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'La máscara democrática de la oligarquía': cuando las élites ponen en peligro el bien común

Portada de La máscara democrática de la oligarquía.

Luciano Canfora | Gustavo Zagrebelsky

¿Se puede considerar completo un sistema democrático si en él gobierna la oligarquía? ¿Es hoy más acuciante que ayer el dominio de los pocos sobre los muchos? ¿Por qué los mecanismos democráticos en vigor no bastan para hacer efectiva la igualdad ante la ley? Son algunas de las preguntas que se plantean Luciano Canfora, antiguo juez y presidente de la Corte constitucional italiana, y Gustavo Zagrebelsky, catedrático emérito de Historia Antigua de la Universidad de Cantabria. El diálogo entre ambos está mediado por el filósofo italiano del Derecho Geminello Preterossi en el título La máscara democrática de la oligarquía, y publicado por la editorial Trotta. infoLibre recoge aquí el arranque del volumen. 

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En el origen de la oligarquía

Preterossi: Este diálogo nace de cierta inquietud a propósito de una tendencia que parece caracterizar a los sistemas políticos contemporáneos, tendencia que podemos definir como postdemocrática. Aquí nos preguntaremos si nos hallamos ante una torsión estructural oligárquica de las configuraciones del poder contemporáneo, no solo en Italia sino también en Europa.

Tras la Constitución de 1948 se ha hablado durante décadas de democracia pendiente de completar, de realizar plenamente. Luego, en determinado momento, en los últimos veinte años, el tema de las oligarquías ha reaparecido con fuerza. Hoy nos encontramos ante una tensión: por una parte, la política oficial (y en general la clase dirigente, que no es solo la clase política) se muestra cada vez más encerrada en un búnker, asediada, en afanosa búsqueda de soluciones, de mediaciones que no aparecen; por otra parte, otros sujetos, que se sitúan fuera de la política tradicional, tratan de captar y reconducir la rabia de una masa sin representación, que no se reconoce en el poder democrático y le acusa de haberse convertido en oligárquico.

Ante esta confusión, es preciso volver a los fundamentos para intentar comprender qué significa oligarquía, qué significa democracia, y a partir de ahí tratar de determinar las razones que han llevado a poner en discusión lo que parecía obvio —y que todavía a menudo se da por descontado en el debate público y en el lenguaje de los media—, pero que, precisamente porque corre el peligro de convertirse en una retórica, pasa a ser un problema: la promesa implícita en la democracia. Así que: hoy, ¿las oligarquías amenazan a la democracia como siempre (y por tanto «nada nuevo bajo el sol») o bien lo hacen de un modo nuevo y más alarmante todavía?

Zagrebelsky: Empecemos con un intento de definición elemental, a partir de la etimología de la palabra. Oligarquía es el gobierno de pocos. Como tal es un sistema de gobierno que concentra el poder en algunos (o pocos) y crea una desigualdad respecto de los demás (los muchos). Desde el punto de vista del ideal democrático, la oligarquía se basa en una sustracción, en un hurto, podríamos decir, por parte de los pocos en perjuicio de los muchos. Esto crea por sí mismo un cortocircuito respecto de la idea de democracia. Estoy hablando de ideas, de categorías políticas; no de la realidad, que siempre muestra la tendencia de los «muchos» a reducirse a «pocos», según lo que ha sido definido como la «ley de hierro de las oligarquías».

Cuando hoy hablamos de oligarquía lo hacemos partiendo —consciente o inconscientemente— del paradigma democrático, y, por tanto, la palabra cobra un valor negativo porque contradice el núcleo esencial de este paradigma. Sin embargo, en sí mismo, el «gobierno de pocos», en la tipología de las formas de gobierno, se halla a mitad de camino entre el «gobierno de uno» y el «gobierno de todos» o de muchos (Luciano Canfora explicará cómo se configuraba la distinción en la Atenas de los siglos V-IV a.C.).

El valor de la palabra cambia cuando se pasa del dato puramente cuantitativo (no hay razón evidente para preferir a todos frente a los pocos o a uno) al cualitativo. En este caso, oligarquía se contrapone a aristocracia, el gobierno de los mejores contra los peores (los oligarcas), sobre el presupuesto de que los mejores son menos numerosos que los peores, razón por la cual la aristocracia es una forma (la mejor) de oligarquía.

Hoy, no obstante, vivimos en una época en que la democracia —como principio, como idea, como fuerza legitimadora del poder— está fuera de discusión. Por lo tanto, si en nuestros regímenes se instaura la oligarquía, debe hacerlo con formas democráticas; debe enmascararse de algún modo; no puede presentarse abiertamente como usurpación del poder. Por consiguiente, se plantea la cuestión de su identificación por detrás de las apariencias y la necesidad de poner de relieve su sustancia.

