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¿Es realmente posible un capitalismo verde?
Diciembre de 2019. Semanas antes de que el coronavirus comenzara a ser siquiera un fenómeno lejano, exótico y mediático, una joven llamada Greta Thunberg incendió todas las pantallas posibles con su denuncia de una civilización que caminaba decidida hacia el colapso climático: “Quiero que entren en pánico porque la casa está en llamas”. La cumbre mundial del clima Cop25, celebrada finalmente en España por las protestas democráticas en Chile, cosechó un éxito vacuo: un enorme logro organizativo, de público y atención, imagen y sonido, pero sin apenas repercusiones o decisiones relevantes. El motivo principal, que los gobiernos que cuentan no se pondrían de acuerdo sobre las principales medidas que adoptar, en un periodo en el que el alejamiento progresivo del multilateralismo, incluso el America first, parecen ser las rutas más aconsejables para responder a los grandes problemas globales.
La ausencia de soluciones a la altura de los desafíos climáticos convirtió el evento y las marchas de protesta sincronizadas con este en acontecimientos meramente festivos: lucha climática, multiculturalidad, solidaridad entre los pueblos y otros lemas para un apacible y enriquecedor fin de semana urbano. El lunes, los combustibles fósiles poblarían de nuevo el planeta en obediencia al modo productivo dominante. Hasta el obligatorio pero temporal paréntesis de una pandemia covid-19 que ha manifestado la letalidad del vínculo entre el capitalismo despreocupado y la sociedad del riesgo exponencial. La credibilidad del hay que hacer algo, imperativo categórico de unas sociedades que han comprobado que los demonios climáticos del futuro tienen plena base científica, plantea aún serias dudas.
Un lavado de cara intelectual y emocional
Los Acuerdos de París de 2015 -a los que Estados Unidos acaba de regresar, por fortuna-, los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, el tímido Green Deal de la Comisión Europea, entre otros titulares rimbombantes, representan metas irrenunciables que han ocupado un lugar central en los discursos de los principales mandatarios del planeta, con un especial énfasis en la Unión Europea.
La nueva era de reconstrucción capitalista, descorchada por la destrucción pandémica, parece lucir el verde como su color distintivo. Lo que no sabemos con certeza es si se trata de un colorido retórico, ojo avizor a las subvenciones que puedan regar eficientemente las cuentas de resultados de las grandes empresas y favorecer el arranque de los productos interiores brutos de los países, o si, por el contrario, nos hemos visto abocados a una ruptura política y social que dé comienzo a una fase diferente del capitalismo. Dicha fase presenciaría la reforma y el desarrollo de un sistema productivo esencialmente ecológico y capaz de contemporizar la maximización del beneficio empresarial con el medioambiente, considerado como la base material inalienable por modelo productivo alguno.
Existen numerosos argumentos en contra de este último escenario. Hace ya mucho tiempo que los ecologistas más concienciados utilizan el término greenwashing para referirse al lavado de cara que determinadas empresas llevan a cabo para incrementar su reputación social y adaptarse a las cambiantes demandas de la sociedad civil, del público, en lo relativo a la lucha contra el cambio climático. En un periodo como el presente, en el que la escasa y decreciente rentabilidad empresarial ha llevado a que el denominado capitalismo de stakeholders -público, comunidad, trabajadores, sociedad civil- adelante en popularidad al de los shareholders -la noción de accionista como fin prioritario que para el influyente economista Milton Friedman era primordial en la empresa-, es de esperar que este tipo de vestimentas publicitarias se multipliquen e incrementen su agresividad. A partir de ahora, casi todo va a ser de un predominante color verde, con ecologismo o sin él. En nuestra sociedad globalizada, la imagen, como demostró Greta Thunberg a golpe de insolente inocencia, es medio y fin al mismo tiempo, por lo que comunicar se ha convertido en un verbo totalmente intransitivo.
