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Negociación FARC

Tierras, leyes y otros inventos: el proceso de paz en Colombia

Bandera de colombia.

Luis Fernando Medina

“Nada está acordado hasta que todo esté acordado.” Con esa frase terminaba la descripción del procedimiento para las negociaciones entre el gobierno de Colombia y las FARC en el comunicado conjunto que ambas partes suscribieron al comenzar. Por tanto, en sentido estricto, el anuncio reciente de un acuerdo sobre temas agrarios no significa mucho. Al fin y al cabo, este es sólo uno de los puntos de una agenda que incluye asuntos tan espinosos como el narcotráfico, la situación de las víctimas o la posible entrada de las FARC a la política legal. Un tropiezo en cualquiera de esos temas podría dar por tierra con los avances obtenidos hasta ahora. Pero es evidente que, formalidades aparte, los últimos eventos marcan un punto de inflexión y, posiblemente, aunque sea prematuro decirlo, un punto de no retorno.

Quien quiera desestimar la importancia de este anuncio debe recordar que es la primera vez que se logra un acuerdo sobre temas económicos entre el gobierno y las FARC; la primera vez cuando se cumplen ya casi 30 años de los primeros intentos de negociación. Este logro cambia la dinámica de la guerra y la paz en Colombia. A partir de este momento, los sectores “duros” de ambos bandos que quieran persistir en la guerra torpedearán un acuerdo tangible. Pero los costos políticos de esta estrategia obstruccionista van a ser elevados a partir de este momento. ¿Es acaso el actual régimen agrario colombiano tan maravilloso que vale la pena continuar la guerra con tal de preservarlo? Recíprocamente, ¿alguien dentro de las FARC cree que por la vía de las armas va a forzar un acuerdo que sea, desde su perspectiva, mucho más favorable que el que se acaba de alcanzar? En síntesis, con este consenso los sectores “blandos” han tomado la iniciativa y pueden mostrar resultados que la violencia no había podido lograr.

Décadas de fracasos y recelos mutuos han hecho que el actual proceso esté rodeado de un manto de sigilo, de modo que es muy poco lo que se sabe sobre el contenido concreto del acuerdo agrario. Sin embargo, algunos puntos generales son, o bien conocidos, o bien fáciles de inferir a la luz de los debates recientes. Existen profundas diferencias entre el gobierno y las FARC en torno a cuál debería ser el modelo de desarrollo rural del país. Pero al parecer han llegado a un consenso: para poder discutir dicho modelo de desarrollo, es necesario primero modernizar el campo: a partir de ahí, será fácil llegar a acuerdos sobre reformas institucionales básicas que dejen abiertos para un futuro, ya sin conflicto armado, los debates más difíciles.

¿Debe desarrollarse el campo sobre la base de viabilizar a los pequeños propietarios, por medio de inversión pública y cooperativas que aprovechen las economías de escala? ¿O más bien es mejor que al campo ingrese el gran capital, acelerando así el proceso de transferencia de la población hacia las ciudades? Debate de fondo, difícil, con argumentos de peso de uno y otro lado. Pero inútil en un país donde los derechos de propiedad, vitales tanto para campesinos como para grandes empresarios, están perdidos en una maraña burocrático-criminal. Un censo agrario con varias décadas de rezago, vastos terrenos, en algunas zonas más de la cuarta parte de la tierra, que no están debidamente registrados en el catastro rural, tierras apropiadas ilegalmente por el narcotráfico y por grupos paramilitares, los mismos que han logrado infiltrar varias registradurías de instrumentos públicos, son sólo una parte de un síndrome que ha convertido muchas áreas del campo colombiano en coto privado de latifundistas improductivos, barones clientelistas, mafias y ejércitos irregulares, muchas veces todos ellos coaligados.

Por estas razones ya hay quienes caracterizan este acuerdo como una situación “gana-gana” (jerga de la teoría de la negociación). En buena medida es así, pero hay matices que se deben tener en cuenta pensando en el futuro.

