Recuperar la igualdad de género en el cristianismo

En su obra La Ciudad de las Damas, de principios del siglo XV, la escritora francesa Christine de Pisan constataba la disparidad que existía entre la imagen negativa de los varones sobre las mujeres y el conocimiento que ella tenía de sí misma y de otras mujeres. Los varones afirmaban que el comportamiento femenino estaba colmado de todo vicio; juicio que en opinión de Christine demostraba bajeza de espíritu y falta de honradez. Ella, por el contrario, tras hablar con muchas mujeres de su tiempo que le relataron sus pensamientos más íntimos y estudiar la vida de prestigiosas mujeres del pasado, les reconoce el don de la palabra y una inteligencia especial para el estudio del derecho, la filosofía y el gobierno. 

La situación de entonces se repite hoy en la mayoría de las religiones, que se configuran patriarcalmente y nunca se han llevado bien con las mujeres. Estas no suelen ser consideradas sujetos religiosos ni morales, por eso se las pone bajo la guía de un varón que las lleve por la senda de las virtudes, que deben practicar patriarcalmente como la obediencia (=sumisión), el recato (=invisibilidad), el silencio (renuncia a la palabra, a la libertad de expresión)), la humildad (=humillación), el servicio (=servidumbre), la abnegación (=renuncia a los propios deseos, afectos o intereses en beneficio de otras personas), el sacrificio (=renuncia al propio proyecto de vida), el recato, la prudencia, etc. Y todas ellas se presentan como voluntad divina.  

Se las niega el derecho a la libertad de decidir dando por supuesto que hacen mal uso de ella. Se las veta a la hora de asumir responsabilidades directivas por entender que no tienen capacidad para ello y son irresponsables por naturaleza. Son excluidas del espacio sagrado por impuras y por no ser capaces de representar a Dios. Se las silencia por creer que son lenguaraces y dicen inconveniencias. 

Son objeto de todo tipo de violencia: antropológica, al considerarlas inferiores; moral, al negarles capacidad para guiarse por sí mismas; religiosa, al dificultarle el acceso directo a lo sagrado; simbólica, al tenerlas por menores de edad; cultural, al no reconocerles la misma capacidad que a los hombres; física, al ejercer contra ellas la violencia de género, hasta llegar al feminicidio; teológica, al negarles capacidad para pensar la experiencia religiosa e impedirlas –o al menos, limitarlas- el derecho a enseñar. 

Sin embargo, las religiones difícilmente hubieran podido nacer y pervivir sin ellas. Sin las mujeres es posible que no hubiera surgido el cristianismo y quizá no se hubiera expandido como lo hizo. Ellas acompañaron a su fundador, Jesús de Nazaret, desde el comienzo en Galilea hasta el final en el Gólgota. Recorrieron con él ciudades y aldeas anunciando el Evangelio (=Buena Noticia de Liberación), le ayudaron con sus bienes y formaron parte de su movimiento en igualdad de condiciones que los varones.   

La teóloga feminista Elisabeth Schüssler Fiorenza ha demostrado en su libro En memoria de ella (Desclée de Brouwer, Bilbao, 1989) que las primeras seguidoras de Jesús eran mujeres galileas liberadas de toda dependencia patriarcal, con autonomía económica, que se identificaban como mujeres en solidaridad con otras mujeres y se reunían para celebrar comidas en común, vivir experiencias de curaciones y reflexionar en grupo.  

El movimiento de Jesús era un colectivo igualitario de seguidores y seguidoras, sin discriminaciones por razones de género. No identificaba a las mujeres con la maternidad, como demuestra el texto en el que una mujer encumbra a la madre de Jesús llamándola bendita por su maternidad y él declara que benditas son, más bien, las personas que escuchan su palabra y la ponen en práctica. Se oponía a las leyes judías que las discriminaban, como el libelo de repudio y la lapidación, y cuestionaba el modelo de familia patriarcal. 

En el movimiento de Jesús se compaginaban armónicamente la opción por los pobres y la emancipación de las estructuras patriarcales. Las mujeres eran amigas de Jesús, personas de confianza y discípulas que estuvieron con él hasta el trance más dramático de la crucifixión, cuando los seguidores varones lo abandonaron.

En el movimiento de Jesús las mujeres recuperaron la dignidad, la ciudadanía, la autoridad moral y la libertad que les negaban tanto el Imperio Romano como la religión judía. Eran reconocidas como sujetos religiosos y morales sin necesidad de la mediación o dependencia patriarcal. Un ejemplo es María Magdalena, figura para el mito, la leyenda y la historia, pionera de la igualdad e icono en la lucha por la emancipación de las mujeres. 

