Urge volver a València Pilar Portero
Putin, no Tolstói, es nuestro enemigo: por qué España se equivoca con la censura del arte ruso
El pasado 9 de marzo el Ministerio de Cultura de Miquel Iceta informaba de “la suspensión de los proyectos e iniciativas en curso con la Federación Rusa, así como la cancelación de aquellas que se hubieran previsto y aún estuvieran pendientes de iniciarse”. Con ese comunicado, anunciaba que España se sumaría al veto a la cultura rusa de algunos países y empresas occidentales. Así, en unas pocas semanas, la filarmónica de Múnich despedía a Valery Gergiev, el Teatro Real cancelaba las funciones del Ballet Bolshói, y hasta Netflix anunció que cancelaba la adaptación de “Guerra y Paz” de Tolstói.
Este veto es un enorme error por numerosas razones, y en este artículo me centraré en tres de ellas. En primer lugar, porque afecta a multitud de artistas cuyas obras representaron espacios de resistencia a autoritarismos análogos al de Vladimir Putin. En segundo lugar, debido a los peligros de presentar la cultura rusa como un “todo”, discurso que acaba vinculando al pueblo ruso con su gobierno y que ha comenzado a traducirse en ataques rusófobos en Europa y en EE. UU. En tercer lugar, por lo ineficiente que es como medida: no tiene sentido recurrir a esta opción mientras no se sancionan el gas y el petróleo ruso.
Empecemos con el problema más evidente: lo absurdo que resulta invisibilizar o censurar la obra de artistas rusos, pasados o contemporáneos, que se enfrentan o enfrentaron a autoritarismos. Tomemos como ejemplo el caso del Museo Ruso de Málaga, que funciona como sede satélite del Museo Estatal de Arte Ruso de San Petersburgo y que sin duda es una de las joyas museísticas de la ciudad andaluza. Tanto el grupo municipal del PSOE como el de Cs llevan semanas presionando al alcalde de la ciudad, Francisco de la Torre, a deponer las obras del museo y cerrarlo inmediatamente. En el caso del PSOE, el partido se opuso a que el museo permaneciera abierto con la propuesta de reemplazarlo por un entorno que diera sitio a los artistas locales (como si fuera dicotómico), según informaba el Diario Sur. Irónicamente, el museo alberga en este momento una exposición sobre “Guerra y Paz” que aborda los horrores de la guerra y cuenta con las pinturas de vanguardistas como Kazimir Malévich, Aleksandr Labás o Sofia Dímshits-Tolstaia, catalizadoras artísticas del pacifismo ruso que León Tolstói desarrolló a raíz de su experiencia en la Guerra de Crimea. Tratar de vetar la obra de artistas como Malevich, pintor de origen ucraniano y polaco, condenado por la NKVD (precursora del KGB), resulta un ataque injustificado a la resistencia que plantea el arte frente a los autoritarismos y, de paso, un ataque a nuestra propia cultura.
Empecemos con el problema más evidente: lo absurdo que resulta invisibilizar o censurar la obra de artistas rusos, pasados o contemporáneos, que se enfrentan o enfrentaron a autoritarismos
En segundo lugar, conviene analizar esta “mezcla” discursiva del gobierno ruso con la cultura rusa. Respecto al “Affaire Gergiev”, alguien tan poco sospechoso de ser ambivalente como Daniel Barenboim (probablemente el gran director de orquesta más políticamente comprometido del mundo con su West-Eastern Divan, fundada junto a Edward Said), insistía en que “la cultura rusa no es lo mismo que la política rusa”. Tras concluir su concierto con el himno de Ucrania, insistió en que “no debemos permitir una caza de brujas contra el pueblo y la cultura rusos. Las prohibiciones y boicots emergentes, por ejemplo, de la música y la literatura rusas en varios países europeos, evocan las peores asociaciones en mí".
Este tipo de asociación discursiva en tiempos de guerra entre el gobierno del enemigo y su cultura ha llevado a algunos de los episodios más oscuros en democracias occidentales. Y pese a que se han dibujado muchas analogías con las causas de las dos guerras mundiales, estos episodios se han recordado poco: la “desalemanización” de los EE. UU. y Reino Unido en la Primera Guerra Mundial y, como expresión extrema de estas reacciones, el internamiento en campos de trabajo en su propio país de cientos de miles de ciudadanos estadounidenses de ascendencia o costumbres alemanas, italianas o japonesas. Como escribía Jorge Tamames hace unas semanas, las analogías históricas no proporcionan soluciones prefabricadas, pero sí nos otorgan una perspectiva de lo que puede llegar a pasar si persistimos en ciertas dinámicas. Resulta imposible ignorar la manera en la que la medida anunciada por el Ministerio de Cultura “rima” con el proceso de desalemanización llevado a cabo en EE. UU., donde se llegó a prohibir la música, la literatura, el idioma e incluso los nombres alemanes a través de leyes que la Corte Suprema derogó un lustro después con casos como Meyer v. Nebraska. Asimismo, este tipo de medidas contra la cultura rusa implica regalarle a Putin el argumento esencial de su narrativa nacionalista: “la guerra y las sanciones no son contra él sino contra el pueblo ruso”. Nunca conviene, Y menos en tiempos de guerra, participar en la asociación entre una cultura y un gobierno.
Por último, resulta sangrante que los gobiernos occidentales hayan decidido utilizar esta carta, de efectividad limitada, cuando se mantiene la excepción del embargo a productos energéticos. Esta medida se debe fundamentalmente al miedo a que se disparen los precios energéticos y a un aumento desmedido de la inflación. Ponderar unas sanciones lo suficientemente duras como para castigar al régimen de Putin al tiempo que se mantiene bajo control el shock energético de ese corte de gas y petróleo merece, como poco, un artículo propio. Lo que sí podemos señalar es que, mientras no se apliquen medidas más eficientes, tomar una decisión tan extrema como interrumpir lazos culturales parece desproporcionado y, sobre todo, injusto. Resulta incomprensible no poder disfrutar de un ballet ruso mientras llenamos el depósito del coche con combustible de grandes oligarcas y calentamos nuestras casas con gas ruso.
Enfrentarnos a esta crisis requiere la audacia de lo mejor del legado de Roosevelt para poner en marcha programas de reindustrialización pública verde que nos permitan dejar de depender energéticamente de Rusia; pero también el cuidado de no caer en las mismas espirales de odio y miedo en las que cayó su administración cuando internó a cientos de miles de inocentes sin un juicio justo. Ningún pueblo es enemigo de otro pueblo; tan solo de sus sátrapas.
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