Ahora bien: que la oligarquía asuma la forma de la democracia no es algo que carezca de significado. Que nos encontremos en una democracia oligárquica o en una oligarquía democrática, en el núcleo de la contradicción sustancial, siempre significa algo. No debemos pensar que se trata de un puro engaño: la oligarquía que para afirmarse necesita formas democráticas por lo menos no puede adoptar instrumentos de violencia explícita para suplir el déficit de consenso, y debe mantener en pie los procedimientos democráticos aunque trate de vaciarlos de sentido desde dentro. Y, si los procedimientos se mantienen en pie, siempre existe la posibilidad de reanimarlos, de volver a darle su contenido a la concha vacía. De todos modos es significativo que, al hablar de las oligarquías, en nuestro tiempo y en nuestro país, se deba y se pueda añadir: «oligarquías con formas democráticas» (no diré oligarquías democráticas porque eso crearía una contradicción).

Pasando a la oligarquía como concentración del poder, preguntémonos qué es objeto del poder hoy. Cuál es la materia de la política oligárquica de nuestro tiempo. En mi opinión, la materia de la política oligárquica está constituida por el dinero y el poder, y en su vinculación recíproca: el dinero alimenta al poder y el poder alimenta al dinero. El uno es instrumento de conquista, de garantía y de acrecentamiento del otro. Quisiera llamar la atención sobre este punto, que en mi opinión es el signo más característico de la época en que vivimos. En otros tiempos se podía decir que dinero y poder eran medios, no fines. La política servía para otras cosas, por ejemplo para invertir o equilibrar las relaciones de clase, para promover la cultura, para alianzas y guerras de expansión, para la conquista de otros países y para «civilizar» a otros pueblos o al propio. El dinero, a su vez, era considerado un instrumento para cosas buenas o malas, pero en cualquier caso sus fines eran algo distinto; los Estados drenaban dinero con la recaudación tributaria para hacer guerras, para expandir sus fronteras, para la gloria de las casas reinantes, para alimentar el esplendor de las cortes regias y para cosas así. El dinero que produce dinero, como ocurre característicamente en la usura, ha sido objeto de condena o al menos de sospecha durante siglos. Pero con la financierización de la economía, de dimensión mundial además, el mecanismo del dinero que se produce a sí mismo, el dinero invertido con el fin de producir otro dinero, como en el árbol de los cequíes de Collodi, ha dejado de ser un medio y se ha convertido en un fin. Estamos de lleno en un círculo vicioso. Vivimos oprimidos por una serpiente que se muerde la cola, el uróboros del mito que para sobrevivir deja la tierra calcinada a su alrededor.

Si quisiéramos buscar una definición del nihilismo, o sea, de la ausencia de valores y fines en la vida colectiva, podríamos decir lo siguiente: hay nihilismo cuando lo que es medio se convierte también en fin. Entonces, el objetivo último es la garantía de la alianza entre un medio y un fin que es también el medio: poder para el dinero y dinero para el poder. Todo eso da lugar a la concentración del poder y de la riqueza en grupos reducidos, autorreferentes, inseguros de sí mismos, asediados por el mundo de los excluidos, encerrados en ghettos exclusivos, tal vez dorados pero ciertamente artificiales, acaso incluso militarizados. La tendencia de las oligarquías de nuestro tiempo consiste en un progresivo encerrarse sobre sí mismas. Su supervivencia está ligada a la clausura de sus límites, con las consecuencias que vemos en nuestras sociedades: empobrecimiento general, marginación social, reducción de los derechos de la mayoría, desaparición del trabajo o deslocalización de este a donde cuesta poco o nada. En otro tiempo los emprendedores —los «capitanes de empresa» que se inspiraban en una seria ética empresarial, la ética calvinista— invertían en sus propias empresas la riqueza acumulada, para hacerlas competitivas en el mercado, para crear trabajo y desarrollo. Tenían sus fines como emprendedores.

Una última consideración, en esta primera reseña de los caracteres de la oligarquía, en relación con la democracia. La democracia es el régimen de la igualdad, de la isonomía, de la ley igual para todos; la oligarquía es el régimen del privilegio, de la ley diferente para quienes pertenecen al círculo del poder. Por esto la oligarquía de nuestro tiempo, al no poder declararse como lo que efectivamente es, debe mimetizarse, volverse invisible, esconder su rostro. Debe vivir en la ilegalidad porque para sobrevivir no puede plegarse a las reglas generales que valen para todos. Si lo hiciera, ya no sería oligarquía. De ahí las violaciones y la elusión de la ley, y a veces, cuando no puede hacer otra cosa, también la ilegalidad legalizada, o sea, la creación de leyes ad hoc para grupos, personas o intereses particulares. En todo caso se trata de ilegalidad, incluso cuando la ilegalidad —lo que es el escándalo máximo— es sancionada como ley. Lo ilícito, el delito, legalizado, no es legalidad, sino perversión de la legalidad, en el sentido que esta debe tener en democracia.

Preterossi: Estas tendencias, estos peligros que Gustavo Zagrebelsky pone de relieve ¿son solo de hoy o bien vienen de lejos? ¿Representan una historia de larga duración, a la vista de que ya Aristóteles sostenía que la democracia es el régimen en que gobiernan los pobres? En el fondo, esta apertura de la democracia siempre ha sido un problema: ha habido paréntesis históricos en los que se ha conseguido dar espacio a los pobres o a los excluidos (o lo conquistaron, mejor dicho), pero fundamentalmente ha perdurado la oligarquía.

