fiston Mwanza Mujila

'Tranvía 83', de Fiston Mwanza Mujila.

infoLibre

Tranvía 83, Tram 83 en el francés original, llegó a molestar en 2014 a las letras galas. Su autor, Fiston Mwanza Mujila, no solo se atreve a haber nacido en Lubumbashi, República Democrática del Congo, en 1981, cuando aún era conocido como Zaire. También ha osado renegar tanto del África francoparlante como de la misma Francia para instalarse en Graz, Austria. Desde una editorial periférica (Éditions Métailié), poco a poco fue haciéndose sitio en la prensa y las librerías para ser finalmente reeditado en 2016 en Le Livre de Poche, la colección de bolsillo más popular del país vecino, y protagonizar lecturas en directo en el último Festival de Aviñón bajo la tutela de la emisora estatal France Culture. El libro llega al castellano de la mano de la también independiente Pepitas de Calabaza después de haber sido traducido a ocho idiomas —incluido el catalán, por el sello Periscopi— y tras haber optado al Man Booker Internacional y ganar el Internationaler Literaturpreis a una traducción al alemán. 

En la versión española, con traducción de Rubén Martín Giráldez, se aprecia también el ritmo "rapsódico" —según el jurado del galardón alemán— y empapado de jazzjazz que ha sorprendido por contraposición a la narrativa más convencional de otros autores africanos de éxito reciente, como Teju Cole o Chimamanda Ngozi Adichie. Tranvía 83 es el nombre de un club nocturno en el que se encuentran los dos amigos protagonistas, Lucien y Requiem, para refugiarse de una "Ciudad-País" —imaginaria, aunque parecida al Congo— rota por la guerra. infoLibre publica los primeros capítulos de la obra, que llega en septiembre a las librerías españolas. 

  Tranvía 83

1. En el principio fue la piedra y la piedra originó la posesión y la posesión la fiebre, y con la fiebre llegaron hombres de rostros diversos que construyeron vías férreas en la roca, fabricaron una vida de vino de palma, inventaron un sistema, entre minas y mercancías.

Estación del Norte. Viernes, entre las siete y las nueve de la tarde.

—Paciencia, amigo mío, ya sabes que nuestros trenes han perdido la noción del tiempo.

La estación del Norte se descomedía… Era poco más que una estructura metálica inacabada, demolida por obuses, con raíles y locomotoras que recordaban a la vía férrea construida por Stanley, campos de mandioca, hoteles baratos, restaurantuchos, burdeles, iglesias del despertar, panaderías y ruidos orquestados por los hombres, mezcladas todas las generaciones y nacionalidades. Era el único sitio del mundo donde uno podía ahorcarse, defecar, blasfemar, enamoriscarse y robar sin que nadie le prestase la más mínima atención. Además, flotaba un aire de complicidad permanente. Los chacales no se comen a los chacales. Se abalanzan sobre los pavos y las perdices y las devoran. La leyenda, que a menudo nos engaña, recogía la idea de que todos los proyectos del maquis y de las guerras de liberación nacieron allí, entre dos locomotoras. La misma leyenda, por si no bastase, pretendía que la construcción del ferrocarril provocó numerosas muertes que había que achacar a las enfermedades tropicales, a los fallos técnicos, a las malas condiciones laborales impuestas por la administración colonial, en fin: lo de siempre.

—Estación del Norte. Viernes. Entre las siete y las nueve de la tarde.

Llevaba allí tres horas, chocando con los pasajeros y esperando la llegada del tren. Lucien se había preocupado de insistir en la noción de tiempo y en aquellos trenes que batían todos los récords: descarrilamientos, retrasos,

aglomeración… Requiem tenía cosas más importantes que hacer que esperar a aquel individuo que, con el correr de los años, se había vuelto insignificante a sus ojos. Desde que le había dado la espalda al marxismo, Requiem tildaba de comunista de postal y de ideólogo de pacotilla a todo aquel que le privase de su libertad de pensar y actuar. Tenía que entregar una mercancía, su vida dependía de ello, pero el tren en el que venía aquel

cabrón de Lucien se hacía esperar.

Estación del Norte. Viernes. Entre las siete y las...

—¿Le apetece compañía al señor?

Una chica, vestida como viste cualquiera un viernes noche en una estación con la estructura metálica inacabada se paró a su lado. Un instante para evaluar el percal, un ruido sordo, un estruendo que indicaba la entrada de la bestia.

