Morder la mano que te da de amnistiar
Tiene su cuajo que, después de alardear de haberle sacado los higadillos al presidente del Gobierno español, mordiendo así la mano que le ha dado de amnistiar, ahora Pere Aragonès, secundado abiertamente en este punto por Carles Puigdemont, se dedique a resucitar la vieja equiparación entre PSOE y PP en lo que respecta a la relación del Estado con Cataluña. Con facilidad se adivina el signo político de la resurrección, que apunta inequívocamente al día después. Porque, en efecto, tras la aparente radicalidad del argumento del president, que parecería anunciar una estrategia de abierta confrontación con España como enemigo histórico, se están poniendo las bases para poder justificar, o al menos atenuar, el escándalo que supondría para los votantes independentistas que las formaciones que les representan llegaran a acuerdos con una fuerza política como el PP, que no se priva en muchos momentos de asumir abiertamente el nacionalismo español más rancio.
En efecto, sentado ante los suyos el precedente de los acuerdos con un partido presuntamente tan español como el PSOE de Pedro Sánchez, no debería ya resultarle demasiado difícil a los independentistas justificar un cambio en su pareja de baile en beneficio de los populares, especialmente a poco que aquellos pudieran presentar en público el trofeo de haber conseguido arrancar a la nueva pareja alguna reivindicación llamativa (a ser posible de esas que ponen de los nervios a los sectores más cavernícolas del universo mediático).
Por el otro lado, el hecho de que los líderes independentistas, con causas penales pendientes, se hubieran visto amnistiados les devolvería de pleno derecho, sin apenas riesgo de rechazo por parte de los propios votantes conservadores, a la condición de interlocutores válidos para cualquier eventual negociación con el Partido Popular, como las tempranas declaraciones de González Pons acerca de Junts cuando andaba buscando apoyos para la investidura de Feijóo demostraban palpablemente. El fariseísmo del planteamiento independentista a este respecto resulta evidente por completo: el reproche que sirve en apariencia para descalificar a los dos grandes partidos nacionales, esto es, su condición de españoles (y, por tanto, enfrentados a Cataluña), sirve en realidad para justificar el poder pactar con cualquiera de ellos en cada momento según convenga.
Para evitar un escenario como este, en el que el independentismo, liberado de las amenazas judiciales, podría aplicarse abiertamente a pactar con unos y con otros en la perspectiva de reactivar desde el poder catalán lo que en la sentencia del Tribunal Supremo a los líderes del independentismo se calificaba –con una calificación en mi opinión más que discutible– como “meras ensoñaciones”, Salvador Illa ha propuesto una estrategia bien definida. No cesa de reiterar últimamente en sus intervenciones públicas una exhortación a los ciudadanos catalanes que evoca, inequívocamente, la que en su momento le dedicara Ortega y Gasset a los argentinos: “¡a las cosas!”. Pero mientras el filósofo madrileño se refería a la conocida querencia porteña por la pirotecnia verbal (en tantas ocasiones prácticamente ayuna de contenido sustantivo), el líder del PSC exhortaba a poner el foco de la atención pública sobre aquellas cuestiones como la sanidad, la educación o la sequía que, sin la menor duda, preocupan a la inmensa mayoría de los catalanes, sin distinción de ideologías, y que fueron abandonadas por los sucesivos gobiernos independentistas durante la década –perdida– del procés.
Un planteamiento como el de Salvador Illa se encuentra, desde luego, en condiciones de atraer a todos aquellos votantes independentistas conscientes del fracaso con el que parece haberse saldado el procés y deseosos de dejar atrás sus presuntas ensoñaciones. Sin embargo, llegados a este punto, resulta poco menos que ineludible dejar formulada una advertencia: incluso aceptando, benévolamente, que tales ensoñaciones pudieran ser solo eso, se impone no deducir de ello conclusiones equivocadas.
Es cierto que con mucha frecuencia tenemos la ocasión de escuchar a responsables políticos afirmar que lo que hay que hacer es hablar de “los problemas que realmente preocupan a la gente”. Pero, al margen de que en muchas ocasiones, tras tan enfática afirmación, tales políticos se dedican a hablar de los problemas que les preocupan a ellos en particular, la verdad es que ese impreciso universo denominado “gente” se encuentra formado por subgrupos de personas de muy diverso tipo, que a su vez parecen sentirse preocupadas por cuestiones de naturaleza muy diferente, de tal manera que resultaría tan simplista como apresurado limitarse a dividir tales cuestiones en dos grandes categorías, las directamente materiales y las, digámoslo así, ideológicas.
De hecho, ya hace un tiempo que el llorado Jesús Mosterín comentaba, en una entrevista periodística, que “la gente únicamente está dispuesta a morir por cosas que no existen”, y se refería a continuación a entidades que él denominaba metafísicas, como la Patria o Dios. En cualquier caso, y aún a sabiendas de que la lista de tales entidades varía históricamente, no faltan quienes, además de vivir como realmente importantes y trascendentales asuntos que otros califican de metafísicos, incluso hacen pasar a estos, en el ranking de sus preocupaciones, por delante de los de carácter más inequívocamente material. Probablemente de esta única manera se entienda la fuerte resistencia del voto independentista, susceptible, ciertamente, de registrar abandonos como consecuencia del incumplimiento de la mayor parte de sus promesas, pero en lo sustancial inmune a la falsación de su proyecto político.
El reproche independentista que sirve en apariencia para descalificar a los dos grandes partidos nacionales, esto es, su condición de españoles (y, por tanto, enfrentados a Cataluña), sirve en realidad para justificar el poder pactar con cualquiera de ellos en cada momento según convenga
De ahí el desafío que implica la tarea emprendida por Salvador Illa. Lleva razón cuando afirma que únicamente se le dará carpetazo al procés si, además de ganar, cosa que todo el mundo parece estar dando por descontada, consigue gobernar. Ello haría posible que se abriera un nuevo escenario, caracterizado, frente al de etapas anteriores, por la racionalidad y el pragmatismo, esto es, por lo que el propio Illa gusta de denominar como "política útil". Una política con vocación de ser útil, no ya solo para abordar y empezar a resolver los problemas que el independentismo ha dejado de lado, sino para algo si cabe aún más importante. Porque el horizonte debería ser que esta otra manera de hacer política, además de servir para ofrecer un refugio a los desencantados del procés, terminara por convencerles de la superioridad teórica y práctica de otro modelo de país. O, si se prefiere, que les proporcionara buenas razones para que no quisieran regresar al pasado.
Si, por el contrario, terminaran gobernando los independentistas, no solo podría considerarse fracasada la apuesta de Pedro Sánchez por la reconciliación y el reencuentro, sino que se haría evidente que el relativo sosiego y tranquilidad del actual momento habría sido malinterpretado por muchos. Por formularlo metafóricamente, no nos encontraríamos ante el final de ese partido que fue el procés, sino ante los 15 minutos de descanso, y el único interrogante que quedaría flotando en el aire sería el de qué sustituciones tendrán lugar en cada equipo y qué cambios introducirán los responsables de ambos en sus respectivos esquemas de juego (a eso parecía referirse Jordi Turull al afirmar que “haría mejor” todo lo que ya hizo una vez, o el propio Puigdemont cuando declaraba el pasado domingo en una entrevista periodística la necesidad de “preparar mejor” la independencia).
Y para continuar con la metáfora y rematar la pieza: tal como está el patio y a la vista de los planteamientos extremadamente tácticos de algunos, no descarten que hubiera quien decidiera jugárselo todo en la tanda de penaltis. O sea, en un referéndum.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg).
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