La situación de entonces se repite hoy en la mayoría de las religiones, que se configuran patriarcalmente y nunca se han llevado bien con las mujeres. No suelen ser consideradas sujetos religiosos ni morales, por eso se las pone bajo la guía de un varón

A María Magdalena apelan tanto los movimientos feministas laicos como las teologías desde la perspectiva de género, que la consideran un eslabón fundamental en la construcción de una sociedad igualitaria y respetuosa de la diferencia. María Magdalena responde, creo, al perfil que Virginia Woolf traza de Ethel Smyth: “Pertenece a la raza de las pioneras, de las que van abriendo camino. Ha ido por delante, y talado árboles, y barrenado rocas, y construido puentes, y así ha ido abriendo camino para las que van llegando tras ella”. 

Las mujeres fueron las primeras personas que vivieron la experiencia de la resurrección, mientras que los discípulos varones se mostraron incrédulos al principio. Es esta experiencia la que dio origen a la Iglesia cristiana. Razón de más para afirmar que sin ellas no existiría el cristianismo. No pocas de las dirigentes de las comunidades fundadas por Pablo de Tarso eran mujeres, conforme al principio que él mismo estableció en la Carta a los Gálatas: “ya no hay más judío ni griego, esclavo ni libre, varón o hembra” (Gál 3,28) y de acuerdo con el listado de mujeres con responsabilidades directivas en las comunidad de base de Roma, a quienes cita elogiosamente en el capítulo 16 de la carta a los Romanos.  

Sin embargo, pronto cambiaron las cosas. Pedro, los apóstoles y sus sucesores: el papa y los obispos se apropiaron de las llaves del Reino, se hicieron con el bastón de mando, que nada tenía que ver con el cayado del pastor para apacentar las ovejas, mientras que a las mujeres les impusieron el velo, el silencio y la clausura monacal o doméstica. Eso sucedió cuando las iglesias dejaron de ser comunidades domésticas y se convirtieron en instituciones políticas. 

¿Cuándo se reparará tamaña injusticia de género para con las mujeres en el cristianismo? Habría que volver a los orígenes, más en sintonía con los movimientos de emancipación que con las Iglesias cristianas de hoy. Es necesario cuestionar la primacía –el primado– de Pedro, que implica la concentración del poder en una sola persona e impide el acceso de las mujeres a las responsabilidades directivas compartidas, y a la participación de los laicos y las laicas en las funciones directivas de la Iglesia a nivel local y universal. 

Hay que recuperar el discipulado de María Magdalena, “Apóstola de los Apóstoles”, reconocimiento que se le daba en la Antigüedad cristiana y que recuperó la teóloga feminista Elisabeth Schüssler Fiorenza en un artículo del mismo título, que fue pionero en las investigaciones feministas sobre el Testamento cristiano. Es necesario revivir, refundar el cristianismo de María Magdalena, inclusivo de hombres y de mujeres, en continuidad con los profetas y las profetisas de Israel y con el profeta Jesús de Nazaret, pero no con la sucesión apostólica, de marcado acento jerárquico-patriarcal, de la teología escolástica, que entendía la Iglesia como una monarquía.  

Aquel cristianismo fue olvidado entre las ruinas valladas de la ciudad de Magdala, lugar de nacimiento de María Magdalena, que visité hace varios años, a siete kilómetros de Cafarnaún, donde tuvo su residencia Jesús de Nazaret durante el tiempo que duró su actividad pública. En las excavaciones que se llevan a cabo en Magdala se descubrió en 2009 una importante sinagoga. Ahí se encuentra la memoria subversiva del cristianismo originario liderado por Jesús y María Magdalena, que fue derrotado por el cristianismo oficial.  

Pero de aquel cristianismo sepultado bajo esas ruinas emerge un cristianismo liberador vigoroso, desafiante, y empoderado a través de los movimientos igualitarios que surgen en los márgenes de las grandes iglesias cristianas, como surgió en los márgenes el primer movimiento de Jesús, de María Magdalena y de otras mujeres que le acompañaron durante el poco tiempo que duró su actividad pública.

Es necesario recuperar la autoridad moral y espiritual de María de Magdala como amiga, discípula, sucesora de Jesús y pionera de la igualdad. Hay que reconstruir la línea de continuidad de los movimientos emancipatorios a lo largo de la historia y establecer nuevas alianzas inclusivas, creadas desde abajo y no desde el poder, en lucha contra el neoliberalismo sexual, contra la exclusión social, política y religiosa de las mujeres, que desemboca en violencia patriarcal, y contra la discriminación de las mujeres, que tiene carácter interseccional: por clase social, cultura, etnia, religión, identidad afectivo-sexual, etc.

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Juan José Tamayo es teólogo de la liberación. Su último libro es 'Pederastia. ¿Pecado sin penitencia? '(Erasmus, Córdoba, 2024).

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