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Antonio Resines: “La pena de este país es que estemos todo el día a bofetada limpia”

María Granizo Yagüe

Llegó a tener un flequillo que desafiaba al viento como el del mismísimo Tintín al que tanto admira. Mostacho oscuro como Hernández y Fernández. Olfato canino para aprovechar el azar y transformarlo en suerte como Milú. La tierna testarudez del Capitán Haddock para atravesar cualquier muro y salir indemne. Y la misma maestría para esquivar las collejas de la vida con una calvicie como la que envuelve la sabiduría del Profesor Tornasol.

Sin embargo, cambió el cómic por el celuloide para protagonizar su mayor aventura: una vida de película. Como el intrépido reportero belga, nunca tuvo que agacharse para entrar en un túnel. En el colegio le apodaron el Canijopero sin necesidad de la mano de Hergé, carboncillo, ni borrones, no ha dejado de crecer: sus 66 años de vida son un sinfín de historias que entran y salen por más de ciento veinte películas y una treintena de series. Dejó la Facultad de Derecho para recorrer el mundo a través del cine. La buena estrella le hizo levantar un Goya y Ópera Prima alzar su nombre como Castafiore. Antes, rodeado de militares golpistas, se pasó la mili comiendo tortilla y filetes empanados que sus padres le llevaban a un continuo calabozo. Tenía experiencia visitando el trullo: encabezar una huelga secuestrando un autobús repleto de policías le ganó una multa histórica y antecedentes penales que sólo se borraron con la muerte de Franco. Después llegaron aprovechadas oportunidades, trabajo y más trabajo, el éxito, los reconocimientos y el dinero. Pero tembló como un flan, con las orejas rojas, cuando siendo infiel sin mirar con quién Trueba le dijo que tenía que meterse en la cama y besar “a la diosa Ana Belén”.

Como su madre le trajo al mundo en Cantabria, pero con calcetines puestos, le maquillaron el culo para no sacar de quicio a José Luis Cuerda en el rodaje de La Marrana. Y si no fuera porque su colección infinita de cuadros y figuritas de Tintín le vigila por toda su casa, diría que nadie como él ha vivido tantas historias con final feliz: el instinto de supervivencia le llevó a huir de peleas escolares, le convirtió en consumado corredor y, después, en destacado jugador de rugby; la luz roja de un semáforo le trajo el amor; y un accidente de moto le dejó una mano sin nudillos pero le salvó de un cáncer y éste de una angina de pecho. Por eso, hoy respira a todo pulmón riéndose hasta de su sombra y solo le salen los truenos de Haddock para decir que “es una pena que en este país haya tarados que hacen que estemos todo el día a bofetada limpia; dialéctica, de momento. Esperemos que no vaya a más”.

Un trauma le condujo al cine y el espíritu de equipo al rugby

Seis décadas no han borrado el recuerdo de la primera película que el expresidente de la Academia de Cine no llegó a ver: “Mi tía Mari nos llevó una tarde al cine. Íbamos a ver 101 dálmatas y a la mujer se le metió un tacón en una alcantarilla y se le rompió. Tuvimos que regresar a casa. Mi disgusto fue tal que a partir de ese día decidí que tenía que ir al cine”. Y lo cumplió a rajatabla.

Antonio Fernández Resines era sólo un crío cuando llegó a Madrid. Soñaba con ver películas, jugar a indios y a vaqueros y “ver mear a los elefantes” en el zoo de El Retiro. El trabajo de su padre, José Ramón, abogado de Dragados y Construcciones, había traído a toda la familia desde los valles cántabros de Torrelavega a la capital. Su mujer, Amalia, era ama de casa y “como la tele no llegó a nuestro hogar hasta 1960”, antes de cumplir los treinta ya era madre de cinco hijos, tan próximos en edad como en travesuras, que la convirtieron “en experta lanzadora de zapatilla”. El blanco era, casi siempre, el segundo de sus hijos, Antonio. Tan buen estudiante como inquieto acumuló más escayolas en manos, brazos y piernas que años cumplía: “Y eso que mi madre me daba todos los días Calcigenol para que se fortalecieran mis huesos y creciera”. No fue suficiente.

