Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
La leyenda de Miguel Barroso
A todos cuantos le elogiamos hoy tras su muerte a traición el sábado a las 20:30 de la noche, Miguel Barroso nos habría llamado para regañarnos. Le repateaba ser objeto de atención pública, no comentaba ni hablaba en público y hacía valer como un león su derecho a la intimidad y el anonimato. Pero puestos a hablar de Miguel por exigencias del triste guion que nos toca interpretar, yo declaro que su leyenda, la de un hombre que ejercía una enorme influencia sobre el poder español, es cierta. Sí: Barroso era escuchado por presidentes y empresarios, por líderes políticos y sociales, que necesitaban el más fino análisis y la estrategia más inteligente. Casi siempre las regalaba, porque él disfrutaba del mero placer de estudiar un problema y abordarlo. Luego están las patrañas y las exageraciones, claro, como en todas las leyendas. Él las leía –lo leía todo– y sonreía ante las barbaridades.
La consecuencia de esa discreción proverbial es que el legado profesional de Barroso es un tesoro que no será jamás reunido, porque está en cientos de memorandos, en anotaciones que hacía minuciosamente en sus cuadernos, en líneas estratégicas de trabajo que dejaba en conversaciones y notas de voz… La obra tampoco será justamente reconocida, porque no hay constancia escrita de ella: modernizó la Comunicación del Estado desde Moncloa, trabajó sin descanso por la pluralidad de los medios de comunicación, generó algunas de las frases más brillantes de nuestros líderes políticos de la izquierda, ayudó en debates, generó coaliciones de interés en decenas de instancias, siempre en línea con los principios progresistas que le guiaban. Es probable que ninguna placa lo reconozca porque no buscaba el reconocimiento público. No paraba de trabajar ni siquiera cuando no lo hacía, porque siempre andaba con algo nuevo revoloteando.
Puestos a hablar de Miguel por exigencias del triste guion que nos toca interpretar, yo declaro que su leyenda, la de un hombre que ejercía una enorme influencia sobre el poder español, es cierta
Lo mejor era la conversación, en la que sí era el protagonista indiscutible y que era divertidísima, pero casi nunca intranscendente: había vivido en Roma, en Miami, en París, en Barcelona… tenía para cada asunto una historia, un chiste o una anécdota, que ilustraba el tema con un inteligentísimo sentido del humor. Tenía un vastísimo conocimiento histórico que resumía en narraciones apasionantes. Era tierno, solidario y generosísimo aunque generaba alrededor un respeto reverencial por su juicio inteligente y afilado. Despachar con Miguel, como suele serlo con los genios, no era fácil: a mí se me disparaban las pulsaciones. Pero salir del despacho con su aprobación, que no solía llegar a la primera, generaba una satisfacción indescriptible.
Pasaba largas estancias en La Habana, donde encontró refugio para alejarse del ruido madrileño. En su última mañana, recién llegado, le dije con sorna que su ausencia de los dos últimos meses había generado un gran vacío en España y que tenía que ponerse a resolver ya el lío político en el que estábamos desde que se fue. Me siguió la broma y nos emplazamos a resolverlo todo en la cena, programada en balde para las nueve de la noche. La chanza se hizo real y Miguel nos dejó sin avisar. Seguiremos solos librando sus batallas.
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Luis Arroyo es sociólogo, profesor, consultor político, columnista de infoLibre y presidente del Ateneo de Madrid. Ha compartido con Miguel Barroso amistad y distintas etapas profesionales durante las últimas décadas.
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