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Reflexiones sobre el suicidio de un piloto (alemán)

Daniel Peral

Conducía yo en Berlín desde mi casa hasta la oficina, por una zona industrial junto al río Spree, con poco tráfico, de calles anchas de tres carriles. Llevaba viviendo varios años en la ciudad, todavía no capital de la Alemania reunificada, disfrutando del amable carácter alemán.

Paro en un semáforo y, de pronto, escucho una voz llegada desde los cielos, algo parecido a lo que debió experimentar Moisés cuando Yahvé le iba a entregar las Tablas de la Ley. Miro a la derecha y veo a tres metros de altura al conductor de un camión parado a mi lado, gesticulando. Abro la ventanilla y le pregunto: “¿Qué pasa?” “¡Lleva el intermitente puesto!”, me grita. ¡Oh, Señor!, he cometido un gran error en el país donde todo es perfecto, dónde todo deber ser perfecto. ¡Me he olvidado de quitar el intermitente!

Se abre el semáforo y sigo conduciendo, apesadumbrado por la gravísima falta cometida.

En el siguiente semáforo volvemos a parar en paralelo el camionero y yo. Abro la ventanilla derecha, le miro y le pregunto: “¿Es usted perfecto?” El conductor se quedó boquiabierto, sin respuesta. Seguramente siguió su camino meditando sobre su vida, haciendo un repaso a los errores que podría haber cometido, sometido a un profundo análisis psicopatológico de la escuela argentina.

No es que el alemán sea perfecto, que no lo es, sino que está educado para ser perfecto para corregir todo tipo de errores.

Estaba pensado estos días qué hubiera ocurrido si el aparato estrellado en los Alpes franceses hubiera sido español. O que el copiloto hubiera sido ibérico, ¡O griego! Habrían tronado los cielos, habrían llegado llamaradas de fuego y de azufre del tipo Sodoma y Gomorra contra la maldita imperfección sureña, contra nuestro cachondeo vital, contra nuestra dejadez genética. En este caso, contra nuestro sistema sanitario. Habría que ver lo que diría “la” Bild Zeitung (periódico en alemán es femenino), el más vendido de los diarios, amarillo, sensacionalista, pero muchas veces muy bien informado, que tiene a los griegos acorralados por su desmadre.

En este caso, tras la acción de su copiloto, los alemanes dicen que se sienten fassunglos, que se puede traducir como abobado, atontado, sin respuesta.

Algo debe crujir en sus mentes al comprobar cómo un señor dado de baja por un problema aparentemente depresivo puede pilotar un avión. Algo ha fallado de manera dramática.

Nuestro sistema sanitario no será, quizá, el mejor del mundo, como se encargan de repetir los que mandan, pero en recientes visitas a hospitales a departamentos diferentes por diversos motivos, he podido comprobar como el personal médico-sanitario se mantiene absolutamente diligente y amable, a pesar de la tormenta de recortes que ha caído sobre el sistema más esencial, junto con la educación.

Algo ha fallado en el sistema sanitario alemán, lo que debe ser motivo de besprechungen, de reuniones de trabajo a las que son tan dados, para analizar y discutir los fallos. Tienen trabajo.

Extraña ver cómo un profesional se comporta de manera kaltblutig –a sangre fría–, sin emociones. Es una apreciación muy fuerte, muy subjetiva, pero un compañero latino que llevaba años viviendo en Alemania y que había estado casado con una alemana me decía: “El sistema educativo alemán extrae el alma a los niños, les quita las emociones”. Es una apreciación muy fuerte, pero es la impresión de alguien que lleva hoy 40 años viviendo en Alemania y que publica todavía en un prestigioso diario español.

Su hija, con cuatro años de edad y que ya asistía al kindergarten, le pegó una bronca monumental a su madre (latina ella) porque ésta pretendía aparcar en un lugar prohibido. La pequeña había sido ya correctamente instruida sobre lo que estaba prohibido y lo que estaba permitido.

Un compañero se saltó un semáforo en rojo, por unos segundos. Le paró la policía, le hizo el control de alcoholemia y dio negativo. Un agente se pasó minutos y minutos preguntando, preguntándose cómo, sin estar bebido, había cometido esa falta. No lo entendía, no lo entendía, no lo entendía…

Alemania es un país donde todo está regulado. Para ir a la playa y tener un comportamiento correcto debes leer el correspondiente cartel en el que consta lo que puedes o no hacer, lo que te lleva varios minutos (Erlaubt & Verboten am öffentlichen Strand). En los garajes te advierten que ahí abajo siguen en vigor las leyes de tráfico (Hier gilt die StVO). Es decir, que tienes que extremar la atención con los cruces, los peatones, la velocidad, etc, etc, etc.

El único lugar donde el alemán puede soltar la adrenalina es en la autopista. Es la válvula de seguridad alemana. Puedes ir en general, salvo limitaciones por paso por ciudades, por ejemplo, a cualquier velocidad. Se dice que los EEUU son la tierra del free speech y Alemania la tierra del free speed.

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“Bueno, ya nos hemos aburrido bastante”, me decía un amigo cuando regresábamos de Berlín a Bonn, entonces capital de la RFA. “Vamos a limpiar bujías”. Y nos íbamos a 200 por hora por la famosa Autobahn 555 de Bonn a Colonia en unos minutos. (Fue la primera de Alemania, construida en 1929 por Adenauer, entonces alcalde de la ciudad católica. Hitler no inventó las autopistas). Pero si por el carril de la izquierda circulas a 200 te pueden llegar una ráfagas luminosas con aire de advertencia bíblica y debes echarte a la derecha para ver como varios coches circulan pegados a 240 por hora, compitiendo.

Ah, hablando de los famosos coches alemanes que nunca se rompen. Estoy en el concesionario de un amigo que vende autos de una muy prestigiosa marca alemana y me dice: “Mira, ahí llega otro.” En un remolque. Averiado, claro. Y se parte de risa.

Nadie es perfecto. Nosotros, no, por supuesto. Pero ellos, tampoco.

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