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Vacaciones de dos años

Varios militares desfilan durante la Jura de Bandera del personal civil, en la plaza de Oriente, en Madrid (España)

Ramón Gasch

Hace ya mucho tiempo, tendría yo unos veinte años, recibí una invitación irrenunciable a pasar una temporada en determinado lugar. De entrada, la cosa me pareció atractiva y no sé si mi afición a la aventura o las ganas de marchar de aquel entorno encorsetado y aburrido en el que vivía, me llevaron a aceptar aquella amable invitación.

De entrada, el desplazamiento hacia aquel remoto y paradisíaco lugar me pareció demasiado abrumador. Cientos, quizás miles, de “voluntarios” fuimos aposentados en un tren, casi cómo borregos, pero, en fin, la atracción del viaje y el destino eran ciertamente, muy atractivos. Al llegar continuaron las sorpresas. De entrada, nos dieron ropa igual para todos para movernos por el sitio. Ante tamaña situación algunos protestaron, pero la respuesta fue tan convincente que todos aceptamos la situación.

Otro aspecto bastante conflictivo era la comida. Todos los invitados al lugar almorzábamos en unos grandes comedores y la comida no era precisamente agradable: más bien todo lo contrario, hasta el punto de que yo salía a comer fuera cada día antes de morir de inanición.

Una cosa sí que era divertida: los diversos entretenimientos que los organizadores montaban cada día. Estábamos rodeados de montañas y las excursiones a paso ligero arriba y abajo, los ejercicios físicos, las lecciones de símbolos y otras cosas, permitían que todos estuviéramos la mar de entretenidos. Otros ejercicios más fogosos y ruidosos no los explico, porqué estoy convencido que eran ilegales, o como mínimo, alegales.

Madrid, lo siento, pero me matas

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Un día si que montaron un espectáculo increíble: a todos nos hicieron pasar por debajo de un gran trapo y nos indicaron que el juego consistía en estamparle un óculo a la tela. La verdad es que a mi me pareció bastante poco higiénico, puesto que yo, por ejemplo, tenía 435 invitados delante de mí, los cuales habían de pasar sus narices por el mismo sitio, con lo que al llegar mi turno ya os podéis imaginar cómo estaba la cosa.

El caso es que al cabo de un tiempo les dije a los organizadores que mi invitación se prolongaba demasiado y que me iba a marchar. Las razones que me expusieron para que no me moviera, también eran del todo convincentes y por lo tanto me quedé. Al cabo de dos años un día, sin más, me dijeron que ya podía irme. Ostras, que mala suerte… ¡En aquel momento yo ya me hubiera quedado, per sécula seculórum!

Esta historia no la había contado a nadie hasta hace poco que la expliqué a un amigo mío, el cual mostró un rostro de sorpresa y me contestó: Tío… ¿No me estarás hablando de la mili? Y entonces caí en la cuenta. Pues claro, aquella invitación irrenunciable fue la mili. Si señores… ¡La puta mili!

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