De su etapa escolar con los marianistas del colegio El Pilar sacó su interés por las letras, un machacón Padre Nuestro en latín que no olvida ni queriendo y el recuerdo “de unas cuantas hostias”. Todavía le duele el bofetón que un maestro le propinó cuando se atrevió a preguntar por qué dos por dos eran cuatro: “No lo cuento como un ajuste de cuentas sino porque en aquella época era lo normal”. Fuera de las aulas también: “Desde que el mundo es mundo, los mayores han abusado de los pequeños y esto en los colegios sucedía mucho y en el mío también. Yo corría que me las pelaba para evitar que me pegaran, me escapaba, me subía a los árboles… Eso hizo que me rompiera de todo”. También que corriera mucho y bien. Tanto que sus piernas de esprínter acabaron convirtiéndole en un destacado jugador de rugby: “Pasé de ser ‘el Canijo’ a convertirme en ‘el Muñones’. Me pusieron ese mote porque, al principio, no era muy hábil cogiendo el balón. Pero me apasionó porque enseguida descubrí que en el rugby cabe todo el mundo. Y cuando digo todo el mundo es todo el mundo: altos, bajos, con peso, sin peso, fuertes… Me gustó y me gusta como deporte de equipo pero, sobre todo, porque en éste sí hace falta que unos ayuden a otros jugando”. Su rapidez corriendo le llevó a disputar la última Copa del Generalísimo, predecesora de la Copa del Rey, contra Arquitectura: “¡Perdimos!”. Continuó y derrochando adrenalina llegó al universitario CAU Metropolitano y, con él, las cervezas del tercer tiempo y el convencimiento de que, por mucho que le gustara, el rugby no era su camino: “Yo jugaba de ala y me tocó marcar a un jugador que era como yo, no muy mazas. Hasta que me pasó cinco veces, no le vi en todo el partido pero siempre le llegaba la pelota. La sexta vez que pasó por encima de mí, me sacaron en camilla. Decidí que a lo mejor no llegaba a jugar en los All Blacks, pero bueno, estuve a punto”.

“Nunca quise ser actor”

En la universidad comenzó sin arriesgar pero acabó abriendo bien los ojos y, pese a la inicial oposición familiar, se lanzó al cine sin saber dónde le llevaría el metraje: “En esa época empecé a dejar de ser un castrado mental”. La inercia de seguir la tradición familiar le llevó a estudiar Derecho, pero unas tutorías en la recién estrenada Facultad de Ciencias de la Información redirigieron su brújula hacia las cámaras: “Nunca quise ser actor. Lo que quería realmente era dedicarme a la producción o a la dirección”.

Mientras se dejaba bigote y pelo largo, continuaba rendido a los cómics de Hergé, y los arrullos poperos de los Beatles se convertían en la banda sonora de su vida, comenzó a coquetear con la política: “En muchas reuniones hablábamos de la futura III República. Confieso que llegué a preguntar a mis compañeros si se podría seguir yendo a misa porque estaba preocupado porque mis padres eran religiosos, pero, vamos, realmente no nos creímos que tras la muerte de Franco viviríamos la III República”. Luchar contra el orden establecido era ineludible para alguien que nunca ha caminado de puntillas. Al grito de Rector, bastardo, que te has vendido al Pardo encabezó una manifestación rechazando la subida de las tasas universitarias: “Nos juntamos mucha gente y teníamos que ir a Plaza de Castilla. Para ello, no se nos ocurrió otra cosa que secuestrar un autobús que resultó estar lleno de policías”. El saldo de semejante heroicidad fue rotundo: detención, multa de 100.000 pesetas y unos antecedentes penales que le complicaron aún más la existencia en la mili. En el madrileño cuartel del Goloso, obligado a consumir un año de su vida “sirviendo a la Patria como cargador de carros de combate”, recibió órdenes del jefe de brigada Jaime Milans del Bosch. Siete años después, el 23F de 1981, confirmó que no hay enemigo pequeño.

