“Cueste lo que cueste” Cristina Monge
Salir de las cloacas
Ante un caso de guerra sucia mediática orquestado desde un Ministerio del Interior del Partido Popular y que involucra, antes y por encima de La Sexta, a medios de comunicación subvencionados por la derecha, así como a sus espacios (judiciales, policiales) que operan como un poder parademocrático en la sombra, algo mal se está haciendo si la respuesta que se acaba orquestando desde algunos sectores de la izquierda acaba dañando a iniciativas políticas necesarias (Sumar, cuya puesta de largo ha quedado opacada por el affair Villarejo-Ferreras-Iglesias, toda vez que parece tener que prescindir, al menos por un tiempo y en el momento en el que seguramente más lo necesitaba, del altavoz que proporciona La Sexta), a periodistas afines (desde Jordi Évole a Antonio Maestre pasando por toda una lista de profesionales que parecía sensato considerar que estaban del “lado bueno de la historia” y son ahora señalados), a tertulianos políticamente cercanos (politólogos, economistas, expertos varios capaces de contrarrestar el inmediatismo de la apisonadora mediática para abrir pequeños espacios de reflexión crítica y a los que se insiste, en público y en privado, que abandonen los platós) e incluso a medios de comunicación independientes (El Salto prescindiendo, tras una valoración ética y una decisión democrática intachables, de un importante espacio de visibilidad tanto para su medio como para la lectura política o económica que sus periodistas sostienen y tanto necesitamos; o La Marea, viendo como uno de sus responsables, Antonio Maestre, ha decidido dimitir para que los ataques que recibe desde las filas de Podemos no hagan peligrar la viabilidad financiera del medio).
Dicho con menos palabras: si la respuesta que se le consigue dar a un caso más de la larga y prolongada guerra sucia mediática acaba haciéndonos más daño a nosotros que a ellos, entonces igual es que las cosas no se están haciendo bien. Nada bien.
El caso es que no contamos con una correlación de fuerzas lo suficientemente esperanzadora como para permitirnos este tipo de estrategias auto lesivas. Salvo, claro, que se esté asumiendo la derrota de las fuerzas políticas, sociales y electorales que, directa o indirectamente, sostienen al actual Gobierno, y se esté jugando a otra cosa. Pero si esto no es así, si de forma crítica o entusiasta, desde fuera o desde dentro de la política de partidos, intentando tener más o menos peso en alguno de los partidos que la conforman, gracias a una vigilancia crítica en las calles o mediante la mera confianza en la pura representación política, sea como fuere que uno se sitúe y entienda la política hoy, si se apuesta aún por alguna forma de victoria electoral, cultural y política de los distintos actores que sostienen al actual Gobierno, y de las fuerzas electorales, culturales y sociales que lo apoyan con más o menos entusiasmo, entonces no nos podemos permitir iniciativas o estrategias que nos dañan más de lo que nos refuerzan. Toca por tanto parar, hacer balance, retroceder sobre los pasos dados y hacer las cosas, quizá, de otra manera. O toca demandarlo, incluso exigirlo, porque nos va bastante en ello.
Y esto por más que uno crea tener razón (entre otras cosas porque la razón, en la arena política, te la dan los efectos de tus acciones, no las justificaciones morales que las sostienen), o esté uno más o menos autorizado o justificado moralmente dado el largo historial que arrastra de ataques recibidos (mi caso, mucho más humilde, es el de haber sido portada de medios de derechas en ya demasiadas ocasiones, acusado de haber cobrado un buen puñado de dólares procedentes de un país, Venezuela, que no tengo el privilegio de conocer, y todo con un juez que, con fines supongo que otros que los de hacer justicia, haya decidido no solo darle apariencia de credibilidad a esta información, sino que haya exigido a la UDEF que me investigue… por si este modesto pedigrí me legitima para volcar aquí algunas opiniones a contrapelo de lo que parece imponerse como mantra necesario desde Podemos).