—¿Tienes hora, ciudadano?

Llevaba un rato observando a la muchacha y se la había imaginado en su catre a pesar de la penumbra. La atrajo hacia sí, le preguntó el nombre, «llámame Requiem», le pasó a la chavala los dedos por las tetas, otra frase: «Menudos muslos, como una botella de vodka…» antes de desaparecer entre la masa, viscosa, triste, pegajosa, lúgubre…

Hacía falta una indicación. Un lugar donde pudiesen charlar con tranquilidad. Como la chica insistía, suspiró, se mordió los labios y farfulló: «Quedamos en el Tranvía 83». Bien mirado no tenía mucho sentido, porque le tocaba acompañar a aquel Lucien de marras. Requiem hizo un visaje ante la idea. Y luego estaba la mercancía que había que entregar a los turistas recién llegados de Europa del Este. Mientras tanto, el jaleo iba en aumento. La pega era que los trenes que llegaban a aquellas horas de la noche transportaban a toda la chusma incapaz, tanto estudiantes como trabajadores de las minas, de llegar al centro por sus propios medios. Las vías, por razones hasta entonces desconocidas, partían en dos la única universidad local. Las clases de la tarde se veían alteradas no por el bullicio de la maquinaria, sino por el de los estudiantes que salían pitando de allí con sus cachivaches a cuestas, ya que perder aquel tren significaba cagarla pero bien, mi querido intelectual. El puñado de profesores que ocupaba los arrabales de la Ciudad-País hacía mutis al mismo tiempo que sus discípulos. El instinto de supervivencia no se enseña. Es innato. De lo contrario ya habrían implantado un curso de instinto en las universidades. Los trenes pasaban sin detenerse. Se arriesgaban a que los estudiantes más rápidos se agarrasen a los cochambrosos vagones, ¡costase lo que costase! A la frivolidad de aquellos estudiantes que creían que les estaba permitido todo se oponía la brutalidad de los cavadores que iban y venían en aquellos mismos trastos. Los primeros recriminaban a los segundos que malbaratasen su dignidad a los explotadores y negociantes mineros de diversa índole. Los segundos se burlaban, demostrando con sus cuerpos mugrientos y agarrotados a causa de tanta radioactividad que no hace falta pasar por las aulas para follar y celebrarlo luego con una cerveza bien fresca. Además, algunos estudiantes tanteaban el tema de las minas para saldar sus deudas.

Requiem se puso a buscar la aguja en aquel pajar. Los estudiantes, consumidos y superados por los acontecimientos, furiosos, esgrimían teorías como si fuesen botines de guerra. Los mineros-cavadores o cavadores-mineros, depende, soltaban por la boca imprecaciones que nos abstendremos de repetir. Todas las noches la misma canción. Se miraban de reojo, torcían el gesto y terminaban llegando a las manos. Una leyenda daba la cifra de mil setecientos muertos, sin contar los asfixiados y otros heridos graves, durante los últimos enfrentamientos.

Fatigado por el ruido y por el alcohol que acababa de trasegar, Requiem se apoyó contra una columna y esperó a que se largasen. Deambularon por los andenes hasta las tantas de la noche, los estudiantes con su huelga, los mineros-cavadores con el aliento apestando al último trago.

—Soy una mujer libre, pero todavía estoy buscando al hombre de mi vida.

Él ya estaba pensando en los pechos siliconados de la chica que lo esperaba en el Tranvía 83. Después de tantos años, ¿cómo se las ingeniaría para deshacerse de Lucien y esfumarse con aquella muchacha por los meandros de la noche? Los mineros y los estudiantes seguían retándose. Tomaban el mismo camino a ninguna parte, en el apogeo de las amenazas que proferían. Requiem sintió una especie de presencia. Arqueó las cejas: Lucien, en carne y en los puros huesos… Requiem se adelantó hacia él. Se dio cuenta de que su amigo había perdido muchísimo peso. Que se acababa una época, que una civilización daba los últimos coletazos… Lucien iba vestido de negro de los pies a la cabeza, llevaba una bufanda roja a juego y un montón de papelajos bajo el brazo. Una bolsa de polipiel en bandolera desgastada por el uso. El pelo desgreñado. La cara arrugada. El bigote intacto. La mirada fría. La voz ronca. Se abrazaron sin demasiado entusiasmo.

—Esos cabrones, no me digas que te han torpedeado el cerebro…

—¿Y tú qué te cuentas?

