¿Todavía a vueltas con el amor? Manuel Cruz
… Que juega al dominó
Por cosas de la vida, he vuelto a jugar a un juego que siempre me cayó simpático, el dominó. Sus fichas han estado tan presentes en este país, en las casas y en los bares de pueblo y de ciudad, que el dominó podría parecer muy y mucho español, pero he leído que nació en China durante la dinastía Yuan (1271-1368) bajo el nombre de 'pupai' y llegó a Europa, a través de Italia, allá por el siglo XVII. Algunos podrían tachar de ‘apropiación cultural’ que lo sintamos tan nuestro pero, en realidad, es un claro ejemplo del enriquecimiento que obtenemos al sumar a nuestras ideas las que otros han tenido y a nuestra cultura, las trazas de otras.
Hablaba el otro día con una amiga, educadora infantil, de mi experiencia al jugar al dominó con personas muy mayores. “¡A ellas las percibo más activas mentalmente, más contentas y más tranquilas, pero es que yo siento lo mismo!” Ella me contó que utilizaba los juegos de mesa como herramienta educativa con los niños. Estuvimos un rato comentando lo positivo que nos aportan a cualquier edad: socializamos, aprendemos a encajar la victoria y la derrota, a respetar el espacio y las opiniones de los demás. Los juegos de mesa potencian la atención, la reflexión, refuerzan la memoria, nos entretienen… Todo ello sonaba tan atractivo como el baile de los dados en un cubilete, así que hicimos palomitas y sacamos el parchís.
Recuperamos la emoción al enfrentarnos a los juegos más simples, esa que perdimos en la travesía de adultos por estar sobreocupados, superestresados y megaatacados
El filósofo holandés Johan Huizinga sostenía que "el juego es la base de la cultura humana" y dedicó un libro a reflexionar sobre esa faceta de nuestra especie "Homo ludens". Sí, los seres humanos arrancamos a jugar en la cuna y jugamos en la vejez. De hecho, en esta última etapa del camino, recuperamos la emoción al enfrentarnos a los juegos más simples, esa que perdimos en la travesía de adultos por estar sobreocupados, superestresados y megaatacados. El ritmo de los ancianos al mover las fichas de un juego de mesa es el de un vals, si lo comparamos con la urgencia frenética que nos mueve en otras etapas de la vida…
Hace varias décadas, me encargaron en Onda Cero dirigir y presentar uno de esos programas radiofónicos de verano en los que había que llenar de contenido muchas horas con un equipo pequeño. Dediqué una sección a conocer ciertas aficiones a través de personas que las amaban, por ejemplo, el dominó. Sobre el papel, teníamos cierto temor a que aquello se convirtiera en una charla insulsa de no más de dos minutos, lo que cualquiera puede tardar en contarte las reglas del juego; sin embargo, resultó ser una conversación agradable e interesante que, en algún momento, llegó a rozar la filosofía. Lo pequeño se hace grande cuando lo llenamos de amor y le damos importancia. Y viceversa.
Últimamente, he decidido cambiar horas de consumo de móvil, que me consumen, por ratos de dominó y en el trueque he comprobado que se ha incrementado, notablemente, mi patrimonio de tiempo. Cuando juegas a algo sencillo con personas a las que quieres y entre cada “te toca” y cada “paso” puedes mirar a los ojos de quien tienes enfrente, los minutos vividos parecen horas. Lo de relativizar la victoria y la derrota es un hecho incontestable, cada partida que mi madre me gana al dominó es un triunfo para mí.
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