Si la respuesta que se le consigue dar a un caso más de la larga y prolongada guerra sucia mediática acaba haciéndonos más daño a nosotros que a ellos, entonces igual es que las cosas no se están haciendo bien
El tema es complejo y toca demasiadas aristas como para tratarlas todas en una columna, pero creo que hay algunas cuestiones que no podemos dejar de recordar:
La primera es que las cloacas llevan existiendo desde la misma Transición, y actuando contra distintas formaciones, movimientos y organizaciones políticas. Además de reconocer este simple hecho (que Podemos no es ni el primero ni el único afectado, y que dentro de Podemos los ataques afectaron a muchos y muchas compañeras), conviene reconocer que la guerra sucia mediática no siempre ha tenido el mismo éxito y eficacia. A veces fallan, qué duda cabe, y no solo porque sean muy “burdos” en su ejecución, sino porque se dispone en ocasiones de buenas estrategias políticas y comunicativas para enfrentarlos. Fue el caso del Podemos entre 2014 y 2015, cuando, a diferencia de lo que me temo sucede hoy, supo desarrollar una estrategia notablemente eficaz frente a la guerra mediática que padecía. Mientras golpeaban, inventaban, fabricaban o exageraban noticias, Podemos intentó durante un tiempo que esos golpes acabaran teniendo un cierto efecto boomerang: que le hiciera más daño al que los daba que al que los recibía. O al menos un daño equiparable. Y ello gracias a que una parte no desdeñable de la sociedad, vale decir, de espectadores, lectores o usuarios de las redes sociales, pero también de sujetos situados en espacios intermedios de la sociedad civil y mediática (periodistas, tertulianos, celebridades varias, incluso otros partidos) acabaran no dándole credibilidad a los ataques, e incluso posicionándose más o menos tímidamente en contra de ellos.
Este efecto boomerang necesitaba, para funcionar, de al menos cuatro elementos. Los enumero porque me temo que los hemos olvidado rápido:
1) Cuanto más atacaban, acusaban, mentían o maquinaban, más transparencia, más ejemplaridad, más virtuosismo democrático y cívico había que mostrar. Y esto por lo que señalaré en el punto 4.
2) Aunque negar los bulos tenía y tiene siempre un indudable sentido, se acertó a interpretar entonces que negarlos directamente ni bastaba ni funcionaba, menos si eso suponía enfrentarse a los medios como un todo (sin distinguir entre ellos y, sobre todo, entre trabajadores y direcciones empresariales). Y esto por dos razones, las siguientes:
3) Podemos entendió que no debía buscar definirse frente a los ataques y convertirlos en una causa justa (“muerden, cabalgamos”, “nos atacan porque tenemos razón”, “ante los ataques hay que enseñar los dientes”) en la que solo cabía posicionarse a favor o en contra del atacado. En Podemos se sabía entonces que esto estrecha siempre todo posible apoyo, estrangula la posibilidad de posiciones tibias o intermedias que, por más que puedan indignar moralmente, son las que permiten ensanchar un espacio inmunitario que sirve tanto de cortafuegos a los ataques como de escudo frente a los siguientes. Es decir, se consideraba imperativo permitir que respondiera por ti la sociedad civil, vale decir, otros periodistas, tertulianos, políticos, tuiteros y opinadores varios, no solo ni fundamentalmente tus líderes, militantes y huestes tuiteras. El riesgo de no hacerlo así era evidente: convertir la respuesta a los ataques en una suerte de frontera que separaba dos bandos puros, “con nosotros” o “contra nosotros”. Y ahí las posibilidades de estrechar cada vez más los apoyos eran evidentes, tanto como quedarte progresivamente solo frente al adversario.
4) Ahora vuelvo sobre el primer punto, y lo desarrollo: al no responder directamente a los ataques mediáticos, sino mediante un rodeo pensado y definido desde una estrategia, lo que se buscaba, también y sobre todo, era evitar entrar una y mil veces en el contenido mismo de los ataques, dándoles espacio y tiempo en los medios. No, se trataba de responder teniendo siempre muy claro aquello que la guerra mediática podía conseguir en la opinión pública. Me explico: al poco de cumplir Podemos un año cobraron especial virulencia los ataques y las noticias falsas, pero lo que estaba en juego entonces en la opinión pública era responder en una dirección u otra a preguntas relativamente sensatas que muchos ciudadanos se hacían: ¿Quiénes son y de dónde vienen estas gentes que hace un año no conocía nadie? ¿Cómo es posible que estén, al año de nacer, primeros en intención de voto si no cuentan con financiación ni apoyos empresariales o internacionales? ¿Qué quieren realmente? ¿Qué ocultan? ¿Tienen una agenda oculta, una financiación inconfesada, unos intereses otros que los que declaran? Este estado de incertidumbre, dudas y temores era inevitable y atravesaba a buena parte del cuerpo electoral español en aquel ciclo 2014-2016, en el momento, precisamente, de mayor dureza de los ataques mediáticos, esos de los que hoy salen a la luz algunas grabaciones. Afectaba de lleno a todo ese 80% de la población española que dijo simpatizar y apoyar el 15M, por más que unos meses después, en noviembre de 2011, votara en más de un 73% al bipartidismo. Era ese 80% al que, pocos años después, le podía sonar bien la música que tocaba Podemos, pero tenía serias dudas sobre sus líderes, su capacidad política, sobre la verdad de sus intenciones reales, su financiación o sus motivaciones.