—¿Y Jacqueline?

—Es una larga historia.

—¿Cómo te ha ido?

—Ya te contaré…

—Cabrones, los muy cabrones, son…

—¿Me llevas…?

—Sí —respondió Requiem con frialdad, seguramente atormentado por la chica vestida como viste cualquiera un viernes noche en una estación con la estructura metálica inacabada, donde los rebeldes disidentes hambrientos de sexo, los estudiantes y los cavadores toman el mismo camino.

—Soy una chica con la sensibilidad a flor de piel.

Al hombre que se había bajado del tren le corrían dos lagrimones por la cara en aquella estación cuya estructura metálica… Atravesaron en silencio el vestíbulo y las demás zonas del recinto, sitiadas por madres solteras en la estacada, profesores malvendiendo apuntes de clase, intelectuales que apestaban a pez en salmuera, artistas cubanos que tocaban salsa, flamenco y merengue porque sí.

2. Primera noche en el Tranvía 83: noche de la depravación, noche de la curda, noche de la mendicidad, noche de la eyaculación precoz, noche de la sífilis y otras enfermedades de transmisión sexual, noche de la prostitución, noche de la triquiñuela, noche de la danza y de la danza, noche que engendra cosas que no existen sino en un exceso de cerveza y en la intención de vaciar unos bolsillos que chorrean minerales de sangre, esa boñiga elevada a la categoría de las materias primas; en el principio fue la piedra…

—Andábamos en medio de las tinieblas de la historia. Éramos la gallina de los huevos de oro de un sistema de pensamiento que se aprovechaba de nuestra juventud, que nos machacó por completo. Éramos una mierda.

—Teníamos un ideal, la inocencia…

—La inocencia —repitió Requiem con un estallido de risa—. La inocencia dices, ¿en serio? La inocencia es una bajeza. Hay que vivir con la época, hermano mío.

—No has cambiado ni pizca.

—Aquí no se envejece, uno existe y punto.

—Requiem…

—Aquí como en Nuevo México, sálvese quien pueda pero yo primero.

El Tranvía 83 era de los restaurantes y bares de busconas mejor surtidos. Su fama se extendía más allá de las fronteras de la Ciudad-País. Ver el Tranvía 83 y diñarla, repetían los turistas que llegaban de todas partes del mundo para despachar los asuntos corrientes. De día erraban como zombis por las zonas mineras que acumulaban a manos llenas, y de noche aterrizaban en el Tranvía 83 para refrescar la memoria. De modo que el lugar pasaba por un auténtico teatro a pesar de ser un gran circo. Y esto es lo que se oía de fondo.

—Me muero de ganas de masajearte el cuerpo para ir calentando y después lamerte lentamente, lamerte el cuerpo entero, lamerte hasta quedarme sin saliva.

Los clientes potenciales no se privan de abordar a las mujeres libres con la misma cantinela no solo en el Tranvía 83, sino en la propia universidad.

Músicos por casualidad o prostitutas de la tercera edad o prestidigitadores o pastores de iglesias del despertar o estudiantes con pinta de mecánicos o médicos que diagnostican en los antros nocturnos o jóvenes periodistas ya jubilados o travestis o revendedores de zapatos de segundo pie o actores porno amateurs o  bandoleros o proxenetas o abogados expulsados del colegio u hombres para todo o extransexuales o bailarines de polca o piratas de mar o demandantes de asilo político o estafadores de bandas organizadas o arqueólogos o cazarrecompensas de poca monta o aventureros de tiempos modernos o exploradores en busca de una civilización perdida o vendedores de órganos o filósofos de la purria o vendedores ambulantes de agua potable o peluqueros o limpiabotas o reparadores de piezas de recambio o viudas de militares u obsesos sexuales o apasionados de las novelas románticas perfumadas de agua de rosas o disidentes rebeldes o hermanos en Cristo o druidas o chamanes o vendedores de afrodisíacos o escritores públicos o vendedores de auténticos pasaportes falsificados o traficantes de armas de fuego o recaderos o chamarileros o mineros prospectores escasos de liquidez o hermanos siameses o mamelucos o salteadores de caminos o francotiradores o arúspices o falsificadores de moneda o militares ansiosos por violar o bebedores de leche adulterada o panaderos autodidactas o marabús o mercenarios aludiendo a Bob Denard o alcohólicos inveterados o cavadores o milicianos que se autoproclaman «dueños de la tierra» o políticos narcisistas o niños-soldado o cooperantes contra viento y marea en mil proyectos pesadillescos de construcción de vías férreas y de explotaciones caseras de minerales de cobre y manganeso o potrillas o camellos o ayudantes de camarero o repartidores de pizza o vendedores de hormonas del crecimiento, toda clase de tribus invaden el Tranvía 83 en busca de una felicidad barata.

