Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
De jaulas y ballenas
La lavadora empezó a dar problemas. Luego llegó el frío. Si no vives en un sitio como Zamora te costará creer lo infinita que puede ser la humedad de una prenda entre noviembre y quién sabe si marzo. A las personas nos pasa un poco lo mismo.
Un día de las navidades, abrumada por esa amalgama de ropa sin destino, cogí dos bolsas con las que no podía y me dirigí a uno de los pocos negocios nuevos que han abierto en esta ciudad de locales vacíos. Cuando descubrí que había varias lavanderías automáticas pensé que quién las usaría en Zamora. Pues ahí estaba yo, veintitantos de diciembre, haciendo cola.
El lugar es impecable. Nada que ver con las decrépitas lavanderías que conocí en Liège, donde dejabas la ropa y te ibas sin mirar atrás. Tampoco se parece nada a la de Adams Morgan, en Washington, un huequito entrañable donde siempre había una telenovela puesta y algo de chisme para escuchar. Es una situación extraña para mí encontrar en Zamora algo más nuevo, más moderno, menos humano.
No es jauja encajar en mundos ajenos y por eso somos bastantes los que acabamos volviendo al lugar del que nos esforzamos tanto por salir. Quien lo probó lo sabe. Quien nos entienda que nos compre
Ahora es mi sitio favorito. Para leer, para escapar mirando cómo da vueltas esa ropa que siempre es mucha para la lavadora de casa pero que, metas la que metas, campa a sus anchas en esas máquinas colosales. Los carteles dicen que se ahorra energía y dinero, y como soy de letras me inclino por creerlos.
No he ido lo suficiente para trazar un perfil de usuario pero todavía no me he encontrado a nadie que me conozca y eso en un lugar como éste ya es un oasis. Hay días que oír mi nombre antes de cruzar el dintel de cualquier puerta me arropa y otros que quiero salir corriendo. La faena es que no puedes elegir cuándo te va bien.
Solo he vivido un tercio de mi vida en esta ciudad y pocos meses después de volver a ser usuaria municipal ya siento que todo aquí es demasiado incestuoso. Cómo tiene que ser para alguien que nunca se fue, me pregunto. Sé que a muchas personas, con algunas estoy emparentada, les da seguridad pensar que el mundo es este minúsculo tablero. La gran paz con la que uno vuelve de haberse ido es saber que no es así. Las jaulas no dan miedo cuando ya pudiste abrir la puerta.
Quizás por eso me siento tan bien en la lavandería o escribiendo esta columna en un bar donde sacar un portátil es simplemente algo que no se ha hecho, que no se hace. No es fácil volver a habitar un lugar del que escapaste y estas son mis triquiñuelas para intentarlo. Tampoco es jauja encajar en mundos ajenos y por eso somos bastantes los que acabamos volviendo al lugar del que nos esforzamos tanto por salir. Quien lo probó lo sabe. Quien nos entienda que nos compre.
Mi amigo el escritor Javier Sinay dice que puedo escribir porque he conocido muchos mundos. Lo que es bueno para tu creación suele no ser lo más sencillo para tu propia existencia. Cuando has inventado tantas vidas es muy difícil renunciar a hacerlo, quedarte en una. Hacer como si vivir no fuera todo el tiempo una página de Elige tu propia aventura.
Rosa Montero cuenta muy bien esta dicha y esta condena en El peligro de estar cuerda. La dificultad de algunas personas para aceptar “la materialidad de la vida”, la necesidad perentoria de mirar el ojo de la ballena, la fuerza que esa inadaptación da para crear otros mundos cuando físicamente no podemos ir más lejos que a la lavandería automática o al bar de la esquina.
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