Durante la Cop25, Endesa, una de las empresas más contaminantes de España según diversos rankings, entre ellos el del Observatorio de la Sostenibilidad, participó con el distintivo de patrocinador platino, acompañada por otras grandes compañías como Iberdrola, Acciona o Engie, todas ellas con millonarias contribuciones al encuentro. Otras empresas, como Repsol o Naturgy, grandes campeonas en emisiones de CO, cuentan, sin embargo, con inmensos recursos financieros, humanos y mediáticos para acabar liderando paradójicamente la transición ecológica, para figurar en los periódicos de mayor tirada como los patronos del gran salto adelante hacia las energías limpias, y para relacionarse íntimamente con las instituciones gubernamentales y comunitarias en el inevitable camino hacia la sostenibilidad que, tras el parón económico del covid-19, ha adquirido una importancia aún mayor si cabe para el impulso de la actividad empresarial, el empleo y el consumo privado.
El caballo de Troya de un mercado ficticio
El máximo exponente de este matrimonio público-privado es el Next Generation Europe, 750.000 millones de euros financiados a través de un instrumento de endeudamiento común, totalmente novedoso en la Unión Europea. Se trata de un plan de inversiones apoyado a través de préstamos y ayudas directas que tiene su réplica nacional en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia del gobierno español, que con una inyección comunitaria de hasta 140.000 millones de euros, ha nacido destinado a un renacimiento económico que debe evitar a toda costa basarse en la construcción de rotondas e innovadores centros comerciales.
En la médula de dichos planes recaen las mayores contradicciones y debilidades de este intrigante capitalismo verde. La principal quizá sea el lugar reservado a los Estados nacionales. Estos, ya bastante erosionados por los flujos financieros de la globalización, parecen destinados a ocupar el tradicional papel que la economía política del neoliberalismo les asigna. A diferencia de un país como los Estados Unidos, donde el presidente Joseph Biden persigue la aprobación de un conjunto de planes por un importe total de más de seis billones de dólares como política de choque contra la crisis pandémica, los Estados nacionales integrados en la UE ejercerán roles esencialmente secundarios. En su lugar, los mecanismos mercantiles, si bien fundamentalmente asimétricos –con empresas infinitamente mejor situadas que las demás-, ocuparán una posición central en el proceso de transformación ecológica.
Pese a la evidencia empírica y al coste de las crisis, Europa parece apegada a la idea de que la eficiencia, la espontaneidad y la incondicional búsqueda de beneficio de la empresa privada nos llevará, por la vía de la innovación, a una rápida destrucción creativa del tejido empresarial contaminante y a la ulterior construcción de un panorama productivo que disipe los fenómenos perturbadores derivados del cambio climático. De esta manera, a la autorregulación mercantil, propia de las teorías económicas de los siglos XVIII y XIX, parece corresponderle una nueva noción de regulación ambiental: la existencia de incentivos económicos, la eficiencia inherente al capital privado y el papel subsidiario del Estado -con el Banco Central Europeo como salvaguarda y guante de la mano invisible- deberían ser suficientes para que el medioambiente regrese a un estado estacionario en armonía con las tasas de crecimiento económico y beneficio empresarial. Se trata, en efecto, de una perspectiva ideológica que invierte los términos de las soluciones deseables desde un prisma ecológico y social.
No todo son sombras -el caso norteamericano lo demuestra- e incluso en los Estados de la UE se está generando movimiento y un importante trabajo para lograr algunas de las metas fijadas. En España, el esfuerzo del actual gobierno socialcomunista y, a pesar de ello, apoyado por la ultraderecha para la aprobación del reglamento que regula el Plan de Resiliencia, pasa por el establecimiento de unos sistemas de colaboración público-privada que no conduzcan obligatoriamente a que el gran capital -que ni siquiera tiene origen ni apenas tributación patria- sea el concesionario único de los fondos para la transformación. El trabajo de muchos altos funcionarios y de los dirigentes gubernamentales, con especial mención a los ministerios de Industria, Turismo y Comercio y el de Transición Ecológica, se centra también en facilitar que dichos fondos puedan llegar esta vez al tejido pyme, más innovador y con más posibilidades de desarrollar proyectos competitivos eficaces contra el calentamiento global. No es extraño que este tipo de empresas genere, además, puestos de trabajo altamente cualificados y con una mayor tendencia a la estabilidad que los producidos espontáneamente por el eterno modelo productivo español.