—¿Les apetece compañía a los señores?

Con apenas dieciséis años, embutidas en dos corsetitos minúsculos, dos chiquillas los recibieron con una sonrisa inextricable. Requiem se paró delante de la de la melena sabana boscosa.

—Tus pechos sacian mi sed…

—Señor…

—¿Una sesión de masaje cuánto cuesta?

La chica dijo una cifra.

—¿Tú sabes que la bolsa de Tokio está en caída libre?

Ella lo agarró por las muñecas…

—Beneficio igual a precio de venta más precio de compra menos el embalaje…

En la fachada del Tranvía, un cartel enorme: «Se desaconseja a pobres, desgraciados, incircuncisos, historiadores, arqueólogos, cobardes, psicólogos, tacaños, imbéciles, insolventes con la mala suerte de no haber cumplido los catorce años, sin olvidar a los elegidos de la casa 12, los cavadores sin blanca, los estudiantes sádicos, los políticos de la Segunda República, los historiadores, los que imparten lecciones, los soplones…». Requiem se apuntó el número de teléfono de la chica. Entraron en el establecimiento. Nada de especial en aquel Tranvía 83. Todo a oscuras. La cueva de Lascaux, parecía. Hombres. Mujeres. Niños con vasos y cigarrillos. Al fondo, un grupo de música que masacraba, y con desfachatez, algo de Coltrane, «Summertime», sin duda. Fueron hacia la barra. Dos chicas con un par de tomates superextra por tetas los siguieron de inmediato; «acecho», lo llaman.

—¿Tienes hora?

Nada. Los ojos de Requiem patrullaron los escotes. Una de ellas era la chica que lo había abordado en la estación cuya estructura metálica…

—¿Tienes hora? —repetían las madres solteras, austeras y decididas.

Identificar a todas las mujeres que entraban en el Tranvía 83 suponía una tarea colosal. Luchaban todas encarnizadamente contra la vejez. Difícil aventurar diferencias entre las de menos de dieciséis, a las que llaman

potrillas, las madres solteras y las que tienen entre veinte y cuarenta años, a las que se refieren también como madres solteras si bien no tienen niños, y las mujeres sin edad cuya edad fija comienza a partir de los cuarenta y

uno. Estas últimas se maquillan día y noche, llevan relleno en los pechos, son muy directas a la hora de entrarles a los clientes y tienen nombres de sonsonete extranjero: Marilyn Monroe o Marlene Dietrich o Romy Schneider o Bessie Smith o Marlene Dietrich o Simone de Beauvoir, por puro afán de subrayar su presencia en el mundo.

—Mira el reloj de tu padre —contestó Requiem.

Cogieron la tercera mesa a la izquierda de la barra, que ofrece una vista despejada de las puertas de entrada y de los jazzistas que continuaban envileciendo la música y de los lavabos y de la barra y de una hilera de madres

solteras alérgicas, agresivas, célibes y maduras, para acabar de rematarlo. Requiem, en sus momentos de locura, repetía a quien quisiera escucharlo que es preferible para controlar la circulación y las partidas de bautismo