Canfora: Sí, eso está bastante claro. Mi tarea a menudo consiste en decir: «eso ya pasaba hace mucho tiempo», y por tanto acepto gustoso el papel de relator de una larga tendencia que queda ennoblecida desde el momento mismo en que se dice que proviene de un tiempo remoto. Sin embargo ante todo haré una precisión de léxico. Es justo hablar de oligarquías, pero es una definición sustancial, de facto, porque las oligarquías no se definen así. Intentan, en cambio, dar una definición de sí mismas más aceptable; por ejemplo, se complacen en presentarse como aristocracias. El concepto de aristoi, los mejores, los más hábiles, los más competentes, los más preparados, debería avalar el hecho de que son ellos quienes tienen el poder. Obviamente eso no nos presenta ese tipo de poder como oligarquía.

En la realidad muy arcaica, remota, de la ciudad griega —que es muy pequeña, incluso cuando se trata de ciudades de varios millares de personas—, quien manda y detenta el poder, excluyendo a una parte de la ciudadanía, reduciéndola a una condición de ciudadanía incompleta, no se define como oligarca, sino que por el contrario dice: proveemos a todos porque somos los más competentes. Este mecanismo es elemental, y fácilmente discutible: la historia de siglos y siglos desde la más remota antigüedad se caracteriza por el enfrentamiento sangriento en torno a esta dominación, contra la que reacciona habitualmente un grupo social, bastante extenso numéricamente, que en el mundo antiguo se llamaba demos, pueblo, el cual sin embargo excluía a su vez a muchísimos, a los «no hombres», interminables masas de esclavos de cuyo trabajo dependía el bienestar de los llamados pobres.

En la antigua Atenas se decía que no hay hombre tan pobre que no tenga al menos un esclavo y quizá más de uno, y, por tanto, la noción misma de pobreza en ese caso debe ser historizada. Aristóteles afirma, en un pasaje famoso de la Política, que la democracia es el gobierno de los pobres, de los no propietarios, incluso cuando estos son numéricamente menos que los ricos, y la oligarquía es el gobierno de los ricos, incluso cuando estos son mayoría. Luego añade que habitualmente los pobres son más numerosos. Parece un chiste, pero en la ciudad antigua tiene un sentido, que se basa en la esclavitud, porque efectivamente los números —entre no propietarios, pequeños propietarios, grandes propietarios— determinaban un equilibrio todo lo contrario que seguro. Ese lenguaje aristotélico es el fundamento de todos los lenguajes políticos posteriores; la sustancia, no obstante, se transforma. Nuestro tiempo, en los países que se parecen más o menos el uno al otro por afinidad de estructura, de composición social, de cultura, etc., contempla una distribución de las fuerzas singular. Ni que decir tiene que el mecanismo de la ciudadanía difusa se da por descontado, incluso si actualmente llegan los no ciudadanos de los mundos exteriores, que nos crean un problema delicadísimo parecido al de los antiguos atenienses lidiando con sus esclavos. En esta aceptación de un ciudadanía difusa, y por tanto aparentemente de un poder difuso, se sitúa la realidad, no visible pero inmediatamente operante, de una serie de oligarquías vinculadas al dinero, al poder, a posiciones que no son inmediatamente de ventaja económica pero que son de todos modos de ventaja social. Estas varias oligarquías dirigen, por decirlo así, la cosa pública situándose detrás del escenario, y por último, en la realidad más cercana a nosotros, incluso se deslocalizan lejos geográficamente, de modo que no resultan alcanzables por un cuestionamiento directo, que en cambio es característico de los conflictos en los Estados nacionales. Se trata, por tanto, de una situación muy difícil, en cuanto que los dos planos solamente se perciben en el análisis: el conflicto político visible se da entre fuerzas que se saben dependientes de quien realmente detenta el poder. La consciencia de esto es ya importante, es un paso adelante respecto a la sumisión inconsciente.

Estas oligarquías, en el pasado, alardearon incluso de una particularidad: la de ser detentadoras del poder económico y también de competencias específicas a las que se debe su predominio. En el momento en que se ha pasado del capitán de industria al poder bancario global ese toque de nobleza ha desaparecido también. Por consiguiente la pregunta que se plantea dramáticamente es por qué el sistema debe girar en torno a un poder basado esencialmente en la especulación y en la contemplación de la riqueza. Semejante situación le plantea a la política problemas nuevos, incluido el de rasgar el velo de tal situación en vez de consentirla. Y creo que en nuestro presente, en la vida concreta que llevamos, el conflicto en curso consiste precisamente en esto: en luchar para que el súbdito vuelva a ser ciudadano

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1. Se trata obviamente de la Constitución italiana. La idea de la no realización plena de la constitución, sin embargo, también se ha predicado de la española de 1978.

2. C. Collodi es el autor de Las aventuras de Pinocho. El cequí es una antigua moneda de oro veneciana; el árbol de los cequíes traducido libremente es el árbol de las monedas.

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