No obstante, y pese a las declaradas intenciones de la Comisión Europea de vigilar el cumplimiento de los compromisos y la calidad de los proyectos, este ente no ha dicho nada de los problemas que suelen derivarse del exceso de peso e influencia de los grandes consorcios empresariales, que o bien son demasiado grandes para caer, o llevan décadas imbricados con las instituciones estatales. La práctica de un agresivo lobbying empresarial en el corazón de Bruselas y la irónica procedencia de antiguos presidentes de la Comisión, como el ex primer ministro luxemburgués, Jean Claude Juncker –en su momento embajador de dicho país de la deslocalización tributaria–, nos advierten de que la frecuente captura de fondos por parte de la gran empresa no será precisamente el aspecto más vigilado por las instituciones europeas.
Un reto con múltiples implicaciones
Los riesgos son altos, y no solo de carácter climático. La necesidad de dar un impulso a la economía española después de dos crisis sin apenas interrupción es crucial para la conservación de un cierto orden social y político, con una bomba de desempleo que será la protagonista una vez concluido el proceso de vacunación. Fomentar inversiones que generen puestos de trabajo puede influir decisivamente sobre las pautas de consumo y las expectativas sociales en un clima de incertidumbre que, después del trauma social del coronavirus, se va a volver cada vez más frecuente. En este sentido, la ecología podría caer presa de la obsesión electoral de impulsar un crecimiento económico incondicional, una compulsión que podría acelerarse cuanto más se acerquen los comicios de 2023, con mayor probabilidad si el clima político continúa a la actual temperatura.
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Más preocupante resulta la ausencia de mecanismos redistributivos en los mencionados planes, que, inexistentes en los debates y en los análisis de los expertos, parecen discurrir de manera independiente a estos proyectos de reconstrucción. La dura experiencia de los chalecos amarillos en Francia ha demostrado que la adopción de medidas para luchar contra el calentamiento global que redundan en costes significativos sobre determinados colectivos puede provocar verdaderos efectos adversos. La tentación negacionista del nuevo populismo de ultraderecha -experto en simplificar problemas globales para obtener éxitos a corto plazo-, junto con la acendrada tendencia elitista a olvidar las necesidades de la mayoría ajena a la participación política representan dos obstáculos añadidos. No debe olvidarse en ningún momento que los desequilibrios climáticos vienen producidos por un sistema que ha generado profundas desigualdades; por esta razón, las soluciones deben tener especialmente en cuenta sobre quiénes recaen los costes.
El ejemplo norteamericano, con la obsesión del nuevo presidente de extinguir el extremismo político bajo la promesa del pleno empleo, la reforma de las infraestructuras, las ayudas directas y el impulso a los cuidados personales, debería ser, por su pragmatismo y capacidad de adaptación, una buena guía para otros países e instituciones supranacionales. El Green New Deal norteamericano contiene, seguro, numerosos errores y efectos indeseados; pero el greenwashing que anida bajo los planes nacionales dentro de la Unión Europea resulta mucho más peligroso. El nuevo capitalismo verde requiere de un Estado en primer plano capaz de dotar de contenido social este ambicioso proyecto; de no ser así, la transición ecológica nos aboca a maniobras político-mediáticas sin apenas efectos reales, salvo la progresiva destrucción del planeta. Y de sus habitantes.
*Este artículo está publicado en el número de junio de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí