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La realidad social catalana y el sueño nacionalpopulista

Entre las cosas que los populistas y los nacionalistas tienen en común está el hablar en nombre de un sujeto, el pueblo o la nación, que nunca ha visto nadie. Por cierto, no son ni los primeros, ni los únicos, que han descubierto las ventajas de hablar en nombre de alguien que nunca va a aparecer para desmentirlos. De modo que, como dijo mi maestro Julio Carabaña -refiriéndose a algunos colegas teóricos de la educación-, podrán decir que saben lo que quiere el pueblo catalán, pero no podrán decir que lo saben científicamente.

El Centre d’ Estudis d’ Opinió (CEO), que depende del gobierno de la Generalitat de Catalunya publica cuatrimestralmente un barómetro de opinión pública a partir de una encuesta, a mil quinientas personas, estadísticamente representativa de la sociedad catalana. Se trata de un estudio al que se puede acceder libremente, y cuyos datos pueden ser analizados por cualquiera que tenga el interés y la curiosidad de hacerlo, como ocurre también con los del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).

El último barómetro publicado por el CEO corresponde a una encuesta realizada entre los últimos días de junio y primeros de julio del presente año. Lo primero que se observa al estudiar las respuestas a la pregunta "¿qué debería ser Cataluña?", es que un 5% de las personas entrevistadas dicen que una región de España, un 31% una comunidad autónoma de España, un 22% un Estado dentro de una España Federal, y un 35% un Estado independiente, el 8% restante o no saben o no contestan. Es decir, que frente al 35% que ve la independencia de Cataluña como lo más deseable, hay un 58% que preferiría algún tipo de solución que mantuviera la unidad con el resto de España.

¿Es este un resultado raro? Lo sería si nos atuviéramos a lo que nos dicen los dirigentes independentistas, pero no lo es si tenemos en cuenta los sentimientos de pertenencia nacional que declaran los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña. Un 23% de esas personas entrevistadas en la encuesta de junio se sienten solo catalanas, un 22% se sienten más catalanas que españolas, un 39% se sienten tan catalanas como españolas, un 5% se sienten más españolas que catalanas y un 7%, de las mil quinientas personas que fueron entrevistadas, se sienten solo españolas.

Una cosa es lo que dicen los nacionalistas que quiere la nación o el pueblo de Cataluña, pero para la gran mayoría de las personas de carne y hueso a las que podemos preguntar su opinión, lo español y lo catalán andan bastante unidos. Y no parece que sea fácil separarlos. Si ahora un 39% de las personas entrevistadas manifiesta que se sienten tan catalanas como españolas, podemos encontrar que, hace diez años, en octubre de 2007, pensaban lo mismo el 39,5%, y si viajamos más atrás en el tiempo, y miramos, en esta ocasión los datos del CIS, pues los del CEO no llegan tan atrás, en 1992, el año de las Olimpiadas de Barcelona, el porcentaje de personas que se sentían tan catalanas como españolas era del 35%. Desde que tenemos registros de esa la pregunta por la identidad, de todas las opciones que se les ofrecen a los entrevistados, la del sentimiento inclusivo de identidad catalana y española ha sido siempre la más numerosa. Si en la serie del CIS de las cinco opciones de identidad nacional le diéramos un 1 a solamente español y un 5 a solamente catalán, en abril de 1984 la media sería de 3,2 y todavía en diciembre de 2010 era del 3,3, solo a partir de 2012 se produjo una subida hasta 3,6, en septiembre de 2015. Es obvio que, a pesar de los pesares, los sentimientos de pertenencia no cambian fácilmente.

La sociedad catalana, con su identidad nacional compuesta e inclusiva, ha sabido convivir unida, pacífica y libre durante los últimos cuarenta años de democracia. Es más, el deseo de que, con diferentes sentimientos de identidad nacional, la sociedad catalana se constituyera en un solo pueblo fue determinante para que los socialistas, por ejemplo, apoyaran que todos los niños se educaran en catalán. Algunos temieron, o desearon, que esa medida “desespañolizara” a los niños catalanes, lo que llevó, por ejemplo, al ministro Wert a decir que había que “españolizarlos”.

Otra vez, los datos de la realidad desmienten los prejuicios de la ideología. En la encuesta del CEO que comentamos, cuando se les pregunta a las personas entrevistadas cuál consideran su lengua propia, las personas mayores de 65 años responden en un 48% que el castellano, y los más jóvenes, que son quienes tienen edades comprendidas entre 18 y 24 años, responden en un 47% también que el castellano. Una diferencia de un punto en una muestra de mil quinientas personas está por debajo del margen de error, por tanto debemos concluir que quienes se han educado en la inmersión lingüística en catalán y quienes tuvieron prohibido el catalán en la escuela, no han variado sus hábitos lingüísticos, para desesperación de los señores Wert y Tardà, por poner un ejemplo. Lo que sí parece haber crecido es el porcentaje de quienes dicen que ambas lenguas por igual, del 5 al 10% en los dos grupos de edad extremos.

Del mismo modo que el nacionalismo español no consiguió, con cuarenta años de prohibición del catalán en las aulas, que desapareciera la identidad catalana de Cataluña, tampoco, como temían algunos, la educación de todos los niños en catalán ha conseguido que el castellano deje de ser la lengua más hablada en el recreo. Y mucho menos que desaparezca el sentimiento de identidad y pertenencia a España de una parte muy importante de la sociedad catalana. De hecho, en la encuesta que estamos comentando, cuando se les pregunta a las personas entrevistadas por su deseo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente no hay diferencias estadísticamente significativas por grupos de edad, siendo mayoritaria, del 55% contra el 45%, la opción contraria a que Cataluña sea un Estado independiente.

El nacionalismo se sustenta sobre la creencia de que Dios, la Historia o la Naturaleza crearon las naciones y les otorgaron una parcela del ancho mundo para que ejercieran su soberanía sobre ella. Los nacionalistas suelen construir sus naciones con determinadas características étnicas preexistentes en sus sociedades, los ancestros comunes y la lengua son, quizá, las más destacadas. Desde el principio, los nacionalistas siempre encontraron que la realidad de sus sociedades era más diversa y plural que la idea de nación que ellos se habían forjado, lo que les llevó a hacer algunas barbaridades para adecuar la realidad social a su fantasía, o para adueñarse de territorios en los que Dios, la Historia o la Naturaleza no fueron muy claros a la hora de atribuirlos a una nación determinada. Durante los siglos XVIII, XIX y XX, los nacionalistas hicieron un sujeto nuevo con materiales muy antiguos, y tuvieron bastante éxito, pero el sujeto se les fue de las manos, dos Guerras Mundiales, entre otras muchas atrocidades, lo atestiguan. Después de 1945 parecía que habíamos aprendido, pero estamos viendo un proceso de renacionalización de los discursos y las políticas en muchos lugares del mundo.

Es verdad que hay una parte de la sociedad catalana que habla catalán como primera lengua y tiene a alguno de sus abuelos nacidos en Cataluña y que mayoritariamente quiere la independencia, según la encuesta del CEO, son el 34% de la población total en Cataluña. También es cierto que hay otra parte de la sociedad catalana, el 36%, que no tiene ningún abuelo nacido en Cataluña y que habla en castellano como primera lengua, y que mayoritariamente no quiere la independencia. Con cada uno de esos grupos se pueden construir dos naciones homogéneas, como le gustan a los nacionalistas de uno y otro bando, pero a costa de mucho sufrimiento, en la que una nación tendrá que asimilar cultural y políticamente a la otra, o expulsarla, física o políticamente, del territorio para satisfacer el sueño castrante del nacionalismo.

