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Democracia: ¿una mala salud de hierro?

Gaspar Llamazares

Pablo Neruda decía con respecto a su amigo y poeta Aleixandre: “ahí está, con su frágil salud de hierro”.

Otro asalto fallido.

El asalto a las instituciones democráticas de Brasil, después del fracaso electoral del bolsonarismo por un resultado ajustado, podía formar parte de la crónica de un largo conflicto anunciado a consecuencia de la polarización populista entre los brasileños. Sin embargo, no ha dejado de significar una cierta sorpresa para la nueva administración de Lula da Silva, para América Latina y para el mundo. Quizá debido a la falsa seguridad de su inmediato reconocimiento internacional, así como a la aparente normalidad en la toma de posesión, es verdad que sin el reconocimiento explícito por parte del presidente saliente Jair Bolsonaro y a pesar de las concentraciones frente a los cuarteles instando a los militares al golpe de Estado nada hacían prever algo tan improvisado y efectista (más que efectivo) como el asalto al unísono al Parlamento, a la sede de la Presidencia y del Tribunal Supremo para tan solo ocupar las instituciones democráticas y no como acto desencadenante de algo más elaborado como dictan los manuales del golpe de Estado. Un hecho que casi mimetiza, pero sin el mismo grado de  violencia, lo ocurrido hace dos años en el Capitolio de los EEUU ante la evidencia de la derrota electoral del trumpismo, una derrota que entonces también se negaba con la consabida teoría de la conspiración, pero con la importante diferencia de que en el último momento, dentro y fuera de la sede del Congreso norteamericano, se seguía intentando revisar el resultado para impedir su ratificación.

En uno y otro caso, los asaltos se han producido después de un periodo presidencial de gobierno presidido por la agitación ideológica ultraconservadora por parte del nacional populismo que ha polarizado y dividido al país hasta el extremo, pero que finalmente no ha logrado el objetivo de consolidarse frente al funcionamiento regular de las instituciones y frente a la resistencia democrática de la mayoría expresada en las urnas. Una mayoría ajustada en este último caso de Brasil y más clara en el de los EEUU, pero una mayoría al fin y al cabo.

La herencia en ambos casos no es solo de polarización política sino también de fractura social, racial, de creencias religiosas e incluso entre los Estados con gobiernos progresistas y conservadores así como de conflicto entre los  poderes legislativo y ejecutivo con el judicial. La judicialización de la política no es el menor de todos ellos.

Blanqueo y banalización

La reacción inmediata en la política española ha coincidido en el rechazo del asalto y el apoyo a la democracia por la mayoría de los países y de las fuerzas políticas. Sin embargo, por parte de la derecha política y mediática ha ido de la habitual banalización y la instrumentalización interna de la política exterior, dentro de una estrategia populista de deslegitimación tanto del gobierno de coalición como en especial de sus apoyos parlamentarios, a un silencio más que elocuente por parte de la ultraderecha y de la presidenta de la comunidad de Madrid. Al igual que ocurrió con el golpe contra el Capitolio, buscando como excusa la asimilación abusiva de ambos asaltos a las instituciones democráticas americanas con la política doméstica, bien con las concentraciones de Rodea el Congreso o con las del 1 de Octubre e incluso alertando del desarme del Estado ante hechos similares en España como consecuencia de la reciente supresión del delito de sedición en el Parlamento.

La imagen del esperpento de unas coincidencias tragicómicas y el fracaso final de ambos asaltos no pueden suponer en ningún caso la banalización de la amenaza del nacional populismo ni la relajación de una urgente y firme respuesta para reforzar y revitalizar las democracias, ya que ambos asaltos son a la vez una muestra de la impotencia del populismo pero también una amenaza seria para el futuro de la democracia como sistema. Por eso la simple banalización de estos hechos demuestra, en primer lugar, una falta de comprensión de lo que es la democracia, en alusión al título del ensayo Cómo mueren las democracias. Que además se haga en un país que vio su destrucción para no reconstruirse hasta pasados cuarenta años de dictadura indica el grado de fragilidad que padece la esfera de la política

La ultraderecha populista

Con ello, se confirma una vez más que el populismo en sus diferentes versiones, que ha acompañado a la evolución de la democracia desde la antigüedad, es un virus que se fortalece en los momentos de mayor debilidad de la democracia y aparece como una peligrosa alternativa ante las situaciones de crisis de la misma.

Así, con el fin de la guerra fría se abría una etapa de primacía de un nuevo orden multipolar, los derechos humanos y el derecho internacional en el marco de una ONU que debía ser profundamente reformada.