Las dudas y temores que despertaba Podemos eran así el abono perfecto para que las guerras mediáticas tuvieran efecto. Los ataques iban dirigidos a confirmar y dar respuesta a esos miedos y temores, a ocupar y decantar en una dirección regresiva ese espacio que atravesaba a buena parte de la sociedad española: no se puede, nunca se pudo, al final les financian otros y no una miríada de simpatizantes entusiastas, no son, por tanto, lo que parecen, tienen una agenda oculta, dicen querer más democracia y luchar contra la corrupción o la desigualdad pero son como el resto de partidos o, peor, los socios del chavismo, el comunismo o lo que tuviera a bien inventar cualquier tabloide de extremo centro con ayuda parapolicial.
Así las cosas, la respuesta a la guerra mediática no podía pasar por desmentir sin más los bulos, ni enfrentarlos en un juego de construcción de identidad (“si me atacan es porque tengo razón, porque atento contra sus intereses”), sino por decantar a favor de Podemos esos temores, dudas y miedos de la sociedad española. No se trataba, por tanto, de negar sin más las informaciones para no sufrir un desgaste electoral, sino de ganar un espacio sentimental muy amplio en la sociedad y que podía acabar expresándose en contra, incluso, de sus propios deseos de transformación social.
La forma ideal de responder ante este desafío pasaba, y así se pensó entonces (aunque se lograra realizar muy parcialmente), por mostrar más transparencia, más ejemplaridad en las formas de hacer política (lo que algunos llaman republicanismo cívico), aplacar los temores ciudadanos desde la seguridad que proporciona una buena pedagogía programática (qué se va a hacer, qué no, qué medidas y para qué, qué España se quiere y cómo conseguirla), ocupar cada uno de los platós de televisión para mostrarse y explicarse (qué ironía que hoy se veten algunos), además de responder siempre con más democracia interna y más apertura hacia la sociedad: hacerse cargo de los temores de la sociedad al tiempo que se prefiguraba o representaba desde Podemos, en su forma de actuar, de organizarse y de expresarse, aquello que se demandaba y prometía para el conjunto del país. Insisto, este era el ideal estratégico que guio, siempre a muy buena distancia de la práctica real, la respuesta que se acertó a dar desde Podemos en aquellos primeros años.
El objetivo era claro, conquistar un sentido común popular al tiempo que se intentaba acompañarlo hacia posiciones de ruptura, al menos relativa, con el régimen mediático, institucional y político del 78. Solo así se podía conformar una mayoría social primero, y electoral después, desde la que acometer ulteriores transformaciones, tanto de unas instituciones del Estado atrincheradas en posiciones profundamente reaccionarias y antidemocráticas, como de un marco legal que estaba permitiendo, entre otras cosas, una concentración inédita de la propiedad de los medios de comunicación, por no hablar de unas condiciones de trabajo que hacían del ejercicio de la libertad de expresión un privilegio muchas veces inalcanzable.
Cabe recordar que aquel ideal estratégico funcionó, con sus deficiencias prácticas, con errores incontables, con una enorme distancia entre la realidad y el deseo, pero funcionó. Y generó algo que, creo, tiene indudable interés y conviene quizá recordar estos días: una disonancia cognitiva en buena parte de la sociedad española, que veía o leía en los medios ataques y bulos que, sin embargo, desmentían con cierto éxito tanto el discurso como la forma de hacer de Podemos, de sus militantes, de sus líderes, de sus apuestas organizativas, de sus demandas e iniciativas. Esta disonancia estuvo en la base de un indudable efecto boomerang: los ataques y las mentiras podían volverse en contra del que las realizaba. No siempre se consiguió, algunos ataques hicieron mucho daño, sin duda, pero otros no y algunos, incluso, reforzaron a Podemos.
