Joaquín Machado, un hermano Luis García Montero
"...calvo de mierda"
Probablemente muchos de ustedes conozcan el viejo chiste del tipo malencarado que entra en la farmacia y le espeta al farmacéutico que se le acerca, solícito, a atenderle: “¿tiene píldoras contra el malhumor, calvo de mierda?”. A mí me venía mucho a la cabeza últimamente, cuando escuchaba en sede parlamentaria a unos y a otros iniciar sus intervenciones con un en apariencia amable y conciliador “debemos ser capaces de colaborar, le tiendo mi mano…”, al que a continuación seguía el equivalente al “calvo de mierda” del chiste. Que tanto podía ser “a pesar de que usted pacta con filoetarras, prófugos de la justicia y comunistas bolivarianos varios” como “a pesar de que usted ha asumido el programa de la extrema derecha que quiere acabar con todos los avances alcanzados en materia de derechos y libertades”, por empezar por las lindezas de menor calibre.
Soy de los que piensa que, así las cosas, para que las invocaciones al diálogo, la colaboración y el pacto tengan una mínima credibilidad, deberían ir acompañadas de propuestas de medidas concretas, identificables, que operen a modo de garantía para que los ciudadanos puedan estar seguros de que no se encuentran ante el enésimo flatus vocis por parte de unos acreditados especialistas en palabras vacías como son algunos de nuestros representantes públicos. Las medidas podrían ser las que, por ejemplo, proponía Jordi Sevilla en un tuit nada más dar a conocer Pedro Sánchez su firme voluntad de continuar al frente del gobierno de la nación: “Le ha faltado [al presidente] ofrecer un Pacto institucional al PP para poner fin a la crispación. Incluyendo un Código Ético que regule las actividades de familiares de presidentes (también autonómicos) y ministros (y consejeros autonómicos)”.
Como fue señalado desde el primer momento por parte de la práctica totalidad de analistas de muy diverso signo, no hay la menor noticia de si existe voluntad política de llevar adelante, si no las medidas propuestas por el exministro, otras de parecido tenor. Lo que sí hay son indicios de lo que no parece estarse ni contemplando, a saber, algún tipo de acuerdo con el máximo de fuerzas políticas (y no solo con los socios) alrededor de un objetivo en principio tan universalmente asumible como la regeneración democrática. En realidad, es más bien al contrario: parece haberse dado por sentado, sin necesidad de explicitarlo más, que resulta impensable alcanzar un acuerdo con aquellos partidos que, en la misma declaración en la que se lamenta la crispación, quedan señalados como los responsables de ella. Y por si un recalcitrante necesitara la explicitación, ahí está la nítida referencia de una joven ministra del actual gobierno al peligro que supondría que pudieran terminar ganando los malos, esto es, sus adversarios políticos.
Este rechazo a acordar nada con nadie que no esté previamente de acuerdo tal vez esté informando de algo de mayor calado, a saber, el contenido que se le está dando a esa presunta regeneración pendiente. Por lo pronto, algo pudimos comprobar de inmediato. Así, la misma tarde en la que Pedro Sánchez anunciaba su propósito de continuar al frente del Gobierno, entidades en la órbita de Sumar convocaban una concentración frente a la sede del CGPJ en Madrid bajo la consigna “El golpismo viste de toga”, consigna que, a modo de explicación, llevaba como subtítulo un revelador (a su pesar) “mostremos al mundo como se defiende la democracia”. En parecido sentido se pronunciaba a las pocas horas la propia Yolanda Díaz o su antiguo jefe, Pablo Iglesias, que todavía respira por la herida del presunto lawfare del que fue objeto.