Hasta hace muy poco los nacionalistas han realizado esas operaciones mediante la violencia a diferente escala. Sin duda resolver un asunto como este con una votación es un avance sobre los métodos del pasado, pero no deja de ser lo mismo, es decir, resolver la cuestión nacional en un determinado territorio mediante la confrontación, solo que en lugar de en el campo de batalla, se hace en las urnas. Votar en un referéndum de secesión, en el caso de Cataluña, supone un grave retroceso sobre el estatus quo existente, aunque sea un referéndum acordado.

Un referéndum en Cataluña ni siquiera supondría un juego de suma cero, en el que unos ganan todo y otros pierden todo. Eso sería así si se decidiera entre la situación existente durante el franquismo y la independencia, pero no es el caso, ni por asomo. En la situación actual de Cataluña se satisface, aunque de manera incompleta, los deseos de las dos comunidades nacionales en presencia, quienes se sienten exclusivamente catalanes tienen un amplio nivel de autogobierno, y quienes se sienten tanto catalanes como españoles, permanecen ligados políticamente a los españoles que viven en el resto de España. En una hipotética victoria del no, los nacionalistas catalanes conservarían su autogobierno, en una hipotética victoria del sí a la independencia, los españoles verían aparecer una frontera política entre ellos y el resto de sus compatriotas, en términos nacionalistas, los españoles, después de muchos cientos de años serían, por primera vez, una nación dividida en dos Estados.

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Pensar que, porque se haga en las urnas, una confrontación de dos comunidades que han convivido pacífica y prósperamente, durante siglos en la historia, y durante los años de las vidas vividas de sus miembros actuales, es la forma de resolver sus supuestos problemas de convivencia, es un enorme error. La solución no es acordar un referéndum, sino refrendar un acuerdo, un acuerdo que no puede hacerse bajo el chantaje de la escisión, como tampoco podría hacerse bajo la amenaza de la asimilación. Salvo que, desde hace cuarenta años la amenaza de la asimilación del catalán por el castellano desapareció en Cataluña con el firme compromiso constitucional de todos los españoles. Unos españoles que, además, como se ve en las encuestas, asumieron en Cataluña una identidad compuesta e inclusiva, es decir, asumieron como algo lógico que lo catalán es una forma de lo español, no de lo castellano, como tergiversan los independentistas. Ese compromiso constitucional lo adquirió la sociedad catalana apoyando, más que ninguna otra en España, la Constitución de 1978. Y no sólo lo refrendó entonces, sino que lo ha mantenido vivo en las treinta y ocho ocasiones que en estos cuarenta años ha acudido a las urnas. Los independentistas no pueden saltarse las leyes, los compromisos, que también ellos se dieron junto con todos los españoles, no ya para irse de España, en expresión errónea de unos y otros, porque los independentistas no se van a ninguna parte, sino para expulsar de Cataluña a una parte de la Cataluña plural, que es donde acaba su proyecto. No pueden saltarse las leyes, ni para expulsar a las instituciones que unen a los catalanes al resto de los españoles, ni para expulsar a la cultura catalana que habla también en castellano, ni, en última instancia, para expulsar, física o políticamente, a las personas que se sientan españolas además de catalanas, ni tampoco pueden saltarse las leyes para, unilateral e ilegalmente, declararnos extranjeros en Cataluña a quienes durante siglos no lo hemos sido.

Siempre que los seres humanos cometemos los mismos errores del pasado decimos que esta vez no será igual, pero, al final, es igual. Dividir políticamente a una sociedad en la que conviven sin problemas personas con culturas e identidades diversas, utilizando como elemento separador precisamente su riqueza cultural e identitaria, suele acabar muy mal, y nadie tiene derecho a probar suerte por si esta vez no pasa. Los ciudadanos y ciudadanas del presente no deberíamos dejarnos arrastrar, como ya ocurrió lamentablemente en la Europa del siglo XX, por quienes ahora mismo están empeñados en despertar en nuestro país a un monstruo que ya conocemos, un monstruo que bebe sangre, a hectólitros. ______________________________________________

José Andrés Torres Mora es profesor titular de Sociología en la Universidad Complutense y diputado socialista por Málaga en el Congreso

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