La vida aparente, de Joël Dicker
Un animal salvaje
Joël Dicker
Editorial Alfaguara (2024)
Tic, tac, tic, tac… Un cronómetro en Ginebra. Una joyería donde la Gorra y el Pasamontañas —nombres incógnita, disfraces— van a cometer un "sonado atraco", el 2 de julio de 2022. Un trampantojo. Joël Dicker apunta a este hecho, partida y meta de su novela, pero pretende el despiste. Al señalar qué va a pasar, nos creemos perspicaces, seguros de haber intuido el nombre de los ladrones y casi la cuantía de lo robado. Más ingenuos que sagaces, la falacia nos atrapará como al mirón convencido de poseer todas las verdades escondidas en una mansión transparente.
La casa de cristal. La imaginamos similar a la Glass House, diseñada por el arquitecto Philip Johnson en New Canaan, Connecticut. La ficticia está en la comuna de Cologny, a cuatro kilómetros de Ginebra —la ciudad del escritor—, "un oasis, mi pequeño paraíso secreto". Lo piensa Arpad, marido de Sophie: los Braun, una pareja "de ensueño… padres de dos hijos maravillosos". Una vivienda hechizante, imantada para exhibirse desde el interior y fisgar desde fuera. Apenas nada opaca la indiscreción. Como los programas televisivos de grandes fraternidades y convenidas relaciones efímeras como cebo para una insaciable curiosidad sin descanso. La habitación global. O las redes sociales, como Instagram, donde los famosos, y los aspirantes a serlo, exponen imágenes que servirán de referencia para los seguidores que traducirán sus contantes visitas virtuales en caja sonante tangible. Le dicen monetizar.
La opulencia ostentosa. "La mayoría de los vecinos hacían gala de un éxito económico social insolente". Las amarras de los Braun se ciñen, sigilosas y repentinas, en las mentes de los Liégean: Greg, policía, y Karine, dependienta en una tienda de moda. Ella "se preguntó si se podía admirar y aborrecer al mismo tiempo por idénticas razones: era la mismísima definición de la envidia". Él "deseaba ser Arpad… Acababa de enamorarse de Sophie", una bella abogada elegante. La fascinación irrefrenable nació el día que el ejecutivo de banca, Braun, cumplió cuarenta años. La búsqueda de la identidad en quien aparenta poseer más: "representaban todo lo que ellos (los Liégean) no tenían… Un dúo. Aliados".
La Verruga. Los instalados en la pujanza económica motejan y desprecian así el suburbio que los merodea. Un conjunto de casas adosadas en las estribaciones de las unifamiliares de lujo. Donde viven el policía y la dependienta. El pretendido ascensor social. Se subieron a él cuando Greg heredó de su abuela y comenzó a "hablar como un pequeñoburgués". El espejismo en el oasis. Karine, necesitada "de un poco más de ensueño en su vida", barruntaba, sin embargo, que la mudanza "no había sido para bien… Desde que llegaron se sintió fuera de lugar". Cima donde el aire no colma los pulmones. Las clases y los anhelos.
Fiera completa el quinteto. El enigma. Ideólogo: "un atraco tiene que ser sencillo para ser eficaz". Sin la sofisticación de George Clooney y Julia Roberts en Ocean’s Eleven, con la inteligencia exacta de Robert Redford y Paul Newman en El golpe. Este personaje pertenece a lo remoto. A quince años atrás, la prehistoria en una novela que pretende condensar el inabordable Sáhara en un reloj con arena solo para cuatrocientos veinte segundos. Dicker conduce el robo a una rotonda, con desvíos al presente y cambios de sentido hacia el tiempo clausurado. Eso creían Arpad y, en menor medida, Sophie. Pero "cuando has sido atracador un día lo eres para siempre". Fiera y los recodos inopinados. "Su pasado le daba alcance".
Nada más brusco, por irracional, que el instinto destrabado. Una pantera simbolizará el vínculo de dos extremos, lo utilitario y lo lujoso, la función y la pompa. Un animal salvaje: "los sentimientos son la única libertad auténtica que tenemos". El escritor helvético recurre al tatuaje epidérmico como estigma indeleble del alma, donde reside la "índole", la condición persistente de cada persona. El desprendimiento de las apariencias amaestradas.
Tan frágiles como el cristal de la mansión de los Braun. Tan mentira como su transparencia. Paredes vidriadas afuera, personas impenetrables dentro. Son el otro desconocido cuando creían conocerse del todo. Los secretos encubiertos. Ni Arpad ni Sophie quieren revelar su yo cargado de misterio. La simulación de él lo asemeja a El adversario, de Emmanuel Carrère, o El impostor, de Javier Cercas: muy verídicos los farsantes Jean-Claude Romand y Enric Marco. Cambian las circunstancias, pero mantiene una rutina ficticia. Derivada, aquí, de un prejuicio descatalogado: "ganaría menos dinero que ella (Sophie) y su orgullo masculino se resentiría". Antes de emerger de su negrura bituminosa, el reproche como escudo, el aparentar desenmascarado. "Solo buscas proteger tu imagen de familia perfecta. ¡Quieres la mansión, los Porches en el garaje, los hijos modélicos y el marido a juego!", le arroja el empleado financiero a la letrada. Ella, consciente del animal salvaje que traspasa su piel y anida en sus vísceras, se reconoce "víctima de mis impulsos y de mis necesidades". Obsesionada por la pugna entre el instinto y el equilibrio, si acaso se contraponen.
El tópico también bracea en esta novela que, como los salmones, mezcla agua salada y dulce, se desliza al compás del río o nada contracorriente. O, desorientado, se hunde en profundidades abisales, donde solo penetra la noche. La "caja 52", la cueva del dinero negro. Tan recurrente en Suiza como Heidi, Guillermo Tell, las montañas alpinas y el lago Lemán. Ginebrino, Joël Dicker no elude el cliché de los fondos que su país, tan neutral, guarece sin reservas. Las cuentas secretas, el dinero de las sombras. Los Braun trabajan para franceses atraídos por la paz y "el buen entorno fiscal" para sus impuestos en Helvetia. Cal y arena: "está bien compartir la pasta con el Estado, pero sin pasarse". Desenhebradas las costuras, el hallazgo, "todo lo hemos pagado con dinero sucio". Cuando la apariencia toca fondo y del espejo retorna una imagen sin presunción, desmaquillada. La cara A es la caja B, la seda mimosa revierte en estameña áspera.
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Todos los personajes de Un animal salvaje adquieren esta doble vertiente. Una gama de grises, propensos a blanquear sus pulsiones. Autenticidad frente a apariencia. Domar el yo en busca de la adulación o la condescendencia. Encandilar, también. "Todo lo que he hecho en los últimos quince años ha sido para que me admirases". Como a Kevin Spacey y Annette Bening en American Beauty, cuando se desmorona la vida fingida en busca del éxito, solo queda la desnudez diáfana de la casa de cristal. Y de huésped, una verruga. El atraco como vórtice donde convergen el cálculo y el riesgo, el instinto y lo aprendido. Conscientes de que "el tiempo no repara casi nada", el comienzo de la cuenta atrás para acumular el tener o recobrar el ser. Tic, tac, tic, tac…
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* Prudencio Medel es periodista.