El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Mis encuentros con José Saramago: "Dios, el gran silencio del universo"
Estamos celebrando el centenario del nacimiento del escritor portugués José Saramago, que obtuvo el Premio Nóbel de Literatura en 1998 por su capacidad para “volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”. Y lo estamos haciendo con diferentes actividades en reconocimiento a una de las figuras más señeras de la literatura del siglo XX en el horizonte ético de la liberación de los pueblos oprimidos, con los que siempre se mostró solidario y a quienes defendió de los imperialismos y supremacismos. El pasado 18 de junio celebramos otra efeméride significativa: los doce años de su fallecimiento, que dejó un gran vacío y una orfandad difícilmente superable en el mundo literario no solo hispano-portugués, sino también a nivel mundial y en el terreno de la ejemplaridad moral.
Durante los últimos cinco años de la vida de Saramago tuve el privilegio de disfrutar de su amistad y compartir experiencias de fe e increencia, de solidaridad y trabajo intelectual, en total sintonía. Dos fueron los momentos especiales de dicho disfrute y un tercero que no pudo celebrarse.
“Dios es el gran silencio del universo”
El primero tuvo lugar en Sevilla en enero de 2006. Caminábamos por las calles sevillanas José Saramago, su esposa la periodista y traductora de sus obras al castellano Pilar del Río, la pintora Sofía Gandarias y yo en dirección del Paraninfo de la Universidad Hispalense para participar en un Simposio sobre Diálogo de Civilizaciones y Modernidad. A las 09.00 de la mañana, al pasar por la plaza de la Giralda, comenzaron a repicar alocadamente las campanas de la catedral de Sevilla —antes mezquita, mandada construir por el califa almohade Abu Yacub Yusuf—.
- “Tocan las campanas porque pasa un teólogo”, dijo Saramago con su habitual sentido del humor.
- “No –le contesté en el mismo tono- repican las campanas porque un ateo está a punto de convertirse al cristianismo”.
En ese diálogo fugaz, la respuesta de Saramago no se hizo esperar:
-“Eso nunca. Ateo he sido toda mi vida y lo seguiré siendo en el futuro”.
De inmediato me vino a la mente una poética definición de Dios que le recité sin vacilar:
- “Dios es el gran silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio”.
- “Esa definición es mía”, reaccionó sin dilación.
- “Efectivamente, por eso la he citado –le contesté–. Y esa definición está más cerca de un místico que de un ateo”.
Mi observación le impresionó. Nadie le había dicho nunca nada parecido y le dio que pensar, sin por ello dejarse embaucar por mi ocurrencia. Efectivamente, la vida y la obra de Saramago fueron una permanente lucha titánica con-contra Dios. Como lo fuera la del Job bíblico —al que Bloch llama “el Prometeo hebreo”—, quien maldice el día que nació, siente asco de su vida y osa preguntar a Dios, en tono desafiante, por qué le ataca tan violentamente, por qué le oprime de manera tan inhumana y por qué le destruye sin piedad (Job, 10). O como el patriarca Jacob, quien pasó toda una noche peleando a brazo partido con Dios y terminó con el nervio ciático herido (Génesis 32,23-33). No es el caso de Saramago, que salió indemne de las peleas con Dios y nunca se dio por vencido.
Muchas son las definiciones de Dios con las que me he topado a lo largo de mis cincuenta años dedicado a la teología, precedidos de la formación católica catequética de la escuela y la parroquia de mi pueblo. Fue allí donde aprendí la primera definición de Dios en el catecismo del padre Gaspar Astete, la repetí de carrerilla muchas veces y todavía soy capaz de hacerlo hoy:
“Dios es una cosa lo más excelente y admirable que se puede decir ni pensar, un Señor infinitamente Bueno, Poderoso, Sabio, Justo, Principio y fin de todas las cosas [premiador de buenos y castigador de malos]”.
Durante mis estudios de teología tuve que dar cuenta de la demostración de la existencia de Dios conocida como el “argumento ontológico”, de Anselmo de Canterbury, del que Albert Camus decía con razón que no conocía a ninguna persona que hubiera dado su vida por defenderlo.
Pero sin duda una de las más bellas definiciones de Dios es la de Saramago que acabo de citar. La leí en sus Cuadernos de Lanzarote, de 1993, y la he dado a conocer doquiera he hablado del premio Nóbel portugués. Lo recuerda el propio Saramago en O Caderno. Textos escritos para o blog. setembro de 2008-março de 2009 de esta guisa:
“Hace muchos años, nada menos que en 1993, escribí en los Cuadernos de Lanzarote unas palabras que hicieron las delicias de algunos teólogos de esta parte de Iberia, especialmente Juan José Tamayo que, desde entonces, generosamente me ofreció su amistad. Fueron estas: Dios es el gran silencio del Universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio. Reconózcase que la idea no está mal formulada, con su quantum satis de poesía y su intención levemente provocadora bajo el sobreentendido de que los ateos son muy capaces de aventurarse por los escabrosos caminos de la teología, aunque la más elemental” (Companhia Das Letras, Sâo Paulo, 2009, p. 144).
