Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
Tópicos sobre las violaciones de monjas durante la Guerra Civil
Escribo con frecuencia —en el ámbito académico, en medios de comunicación y en redes sociales— sobre la violencia durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco y sobre las diferentes manifestaciones violencia en la Europa del siglo XX. Son los conocimientos que he adquirido como consecuencia de la investigación sobre esos temas durante las últimas cuatro décadas.
Al difundir esos conocimientos me encuentro a menudo con respuestas que me recuerdan, venga o no a cuento, el anticlericalismo, la matanza del clero y sobre todo las violaciones de monjas durante la Guerra Civil. Como si fuera un fenómeno oculto, que los historiadores evitamos transmitir, cuando en realidad hemos escrito y hablado de él sin cesar.
Una cosa parece indiscutible, confirmada por todas las investigaciones: el clero y las cosas sagradas constituyeron el primer objetivo de las iras populares, de quienes participaron en la derrota de los sublevados y de quienes protagonizaron la "limpieza" emprendida en el verano de 1936. No hubo que esperar órdenes de nadie para lanzarse a la acción.
El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, en aquellas comarcas donde la derrota del golpe militar abrió un proceso revolucionario súbito y destructor. No hay que dar muchas vueltas para hacer balance: más de 6.800 eclesiásticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas, santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente. Tampoco se libraron de la acción anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde abundaron la profanación de tumbas de sacerdotes y la exhumación de restos óseos de frailes y monjas.
A los clérigos se les representaba siempre en los grabados de la prensa anticlerical gordos y lustrosos, rodeados de sacos de dinero que escondían mientras pedían limosna. Y ya en la Guerra Civil, en la arremetida anticlerical del verano de 1936, los mismos milicianos y grupos armados que se llevaban a los obispos para asesinarlos, asaltaban sus palacios episcopales en busca de las grandes fortunas que se suponía tenían en ellos ocultas.
Pero el tema preferido de los periódicos y revistas anticlericales, como ya mostró hace tiempo José Alvárez Junco, era la vida sexual de los clérigos, a quienes se atribuía una conducta "antinatural", unas veces por defecto, que les llevaba a todo tipo de "aberraciones", o la mayoría de ellas por exceso.
La cosa podrá sorprender hoy a muchos, de difícil comprensión si sólo se interpreta el anticlericalismo como un ataque al poder político e influencia social del clero. La historia dice, sin embargo, que en los asaltos a los conventos durante la Semana Trágica y casi treinta años después, durante la Guerra Civil, la muchedumbre mostraba una morbosa curiosidad por las tumbas de frailes y monjas, donde seguro que ocultaban, según se suponía, fetos o sofisticados artilugios pornográficos.
La virginidad de por vida, libremente escogida, era un fenómeno peculiar del catolicismo, tanto para las mujeres como para los hombres, aunque muchas más mujeres que hombres elegían ese camino. Pese a que las cifras de las diferentes fuentes no coinciden, había en España en 1931 unos 115.000 clérigos, en una población que no llegaba a los 23 millones. De ellos, casi 60.000 eran religiosas, 35.000 sacerdotes diocesanos y 15.000 religiosos. En cualquier caso, el número de monjas era tres veces superior al de religiosos y superior también a la suma de religiosos y sacerdotes diocesanos.
La hostilidad hacia las monjas se plasmaba en el mismo terreno que la crítica al clero en general, empezando por el control de la enseñanza como poderoso instrumento de reproducción cultural del catolicismo, pero se subrayaba todavía más en ellas ese elemento "antinatural" de renuncia al sexo y a la maternidad.
Tenía que haber algo de engaño y coacción para que jovencitas de catorce o quince años entrasen como prenovicias en los conventos. Ese era el mensaje de Electra, la pieza teatral de Benito Pérez Galdós, cuya representación provocó importantes manifestaciones en algunas ciudades españolas en 1901. Electra estaba basada además en un caso legal contemporáneo en el que los padres de una joven que había entrado en un convento denunciaban que no podía tratarse de una elección libre. Y sintonizaba perfectamente con la noción popular de que el celibato no era normal.
De ahí también el éxito del famoso artículo de Lerroux escrito en 1906, con su famosa y repetida frase: "alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres".
El ritual de desenterrar cuerpos de monjas se repitió abundantemente en las jornadas de violencia anticlerical y revolucionaria del verano de 1936. Pero el número de monjas asesinadas fue infinitamente menor que el de frailes y sacerdotes. Y pese a todos los tópicos e imágenes convencionales sobre el asunto, la incitación a violar mojas que Lerroux había hecho treinta años antes no tuvo en 1936 seguidores.
Según el estudio que el obispo Antonio Montero Moreno publicó en 1961, principal referente de autoridad por lo que respecta a las cifras, fueron asesinadas en toda España 283 monjas. Muchas, si de lo que se trata es de argumentar que no hubiera tenido que haber ninguna que sufriera ese martirio. Pero muy pocas si se compara con los 4.184 sacerdotes diocesanos y los 2.365 religiosos que corrieron esa fatal suerte. Todo eso a partir de la sublevación militar de julio de 1936, porque no se había asesinado a ningún miembro del clero en la Semana Trágica de Barcelona de 1909 o en la quema de conventos de mayo de 1931. Y en la revolución de 1934 en Asturias, donde 34 seminaristas y sacerdotes fueron asesinados, tampoco había ninguna monja entre las víctimas.