escoger una mesa que permita dominar de un vistazo las zonas mencionadas, recapitulemos: la barra, las instalaciones sanitarias, las mujeres solas, las puertas de entrada, los músicos (incluso cuando se escabullen al camerino para fumarse su marihuana), las camareras, las ayudantas de camarera… Se quedaron un rato sin dirigirse la palabra. Hacía falta valor para iniciar un diálogo en medio de aquel tumulto fruto de una música desgalichada; los berridos de los turistas y demás advenedizos que podían identificarse en aquel ambiente, extasiándose, meneándose, susurrando, lamentándose y sacándose billetes que lanzaban a los músicos. «Échame un polvo…», «¿Tienes hora?», «Te doy mi cuerpo, espósame, hazme tu esclava, tu mercancía, tu coto privado…». Esto alimentaba el fervor de la orquesta y, en consecuencia, el linchamiento de aquella bella melodía… En los laberintos de la Ciudad-País no se escucha jazz para olfatear las cañas de azúcar, recuperar la conciencia negra o saborear la belleza de las notas: se escucha jazz porque uno escucha jazz si duerme sobre billetes de banco, si uno trapichea a diario con su mercancía, si uno se ocupa de una planta de extracción, si uno es primo del General disidente, si uno mantiene a una queriducha que lo tiene atado a la cama con la cabeza medio ida. El jazz es señal de nobleza, es la música de los ricos y de los nuevos ricos, de quienes construyen este hermoso mundo roto. Esos no escuchan rumba, que consideran sucia, primitiva e impropia al oído. Entre la rumba y el jazz hay un océano, dicen. Uno no se zambulle en el jazz como lo haría en una rumba con salsa zaireña. El jazz es, para empezar, un terreno escarpado, un acantilado que no se puede escalar sin una idea previa de sus orígenes, su desarrollo, sus grandes figuras… El jazz ya no es la historia de los negros. Ya no hay más que turistas y gente que afloja la pasta para conocer los fundamentos de esta música. Es la única identificación con cierta burguesía, la burguesía de última hora. En consecuencia, cuando los músicos atacan su jazz, todo el Tranvía 83 abandona su mórbida modorra. Suena una nota de saxofón y ya tienes el carnaval montado. Cavadores y estudiantes adoptan las actitudes de los turistas. Miran, sonríen, alzan el vaso de cerveza, andan, abren la pista, llaman a las camareras y a las ayudantas de camarera como si fuesen turistas, adoptan el aire altivo de los samuráis, la gestualidad de un marajá, la seguridad de un dalái lama. Las chiquillas, las camareras y las ayudantas de camarera no se dejan engatusar. Con la sonrisa de la reina de Inglaterra en el rostro, imitan a emperatrices imaginarias. La chusma del Tranvía 83 no tiene otra herramienta que el jazz para cambiar de clase social como quien cambia de metro.

—Yo, tú, el amor, soy yo, hazme el amor, tú y yo, el amor-hacer…

Los dos amigos se miraban sin decir nada. Lucien se sorprendió de la lentitud burocrática del servicio. Requiem tenía la contraseña, el código de circulación, el documento anexo, el enigma. Las camareras y las ayudantas de camarera, para darse importancia, arrastraban los pies, ponían mala cara y molestaban a la clientela.

—¿Tienes hora? —insistían otras jovencitas de pie a su lado, al rescate de las dos primeras, la pechuga prominente, apta para una sesión de masaje, revolcón y otros ingredientes de la noche.

Una pareja auténtica, postcolonial, se les sentó al lado. Al hombre se le podían echar unos veinte años, y magreaba el busto de su cónyuge, una señora de sesenta y ocho, confirmó Requiem, que andaba recitando su retahíla. «Tienes una sonrisa que me hace perder el equilibrio por completo, te quiero noche y día, te quiero el lunes, el martes, el miércoles…». Él tenía que ser por fuerza estudiante o empleado de algún pequeño negocio en quiebra. En este territorio del África ecuatorial, la juventud es un lujo. Quienes tienen menos de treinta y cinco años son potencialmente rencorosos, xenófobos, timadores, charlatanes y capaces de emplear cualquier estratagema, el jazz o el matrimonio de equilibrio, para salir del enclaustramiento que supone la miseria.

—El fenómeno de reequilibrio, de correspondencia y de integración corporal tiene que ver con ambas partes —prosiguió Requiem entre calada y calada—. Estuve seis meses al frente de una agencia que facilitaba contactos entre hombres jóvenes y mujeres mayores, o entre potrillas y turistas.

—¿Tienes hora?

—Mira el reloj de tu padre…

Todo el mundo fumaba desaforadamente. Se identificaban con el jazz. Se manoseaban a oscuras. Agarraban a las madres solteras… Por fin se acercó una camarera con cara de pocos amigos. Colocó de malas maneras en medio de la mesa las dos botellas de cerveza que se suponía debía servirles desde hacía una hora y cuarto. Pagaron la cuenta, pero ella se quedó allí plantada esperando la propina. Ellos se hicieron los longuis. Ella comprendió la estrategia y contraatacó astutamente. Se negó a abrir las botellas. Lucien se sacó una moneda, pero Requiem le agarró la mano.

—Regla número 1: nunca te dejes intimidar por una camarera histérica. Esto no es Moscú. Aquí la propina es obligatoria, pero nosotros, que conocemos el Nuevo Mundo, hacemos una excepción. Anulamos toda propina exigida por la fuerza. ¡Que nos denuncien si quieren, las camareras! Las minas y sus turistas me conocen; me conocen, los turistas y las minas.