No debería haber excesivas dudas acerca de cómo se defiende la democracia: se defiende fortaleciendo las instituciones, esto es, haciendo que cumplan con las funciones para las que todas ellas fueron diseñadas
Además del judicial, el otro frente sobre el que se supone que la regeneración debería actuar sería el mediático o, más específicamente, sobre esa “máquina del fango” que se dedica impunemente a lanzar bulos y poner en circulación mentiras cuyos mismos propaladores saben que lo son. Dudo que haya nadie dispuesto a asumir la defensa de quienes así actúan, pero tal vez la cuestión no sea tanto el objetivo proclamado como la forma concreta en la que se pretende emprender tan loable tarea. Porque no hace falta ser un lince para darse cuenta de que la consigna “hay que acabar con el fango” puede funcionar a modo de coartada precisamente para enfangar más aún la escena pública, y de ello tenemos muestras prácticamente a diario. Es más, probablemente uno de los mayores peligros que en estos momentos nos acecha es precisamente que, echando mano de esta retórica regeneracionista que venimos comentando, pueda producirse no ya solo una consolidación sino, peor aún, una profundización en el clima de crispada polarización. Solo que ahora, a diferencia de lo que ocurría hasta este momento, dicha polarización pretendería venir legitimada en el argumento de que solo así, esto es, poniendo en cuestión algunos de los pilares básicos en los que se asienta el edificio de la democracia –como, por ejemplo, la separación de poderes o la existencia de una prensa libre e independiente de cualquier tipo de interferencias–, se podrá acabar de una vez por todas con semejante clima.
En realidad, no debería haber excesivas dudas acerca de cómo se defiende la democracia: se defiende fortaleciendo las instituciones, esto es, haciendo que cumplan con las funciones para las que todas ellas fueron diseñadas. De esas otras vías de defensa que gustan de presentarse como alternativas –por ejemplo, la de sacar a las masas a la calle al dictado de una determinada consigna, práctica a la que, por cierto, últimamente parecen haberse abonado incluso con entusiasmo nuestros partidos mayoritarios–, tenemos todo el derecho del mundo a dudar acerca de si efectivamente desembocan en un fortalecimiento de la democracia o más bien pueden contribuir a su deterioro. Porque, a estas alturas de la historia, no debería venirnos de nuevas que los hubiera que, confundiendo intencionadamente democracia deliberativa con democracia movilizativa, estuvieran contribuyendo eficazmente a debilitar el edifico democrático tal como lo conocemos. Con lo que nos encontraríamos ante la sangrante paradoja de que, en nombre de la necesidad de la regeneración de la democracia, a lo que estaríamos asistiendo sería a su gradual degeneración.
Difícil, ciertamente, ser optimistas en estos momentos. De hecho, las cosas que cualquier ciudadano de este país venía leyendo y escuchando en los últimos tiempos, como las amenazas a periodistas por parte del jefe de gabinete de la presidenta de la comunidad de Madrid, sin ir más lejos, constituían por sí solas motivo de severa preocupación. Pero, tras lo sucedido la pasada semana, no parece demasiado osado afirmar que avanzamos hacia un horizonte de mayor crispación, en el que el adversario político va a ser todavía más enemigo (si cabe). De hecho, no ha faltado, en la orilla de enfrente, el ideólogo de cámara que, en nombre de la legítima defensa (ay, legítima defensa, cuántas barbaridades se han perpetrado en tu nombre), se ha apresurado a instar al Gobierno “a protegerse”, esto es, a maniatar en lo posible a cuantos poderes e instancias le puedan incomodar políticamente.
Nada me complacería más que hacerme acreedor del reproche de estar cogiendo el rábano por las hojas, presentando como ejemplos cargados de significado intervenciones poco representativas de esos presuntos nuevos vientos que se nos anuncia que van a empezar a soplar próximamente. Pero habrá que aceptar que quienes deberían aportar motivos para la esperanza parecen empeñados más bien en ensombrecer el futuro inmediato con unas exhortaciones a la limpieza que desprenden un preocupante tufillo a amenaza. Aunque, insisto, tal vez sea yo el equivocado y mi equivocación tenga una explicación bien simple. Como federalista que me considero, tiendo a pensar que la política está para tender puentes, no para levantar muros. O, por decirlo con las palabras de otro federalista (Salvador Illa): la buena política está para unir y servir. Lo demás es politiquería.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg)
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