Como un tipo feliz que pocas veces deja de reír, tarareando las canciones de Simon and Garfunkel y sudando con fervor cada nueva alineación del Real Madrid, trabajó en la construcción unos meses por imperativo familiar. También por 14.000 pesetas al mes, pero al cine no le dejó de lado. La Facultad de Periodismo le acercó a Carlos Boyero, a Óscar Ladoire y a Alberto Bermejo. La filmoteca y los bares de Madrid les hicieron amigos y quienes son hoy. Con ellos Resines se estrenó como intérprete haciendo pequeños papeles en cortos cinematográficos. No mandó la vocación sino la falta de presupuesto. Hasta que su compañero de clase, Fernando Trueba, le puso delante de la cámara rodando la cinta que representaba su debut como director. Así, sin quererlo, Antonio aparcó el apellido Fernández y se convirtió en el Resines actor: “Ese fue el comienzo de toda mi historia. Si no se hubiera hecho Ópera Prima seguramente yo no estaría aquí”. Ópera Prima El filme debutó en el Festival de Venecia del año 80 y, además de llevarse los aplausos de la crítica, se convirtió en uno de los clásicos de la década. Como no hay felicidad perfecta, el éxito profesional llegó paralelo a la ampliación de su frente: “Cuando empecé en la película de Fernando todavía tenía pelo. Luego me lo empezaron a pintar con un corcho quemado y cuando llovía me caían chorretones negros”. Los mismos que resbalaban con el sudor de sus sienes cuando a aquella le siguieron otras producciones de Trueba, Sal gorda y Sé infiel y no mires con quién donde encontró una “amiga para siempre”, Ana Belén. Con ella descubrió que “rodar escenas de cama delante de cuarenta personas hace que se me pongan rojas las orejas y lo pase mal”. Pero como siempre Amanece que no es poco, en los noventa, empezó a cosechar las mieles del éxito también en televisión estrenándose con la agencia matrimonial Eva y Adán hasta llegar a convertirse en el padre de familia numerosa de Los Serrano.

Después de cuarenta años de profesión dejándose el pelo por el camino, sigue reivindicando el humor para tener Buena Estrella. La misma que le hizo ganar un Goya y, en 2005, superar un resbalón: “Me aplasté la mano en un accidente de moto y al chequearme me diagnosticaron una anemia consecuencia de un cáncer colorrectal. En las pruebas preoperatorias, se dieron cuenta de que tenía una angina de pecho y me metieron directamente a quirófano. ¡Tuve una suerte de cojones!”. La misma fortuna que desea, cuando se pone serio, para que la pandemia quede pronto en el recuerdo: “Ojalá se descubra la vacuna pronto. ¡Es asombroso que los poderes públicos no hayan aprendido nada de esta situación! No entiendo por qué no se pone todo el mundo de acuerdo ya para asesorarse seriamente y decir qué es lo que tenemos que hacer. No sé, habrá que buscar algún tipo de fórmula para sancionarles”.

Dispuesto a ver de tirón tres capítulos de Patria, la nueva serie de Aitor Gabilondo, Antonio Fernández Resines, el niño cántabro enamorado de Madrid al que el cine le tendió una mano y ya nunca la soltó, despide su PlayList. Sin la compañía de su juvenil bigote ni la tentación ya de secuestrar autobuses, entre bromas, continúa llamando a la reflexión: “España es un país maravilloso pero algunos españoles son de pena”. Y, optimista, reivindica el cine para defender los derechos humanos: “Recomiendo que veáis El olvido que seremos, el peliculón de Trueba que hace poco he visto en San Sebastián y que está basada en la novela de Héctor Abad Faciolince”. Generoso y estrechando su mano rota decenas de veces con la firmeza del que transmite verdad, mira de reojo el flequillo de una figura de Tintín y vuelve a hacernos reír: “Ahora, todavía hago un gesto con la cabeza cuando salgo del agua como para apartarme la melena. No me haría un implante pero me gustaría tener pelo, aunque fuera verde, como decía Alfredo Landa”. La pasión le ciega: Tintín, su otro yo, tampoco iba sobrado.

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La Playlist de Antonio Resines:

  • Un libro que releería: El olvido que seremos (Héctor Abad Faciolince).
  • Un disco que no se cansa de escuchar: Cualquiera de los Beatles.
  • Una película: El olvido que seremos de Fernando Trueba.
  • Una serie de tv que recomendaría: Dos: Patria y Los Serrano.
  • Hobbies: Los cómics de Tintín, el rugby y el Real Madrid FC.
  • ¿Cuál es su sitio?: Aún no lo sé.
  • El tuit que le gustaría recibir: Ha desaparecido la pandemia.
  • Un deseo: Que se descubra la vacuna del covid.

Lo mejor y lo peor de nuestro país es …

 

  • Lo mejor: Su gente estupenda.
  • Lo peor: Algún tarado y que estemos a bofetada dialéctica limpia.
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