Ella no lo veía así:

—¡Gigoló!

—La propina es un arcaísmo, yo la doy cuando me da la gana.

Para zanjar el asunto, decidieron abrir las botellas con los dientes. Humillada, la camarera los insultó, los amenazó con rajarlos con una navaja, arrambló con los vasos y desapareció. Se pusieron a beber a morro. Los músicos continuaban a lo suyo, lo mismo que los turistas, el joven y su mujer sin edad, las chicas de los pechos de mandarina empecinadas en su sola y única cantinela:

—¿Tienes hora?

—A lo mejor…

Lucien sacó su libreta, escribió: «Esto no es un bar. ¿Dónde irán a desahogarse cuando no queden mujeres al alcance de sus fantasías? ¿Dónde irán a soltar su simiente? ¿Dónde irán a ahogar sus penas cuando no haya donde pillarse una buena cogorza? ¿Dónde irán a menearse cuando ya no haya más salsa? La salsa y el jazz no son eternos, ¿qué harán para identificarse con los turistas azerbaiyanos?».

Requiem recibía llamadas telefónicas que atendía antes de proseguir: «Diga, señor; diga, teniente; lo que la señora desee; diga, ciudadano, regla número 10: si tocas, juegas; doble o nada, quien pierde gana; aquí cuenta la

leyenda que la Ciudad-País muere de pie; ¿el señor es belga?».

Con el trasiego de las cervezas fueron asumiendo lo evidente. Las corrientes de resaca les habían abierto el camino. Ya no podían cantar en el mismo coro. Ya no eran sino dos formas de vida extraviadas en una ciudad convertida en país por la fuerza de los kaláshnikovs.

—¡Propina!

El ejército gubernamental y los disidentes rebeldes se pasaban todo el santo día luchando. Para reencauzar las cosas, la comunidad internacional había prestado apoyo a las diecinueve conferencias nacionales soberanas, 

que habían dado un resultado más bien magro. El gobierno central, pese a los soldados destacados en China, Sudán, Angola y Cuba, no era capaz de atajar la insurgencia. Esta última acusaba al gobierno central de llevarse la parte del león. Sin nuestra provincia, este país es una mojiganga, vociferaba el General disidente. No podemos conformarnos con migajas cuando coméis gracias a nosotros. Los rebeldes luchaban con flechas, machetes y hondas. Iban al frente con un brujo y observaban un montón de prohibiciones destinadas a otorgarles la invulnerabilidad: abstinencia sexual ilimitada, nada de bañarse, nada de carne de ternera o de llevar calzado, etcétera. Exasperados por la duración del conflicto, los rebeldes se replegaron en un trozo de tierra de la provincia tremendamente rico y objeto de codicia al que llamaron Ciudad-País. Por si fuera poco, bautizaron el antiguo territorio nacional —inútilmente vasto, desértico a más no poder, atravesado por un gran río que prácticamente de nada servía aparte de para suicidarse en el océano— con el nombre de Transpaís.

Como estaba al alcance de todos los bolsillos, las hordas asaltaban la capital de la Ciudad-País, la capital más pequeña del mundo, constituida nada más que por un bar, el famoso Tranvía, y la estación cuya estructura metálica inacabada recuerda la figura de Henry Morton Stanley. La leyenda clasifica dichas hordas en tres categorías.

Primera categoría: individuos diurnos, en su mayor parte empleados con muchos meses de salario impagado, omisión cuya estadística solo ellos conocen y sufren. Antes de la secesión ya vivían en la miseria.

—¿Tienes hora?

La segunda categoría la componen sonámbulos. Temen, por lo visto, morirse mientras duermen. Por eso andan siempre trasegando una poción que los mantiene en vela día y noche. En este grupo tenemos a los estudiantes, los cavadores, las potrillas, los turistas con ánimo de lucro, los amigos y colaboradores allegados de la Disidencia.

Para terminar, la categoría más testaruda, la que componen las madres solteras, los vendedores de órganos, los niños-soldado con sus kaláshnikovs, los apóstoles, las camareras y ayudantas de camarera de noche, los músicos venidos del ex-Zaire, los bandidos y otros ladrones. Duermen durante el día y saben mejor que nadie cómo llegar a fin de mes. Doctores honoris causa en todas las materias (corrupción, drogas, sexo, pillaje, minerales, malversaciones, cogorzas…), la noche es su principal negocio.