También de extensión de la democracia y de los derechos políticos y sociales en el ámbito de los estados a nivel internacional, incluso más allá del pacto social posterior a la segunda guerra mundial.

Sin embargo, la globalización trajo consigo durante estas últimas décadas el imperio de un orden unipolar por parte de los EEUU y por otra parte la aplicación de las políticas neoliberales que han dejado los derechos sociales en papel mojado, provocando la pérdida de intensidad en el contenido social y de libertades de las llamadas nuevas democracias, con su regresión a las llamadas demoduras o directamente a regímenes iliberales y autoritarios.

En este sentido, los factores que han favorecido la aparición del populismo como alternativa a la crisis de la democracia se han visto favorecidos por el caldo de cultivo de la desigualdad obscena y el malestar social, en particular por el desplome de las clases medias. Como si de una ley newtoniana se tratase, y quizás sea así, el virus del populismo surge de un contexto socioeconómico complejo pero determinado por la desigualdad, que genera desconfianza en la política y crisis de credibilidad de las instituciones democráticas que se muestran impotentes como instrumentos de cambio y protección social como consecuencia de la impotencia, cuando no de su subordinación al diktat austericida del poder económico y su corolario de corrupción política

Para el nacional populismo, entre los enemigos del pueblo se encontrarían no solo los inmigrantes, sino las izquierdas, las feministas, los ecologistas, también los agnósticos y los científicos, en nuestro caso particular junto a los independentistas

Además, la digitalización y las redes sociales, con la individualización y simplificación de los problemas sociales complejos en un tiempo de catástrofes y emergencias, junto a la escalada de la agitación entre los que piensan igual, y su contagio a los medios de información, han funcionado como un nuevo factor histórico acelerante de la polarización. 

En este sentido, el nacional populismo hoy predominante se caracteriza por la negación del pluralismo democrático y de sus instituciones mediadoras, en particular el parlamento y los partidos políticos, repudiados como superfluos y como parte de una casta progre, parasitaria y traidora a la patria y a dios, en favor de una noción originaria y unívoca del pueblo, con un único interlocutor personal identificado con el jefe populista e incluso en algunos casos como el mesías de Bolsonaro.

En consecuencia, entre los enemigos del pueblo se encontrarían no solo los inmigrantes, sino las izquierdas, las feministas, los ecologistas, también los agnósticos y los científicos, en nuestro caso particular junto a los independentistas.

Revitalizar la democracia

Por eso, aparte de la polarización y la división política y social, las secuelas de este tiempo populista son evidentes y han dejado graves estigmas sobre la piel de las democracias, tanto entre las jóvenes como en las más maduras, que es necesario conocer y suturar para fortalecer la resistencia democrática ante la gravedad de la amenaza populista. No es casual que en los últimos tiempos se haya deteriorado aún más el funcionamiento de los poderes y de las principales instituciones de la democracia como el parlamento en su papel central de cerebro de la democracia y marco de diálogo y el acuerdo políticos, degradado como mero campo de batalla y sobreactuación teatral, el gobierno sometido a la deslegitimación de la oposición y a un funcionamiento compartimentalizado lastrado por los relatos de parte, a una política judicializada, y en general a la crisis de la conversación pública y la cultura democrática que es el verdadero corazón de la democracia. Un nuevo populismo que genera el problema y a la vez se presenta como la solución.

Una amenaza que se identifica cada vez más con los paradigmas de la nueva derecha y la ultraderecha y no solo en América Latina, sino también en los EEUU y en Europa, y que no es exclusiva de los partidos mencionados sino que se amplía a los partidos conservadores tradicionales que comienzan asumiendo la estrategia de deslegitimación del Gobierno y el parlamento al rebufo de la ultraderecha y terminan agitando la teoría de la conspiración para negar la legalidad de los resultados electorales cuando éstos les son adversos. Tenemos la suerte de que este proceso no es nuevo y las democracias, recién llegadas a la Historia en el siglo XVIII, han padecido ya estas patologías. Este conocimiento de la enfermedad permite identificar, al menos en parte, sus causas, entender el proceso y elaborar pronósticos y respuestas. La cultura democrática es, de forma esencial, un acumulado de conocimiento que nos resultará imprescindible incluso para responder a novedades como la antes mencionada sobre las nuevas tecnologías. El populismo es la antesala del autoritarismo que termina en totalitarismo, no tiene otra salida. Como en Brasil, la gran cuestión de nuestra época no está entre derechas e izquierdas, un eje que nunca desparecerá porque expresa la pluralidad de una sociedad compleja, se producirá fundamentalmente en una categoría previa que engloba a la anterior entre demócratas y no demócratas, esa visión es la que tiene que recuperar también la política española.

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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa.

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