El Estado no ha sido un mero espectador de la penosa situación del campo. Si vemos que un gobierno permite que buena parte del territorio se quede por fuera del alcance las instituciones básicas de la nación es porque, o bien no ha tenido la fuerza política y fiscal necesaria para afrontar el problema, o bien está recibiendo el apoyo político de los beneficiarios de dicha situación. Puesto en forma más tajante: o el gobierno no ha podido cobrar los impuestos necesarios para remediar estos vacíos institucionales, o cuenta entre su coalición de apoyo con el tipo de elementos (terratenientes, mafiosos y paramilitares) que prosperan en medio de tales vacíos. No es este el lugar para ahondar en la respuesta, pero es claro que históricamente ambos factores han incidido en las acciones y en las omisiones de los sucesivos gobiernos colombianos. De modo que para materializar el actual acuerdo, el gobierno tiene que buscar recursos donde antes no los buscaba y tiene que enemistarse con aliados a los que antes acogía. Al fin y al cabo, si las reformas proyectadas en el acuerdo fueran tan fáciles para el gobierno, ya las habría hecho desde hace mucho.

La historia agraria de Colombia invita a la cautela. Los problemas de acceso a la tierra y sostenibilidad de la economía campesina han sido un tema recurrente, en especial desde los años 30 del siglo pasado. En dos ocasiones, 1936 y 1961, el gobierno lanzó una ambiciosa legislación sobre el tema. Pero en las dos ocasiones, pocos años después (en 1944 y en 1971) las fuerzas más reaccionarias lograron darle la vuelta al proceso. ¿Será que a la tercera es la vencida?

Por el lado de las FARC también hay dificultades. Una amarga lección de los procesos de paz en Centroamérica fue que tras la desmovilización de grupos insurgentes queda una estela de hombres y armas que derivan hacia el crimen. En Colombia, donde las FARC han estado involucradas en actividades de narcotráfico por mucho tiempo, la pregunta no es si va a ocurrir lo mismo (se da por descontado que sí), sino cuál va a ser la magnitud del fenómeno.

De llegar a feliz término el actual proceso de paz, no correrán de inmediato ríos de leche y miel. Vendrá una fase de ajustes políticos e institucionales muy compleja, se necesitará un ambicioso programa de inversión pública en el campo, ojalá costeable simplemente con el “dividendo de la paz,” posiblemente seguirá habiendo violencia por parte de algunos elementos de las FARC y sectores de ultra-derecha que no acepten los acuerdos. Pero la modernización institucional del campo también generará nuevos ingresos tributarios, permitirá generar incentivos a la producción que desplacen los latifundios más improductivos, probablemente (la expresión ya existe en los comunicados) se “cierre la frontera agraria”, lo que viene a significar que se ponga fin al ciclo de colonización, acaparamiento y desalojo que durante décadas ha empujado a muchos campesinos a cultivar en zonas cada vez más marginales, menos productivas y con peor impacto ambiental.

Cuando se lanzaron los primeros diálogos con las FARC a comienzo de los ochenta, un servidor, por aquel entonces estudiante de bachillerato, como parte de un trabajo escolar entrevistó a Gerardo Molina, un veterano y respetadísimo dirigente socialista. Desde la cúspide de sus 80 años el maestro Molina repetía con voz afectada que “es mejor no imaginar lo que puede pasar si fracasan los diálogos”. No fue necesario imaginarlo. Los diálogos fracasaron. Nunca volví a ver a Molina, quien murió seis años después, pero estoy seguro de que los horrores que alcanzó a presenciar debieron conmoverlo a pesar de haberse curtido en la violencia de los años cincuenta. Los demás quedamos aquí para presenciar aún más horrores. Así que, por difícil que resulte, preferimos ahora imaginar lo que va a pasar si funciona este proceso.

La Iglesia colombiana considera “positivo” el diálogo entre el Gobierno y el Ejército de Liberación Nacional

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Luis Fernando Medina es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March, realizó el doctorado en Economía en la Universidad de Stanford, ha sido profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU) e investiga temas de economía política, teoría de juegos, acción colectiva y conflictos sociales. Es autor del libro 'A Unified Theory of Collective Action and Social Change' (University of Michigan Press, 2007).

 

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