Los jazzistas se marcharon después de tocar una pieza de Gillespie, «A Night in Tunisia».

Tres nigerianos, el cuerpo dislocado, gafas de culo de botella, pelo a lo afro, pantalones de campana y camisas a rayas, tomaron el relevo. Árbol que oculta el bosque, su única canción («Life Cries Out, When Will You Wipe My Tears?») se prolongó a lo largo de trece estrofas hasta la madrugada.

—Tenemos balada para cuatro horas mínimo —refunfuñó Requiem clavando la mirada en la señorita que los observaba desde el palco.

Los nigerianos, originarios de Ogbomosho, narraban las peripecias de una princesa «que llegó a la Ciudad-País una noche de enero, se rindió a los encantos de un cavador casado y padre de dos niños. Se hizo amiga de la esposa de su amante y la colmó de dádivas…». La continuación de la historia se perdería a partir de la octava estrofa, porque estaba en igbo, yoruba y hausa.

—Propina…

—¿Por qué vas tanto al lavabo? Al final vas a mear el cerebro.

—¿Tienes hora?

Aquel continuum desencadenó lágrimas y rechinar de dientes. Una de las componentes de la trinidad reventó el techo con su voz ronca a fuerza de cigarrillos de segundo labio y electrificó así el Tranvía entero. Mientras los nigerianos se plañían, una madre soltera con los pechos al aire armada con una cesta se paseaba entre las mesas. Los turistas con ánimo de lucro, los mineros, los estudiantes, las camareras, las ayudantas de camarera, los profetas, los sumos sacerdotes de la Segunda República expulsados de su exilio dorado y el resto de escoria humana se arrepentían, abrían sus corazones y le echaban unas monedas.

—¿Tienes hora?

Requiem pegaba tragos a morro con la mano izquierda embutida en el pantalón.

—Nunca se está a salvo de envenenamientos —subrayó como para denunciar la actitud estricta de las camareras y ayudantas de camarera.

Requiem y Lucien continuaron vaciando sus botellas, intercambiando miradas, breves frases, sonrisas forzadas. No tenían nada, prácticamente nada más, que gruñirse tras diez años sin verse. Evitaban aludir a Jacqueline… Aun así, muy raro todo. A Lucien, locuaz en otros tiempos, se le atascaban las palabras. De vez en cuando se sacaba de la bolsa una libretita. Ponía por escrito el Tranvía 83 y sus chicas de tetas elásticas. Ponía por escrito la peste que echaban los cavadores muertos de ganas de follar por detrás. Ponía por escrito la locura de los suicidas. Ponía por escrito la angustia de los turistas. Ponía por escrito las zalemas de las potrillas.

—¿Tienes hora?

Ponía por escrito a los jazzistas, los jazzistas nigerianos, originarios de Ogbomosho.

Lucien se empleaba a fondo en conversar.

—¿Qué haces en tu tiempo libre?

—Te acordarás de nuestra primera salida, que la sala llena a reventar…

Requiem se mantenía evasivo, discreto y grosero.

—Mi pasado me la pela…

—¿Tienes novia?

—A lo mejor.

—El tiempo pasa volando.

—A mí lo que me gusta es el dinero…

—Trabajas duro, por lo que veo.

—Me estás comiendo el terreno…

—Tú…

—Este jazz no me gusta.

—Estoy a punto de currarme un texto.

—En el Nuevo Mundo las potrillas se ganan el pan con el sudor de sus tetas…

—Me alegra verte de nuevo.

—Qué cargante eres…

Mientras tanto, inspeccionaba las curvas que patrullaban el sector. La esteatopigia era el único canon de belleza allí. No había chavala que no estuviese dotada de nalgas brasileñas. Se atiborraban desesperadamente de un brebaje a base de soja, píldoras y comida para cerdos con el objetivo de ensanchar el perímetro de sus grupas. Los efectos dejaban un tanto que desear: nalgas en forma de piña, de aguacate, de globo o de pelota de béisbol; una nalga exageradamente más pronunciada que la otra, nalgas oblicuas, cuadradas, rectangulares; nalgas que pedaleaban con vida propia, etcétera. Una señorita se paró. Discutieron en morse, sin duda una tarifa. La señorita se alejó hacia el lavabo. Requiem se levantó, siguió a su presa… Los lavabos del Tranvía 83 eran mixtos. Los lavabos del Tranvía 83 no estaban divididos por sexos ni procedencia de los turistas. Carecían de alumbrado a fin de facilitar la danza de los cuerpos. Requiem y la chica entran en la gruta, salen con la cara sudada. La jamelga, los tejanos ajustados, se va subiendo la cremallera. En medio de la muchedumbre, a Requiem lo llaman por teléfono, ordena: «¡Coge el coche y recupera la mercancía, payaso!».