Esta definición merecería aparecer entre las veinticuatro definiciones —con ella, veinticinco— de otros tantos sabios reunidos en un Simposio que recoge el Libro de los 24 filósofos (Siruela, Madrid, 2000), cuyo contenido fue objeto de un amplio debate entre filósofos y teólogos durante la Edad Media. Para un teólogo dogmático, definir a Dios como silencio del universo quizá sea decir poco.
Para un teólogo heterodoxo como yo, seguidor de las místicas y los místicos judíos, cristianos y musulmanes como el Pseudo-Dionisio, Rabia de Bagdad, Abraham Abufalia, Algazel, Ibn al Arabi, Rumi, Hadewich de Amberes, Margarita Porete, Hildegarda de Bingen, Maestro Eckhardt, Juliana de Norwich, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Baal Shem Tov) cristianos laicos como Dag Hammarksjlöd, indúes como Tukaram y Mohandas K. Gandhi, y la mística laica Simone Weil, es más que suficiente. Decir más sería una falta de respeto para con Dios, se crea o no en su existencia. “Si comprendes –decía Agustín de Hipona– no es Dios”.
Saramago en la presentación de Nuevo diccionario de Teología
El segundo encuentro tuvo lugar cuando le invité a presentar mi Nuevo Diccionario de Teología, publicado por la editorial Trotta a finales de 2005. Inicialmente su respuesta a mi invitación fue negativa. Yo atribuí su negativa a lo voluminoso del libro: 992 páginas a dos columnas, por tanto, cerca de dos mil páginas. Pero no, esa no fue la razón para rechazar mi invitación. El verdadero motivo era que a lo largo de tantas páginas no aparecieran las palabras “ateo” y “ateísmo”.
Efectivamente, no aparecían como entrada, pero sí al final, en la entrada TEISMO/ATEISMO. Cuando le advertí de ello, leyó con mucho interés los conceptos que más le interesaban y, por supuesto TEISMO/ATEÍSMO y aceptó participar en la presentación del libro junto con la filósofa Victoria Camps, celebrada en el Ateneo de Madrid. Hizo un elogio del Diccionario diciendo que era un libro fundamental tanto para personas ateas como para creyentes. Sus palabras confirmaron la orientación cultural y ética que quise dar a la obra desde el principio, muy alejada del carácter confesional y apologético que tienen no pocos diccionarios de teología.
Ateísmo y el “factor Dios”
Hubo un tercer encuentro programado que tristemente no pudo celebrarse por el fallecimiento de Saramago. Se trataba de un diálogo entre los dos, abierto al público en la biblioteca de su domicilio de Tías (Lanzarote) en torno a un tema que a ambos nos apasionaba: “Ateísmo y el factor Dios”.
Saramago siempre se declaró ateo, y desde su ateísmo fue un crítico impenitente de las religiones, de sus atropellos, de sus engaños, sobre todo de las guerras y cruzadas convocadas, legitimadas y santificadas por ellas en nombre de Dios
Saramago siempre se declaró ateo, y desde su ateísmo fue un crítico impenitente de las religiones, de sus atropellos, de sus engaños, sobre todo de las guerras y cruzadas convocadas, legitimadas y santificadas por ellas en nombre de Dios: “una de ellas —afirma—, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones manda matar en nombre de Dios… Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción… han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana”. Con la historia en la mano, ¿quién va a negar tamaña verdad?
Pero la crítica de Saramago va más allá, y llega al corazón mismo de las religiones, a Dios mismo, en cuyo nombre, afirma, “se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, lo más horrendo y cruel”. Y pone como ejemplo la Inquisición, a la que compara con los talibanes de hoy, califica de “organización terrorista” y acusa de interpretar perversamente sus propios textos sagrados en los que decía creer, hasta hacer un monstruoso matrimonio entre la Religión y el Estado “contra la libertad de conciencia y el derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa”.
Esta denuncia de Dios se sitúa dentro de las más importantes e incisivas críticas de la religión, como las de Epicuro, Demócrito y Lucrecio, las de los profetas de Israel/Palestina, de Jesús de Nazaret y del cristianismo primitivo, las de los maestros de la sospecha Marx, Nietzsche y Freud, y las del ateísmo moral que niega a Dios por su responsabilidad en el sufrimiento de las víctimas.
Aun cuando Saramago pensaba que los dioses son creación de la mente humana, le preocupaban los efectos del “factor Dios” —título de uno de sus más célebres y celebrados artículos—, que está presente en la vida de los seres humanos, creyentes o no, como si fuese dueño y señor de ella, se exhibe en los billetes del dólar, ha intoxicado el pensamiento y ha abierto las puertas a las más sórdidas intolerancias.
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