El caso es que esta estrategia se abandonó, a pesar de que había funcionado razonablemente bien. A partir de 2016 se optó por una forma bien distinta de entender la comunicación política, también la construcción del partido (si bien éste arrastraba desde el principio serios problemas de cesarismo y centralización del poder que no conviene tampoco ignorar). No entraré en las razones que llevaron a aquel cambio de estrategia entre 2015 y 2016, son muchas y complejas, amén de que afectan a las guerras internas del partido tanto como a virajes ideológicos, sin obviar el indudable desgaste que sus líderes sufrieron tras varios años de ataques y confrontación mediática. Pero sí creo necesario mencionar dos dinámicas que, simultáneamente, explicaron y acompañaron el declive electoral de Podemos, y que no podemos ignorar hoy, al menos si no queremos repetir viejos errores:
En primer lugar, aquel efecto boomerang que precariamente se había logrado establecer contra no pocos ataques mediáticos durante el ciclo 2014-2016 acabó cambiando de bando: la pedagogía, la ejemplaridad o la transparencia que se habían exhibido como virtudes propias y carencias del resto de actores (políticos, mediáticos e institucionales), y que habían funcionado como espacio defensivo contra bulos, ataques y guerras mediáticas, todo aquel espacio inmunitario acabó, por su relajamiento o directo incumplimiento sistemático, generando un nuevo efecto boomerang, pero esta vez contra el mismo Podemos: si habías nacido denunciando los viajes en primera y los coches oficiales, ir en avión oficial a un viaje institucional se volvía contra ti. Si los procesos internos del partido, las primarias sin transparencia, las dimisiones forzadas y las purgas, por poner algunos ejemplos, se volvían la norma, también operaban como la quiebra de aquello mismo que permitía neutralizar los bulos, las mentiras y los ataques, pues ahora se volvían, para no poca gente y a pesar de su sistemática falsedad, dramáticamente verosímiles. Tampoco ayudó crear una especie de medio de comunicación propio sin cumplir con un mínimo de profesionalidad y de ética periodística, más pensado para señalar a periodistas y bajar línea en los procesos internos que para informar o abrir un espacio de reflexión interna cada vez más necesaria (estoy pensando en La Última Hora), pues la posibilidad era alta de que este medio acabara operando más como una suerte de juego de espejos con el adversario que como forma de ampliar las bases, los apoyos y la capacidad de comunicar con una sociedad que se alejaba a pasos de gigante. Por no hablar de la disonancia cognitiva que resulta de censurar hoy las prácticas mafiosas de algunos medios de comunicación, pero gracias al altavoz que te proporciona una suerte de medio de información financiado, esta vez, por un empresario de dudoso pasado, con despidos impagados a sus espaldas y trayectoria cuando menos discutible. Jaume Roures, sí.
Son solo algunos momentos, algunas piedras en un camino que condujo a una voladura poco controlada de aquel espacio inmunitario que se había conseguido articular, no sin dificultad y contradicciones, contra las guerras mediáticas tanto como vía para ampliar las bases sociales y electorales del partido. Sin ese lugar de enunciación, sin ese espacio defensivo e inmunitario más o menos ejemplar, se volvía cada vez más difícil parar los golpes, denunciar las maniobras ilegales e ilegítimas del adversario y ganar los debates públicos. Porque desde donde uno habla importa siempre más que lo que uno dice. Y si lo primero falla, lo segundo es inaudible.
Pero, en segundo lugar, en el mismo proceso en el que saltaba en pedazos aquel espacio defensivo, y sin duda como una de sus causas directas, Podemos optó, ya desde 2016, por una lógica comunicativa que invertía, casi punto por punto, la estrategia anterior: los ataques servían ahora para definir una identidad de partido que delineaba, además, una frontera nítida entre un nosotros cada vez más estrecho y un ellos en el que han acabado arrojados periodistas como Antonio Maestre o Jordi Évole, por ejemplo. Un nosotros minúsculo. Los ataques recibidos, además, lejos de desviarse a espacios y lógicas desde las que poder enfrentarlos, se instrumentalizaron, trayéndolos una y otra vez a escena, dándoles una centralidad inédita (e inmerecida) con la finalidad de convertirlos, esta es la cosa, en la razón del declive electoral de Podemos. Cuantos más votos se perdían, cuanto más se bajaba en las encuestas, cuanto más se alejaba el partido de sus bases militantes y electorales, más se recurría a las cloacas como única y exclusiva explicación. No había, así, decisiones tácticas erróneas, cambios de rumbo estratégicos que resultaran en la pérdida de miles de votos, formas de organizar el partido contraproducentes para la ampliación del campo de batalla, no, hubo, había y parece que habrá, única y exclusivamente, cloacas y guerras mediáticas.
Así las cosas, desde esta instrumentalización de las cloacas como forma de borrar cualquier atisbo de responsabilidad propia en la profunda crisis del partido, y en ausencia de un espacio defensivo o inmunitario (social, cultural, comunicativo, organizativo y de alianzas con otros actores políticos y de la sociedad civil), no solo se vuelve imposible luchar contra las guerras sucias mediáticas, sino que hacerlo acaba generando, me temo, más daño dentro que fuera, más a nosotros (sea esto lo que sea hoy) que a ellos.
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