—Propina…

—¿Tienes hora?

—¿Qué haces en tu tiempo libre?

—En el Nuevo Mundo…

—El baile del caballo, puedo mamártela, incluso.

—Mamarla es mi pasión.

Un turista medio borracho irrumpió en tromba en el Tranvía.

—Mira, a este lo tengo comiendo de mi mano —dijo Requiem mirándolo con desprecio—. Siempre viene bien guardarse fotos de la gente. Tengo fotos suyas desde hace dos años y desde hace dos años es mi esclavo. Es capaz de chuparme la tranca, si me viene en gana.

—¿Qué fotos?

—Ya te contaré. Por otro lado, voy a ver si consigo también fotos tuyas.

El turista se dirigió hacia Requiem y Lucien en cuanto los vio y los saludó con grandes zalamerías.

—Llenaos el estómago, comed lo que queráis, bebed hasta reventar, que me lo apunten a mí. Voy a decírselo al dueño.

Requiem soltó una risotada.

A Lucien, con los nervios de punta, le dolía la barriga. El viaje en tren lo había dejado hecho polvo. Fingía aguantar para no disgustar a Requiem, que no estaba de humor para charlar. Vaciaron el local cuando tocaban al ángelus. Fuera, lo mejorcito de la sociedad. Dos criaturas les propusieron un trato. «¡Sabemos cómo haceros entrar en calor!». Lucien balbuceó y pretextó cansancio. Requiem le recomendó un remedio medicinal. Requiem

apaciguó a las chicas, que ya reclamaban un pago por el tiempo perdido «hablando chorradas, cuando os estáis muriendo de ganas…». Requiem calmó a Lucien, que seguía quejándose. Requiem dominó la situación…

—El Nuevo Mundo, Nuevo México, la época contemporánea…

—Estoy casado.

—No hay hombre fiel.

—Pero Requiem…

—No quiero ponerme desagradable…

—Piensa en Jacqueline…

—Que se haga un hombre.

Una de las chicas:

—La chupamos bien.

Un joven con un cubo corrió hacia ellas. Hicieron acopio de cacahuetes, limones, brochetas, estimulantes y otros afrodisíacos. A lo lejos, entre dos melancólicos «¿tienes hora?», las imprecaciones de los cavadores; lanzada

desde lo alto de un minarete, una fetua reclamando la ejecución sumaria del propietario del Tranvía 83; una tragaperras en plena calle que llevaban a cuestas un par de mozambiqueños; el rugido de las tartanas, los

monólogos de un kaláshnikov, los lamentos lúgubres y nostálgicos de una perra en celo. ________________

Tranvía 83Fiston Mwanza MujilaTraducción de Rubén Martín GiráldezPepitas de calabazaSeptiembre de 201718 eurosTranvía 83

La editorial

La editorial riojana Pepitas de calabaza lleva por lema una proclama autoirónica que pocas empresas aguantarían: "Una editorial con menos proyección que un cinexín". La broma dura ya casi dos décadas publicando, despacito y con buena letra, narrativa y ensayo. Entre sus títulos más destacados está la obra de José Luis Cuerda —de cuya película Amanece que no es poco sacan el nombre: "Calabaza, se acaba un nuevo día…"—, La abolición del trabajo de Bob Black, los ensayos de Lewis Mumford o Volar de Henry David Thoreau.

En su línea, aunque muy ecléctica, se puede detectar un interés por los movimientos revolucionarios y libertarios —Ahora, del Comité Invisible; Los obreros contra el trabajo, de Michael Seidman—, el humor —el mencionado Cuerda, el volumen colectivo Patafísica o Gracias y desgracias del ojo del culo, Gracias y desgracias del ojo del culode Francisco de Quevedoy la literatura que escapa al canon y lo académicolos Diarios de Iñaki Uriarte o la obra de Julio Camba—. A los mandos de la nave, Julián Lacalle y un colectivo más o menos anónimo con ojo de lince y ganas de recorrer otros senderos editoriales.  

 

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