La Iglesia católica, para justificar su implicación en la violenta represión de los militares, falangistas y Franco, necesitó mucha retórica, la construcción de varios mitos y el constante recuerdo del martirio sufrido por el clero
Hay datos sorprendentes en todo ese asunto. Por ejemplo, en las zonas de dominio anarquista dejaron casi siempre vivas a las monjas, aunque se las obligó a abandonar los conventos y los hábitos, destinándolas a la asistencia social o a la servidumbre. El caso de la diócesis de Barbastro, tierra de paso de las milicias anarquistas procedentes de Cataluña, es harto elocuente. De los 140 curas incardinados en esa diócesis, 123 (nada menos que el 87,8 por ciento) fueron asesinados. Igual destino sufrieron 51 claretianos, 18 benedictinos y 9 escolapios, cifras que colocan a la diócesis de Barbastro como la más castigada de España si se pone en relación el clero incardinado con el asesinado. A ninguna religiosa se le infligió el mismo castigo.
En Cataluña, donde tanto abundaron las matanzas colectivas de frailes, asesinaron a 50 religiosas. Para encontrar a monjas asesinadas en grupos hay que viajar al País Valenciano y sobre todo a Madrid y en ambos casos los asesinatos en masa ocurrieron en noviembre de 1936, cuando en el resto de la España republicana había ya cesado el terror "caliente" contra el clero. La matanza más numerosa, según la investigación de Antonio Montero, ocurrió en la madrugada del 10 de noviembre de 1936, cuando 23 religiosas adoratrices fueron fusiladas junto a las tapias del cementerio madrileño del Este.
Da la impresión, por lo tanto, de que había razones específicas para respetar más la vida de las monjas que la de los frailes o curas. Estaría, en primer lugar, esa sospecha de que las mujeres jóvenes ingresaban en los conventos bajo coacción, presionadas por los confesores, hombres, jesuitas decía Lerroux, que en verdad eran quienes tenían la capacidad de manejar el poder político y conectar con los grupos oligárquicos de influencia económica y social. En el "imaginario colectivo" anticlerical, y en la realidad, las monjas estaban menos politizadas que los clérigos varones. Ellas no eran "culpables"; los curas y frailes, sí.
La sociedad española del primer tercio del siglo XX ofrecía muy pocas oportunidades a las mujeres en el plano profesional y familiar y las órdenes religiosas acabaron siendo también, pese a sus restricciones sexuales y sociales, una alternativa a la marginación en la vida diaria. El crecimiento mayor de las congregaciones femeninas respecto a las masculinas ocurría además, como indica Frances Lannon, "en las comunidades activas más que en las contemplativas, de manera que la Iglesia podía apelar a miles de monjas que eran profesoras, enfermeras y trabajadoras sociales, para formar parte de sus redes en la sociedad española". No parece casualidad carente de significado que las Hermanitas de los Pobres salieran ilesas de la persecución y que lo que se criticaba de las monjas en las publicaciones anticlericales era que quitaran esa labor social, asistencial y educativa a mujeres obreras "normales", que sí sabían "lo que es cariño de madre".
Liberar a las monjas, matar a los curas y frailes y prender fuego a los edificios religiosos. Eso es lo que se hizo en el verano de 1936, cuando la explosión revolucionaria puso en representación única y definitiva lo que en oleadas anticlericales anteriores se había ensayado.
La religión católica y el anticlericalismo se sumaron con ardor a la batalla que sobre temas fundamentales relacionados con la organización de la sociedad y del Estado se estaba librando en territorio español. La religión fue desde el principio muy útil para la causa internacional de Franco. Para muchas personas, incluidas las incrédulas, significó una profunda conmoción en sus hábitos y en su percepción del orden social.
El anticlericalismo violento que estalló con la sublevación militar no aportó, sin embargo, beneficio alguno a la causa republicana. Esas manifestaciones de anticlericalismo fueron narradas y difundidas, en España y más allá de los Pirineos y de los mares, con todo lujo de detalles, ilustradas a menudo con fotografías macabras y espeluznantes, constituyendo el símbolo por excelencia del "terror rojo".
La Guerra Civil adquirió así una dimensión religiosa que condenó al anticlericalismo a pasar a la historia como una ideología y práctica negativas y no como un importante fenómeno de la historia cultural, con su visión particular de la verdad, de la sociedad y de la libertad humanas. Todos los partidarios de la República derrotada se vieron obligados a ponerse a la defensiva en el tema religioso, aunque sabían lo importante que había sido la batalla por la enseñanza, por la creación de una burocracia laica y por someter a las órdenes religiosas a la legislación de asociaciones civiles. Todo se lo engulló el saldo mortal que el anticlericalismo había dejado, los 6.832 clérigos asesinados, quienes tuvieron un recuerdo constante de su martirio, en decenas de lugares de memoria.
La Iglesia católica, para justificar su implicación en la violenta represión de los militares, falangistas y Franco durante la guerra y la posguerra, necesitó mucha retórica, la construcción de varios mitos y el constante recuerdo del martirio sufrido por el clero. El tópico de las matanzas y violaciones de monjas es el más repetido por quienes nunca han leído una investigación sería sobre ese asunto. Y de paso que se enteren las feministas, suelen decir.
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Julián Casanova, historiador, Distinguished Professor en el Weiser Center for Europe and Eurasia de la University of Michigan.
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