La mujer del futuro nació en la Segunda República: Paula Ortiz revive el mito de 'La virgen roja'
Uno de los intentos previos por comprender lo ocurrido entre Aurora y Hildegart Rodríguez, antes de que Paula Ortiz dirigiera La virgen roja, fue un documental gallego que Marcos Nine realizó en 2021. A virxe roxa. Dicho documental se levantaba sobre una idea estupenda: frente a la escasez de material gráfico real que pudiera retrotraernos a fines del siglo XIX y principios del siglo XX —en torno a la Segunda República Española—, Nine recurrió a multitud de imágenes de películas mudas para ilustrar el relato. Así no solo garantizaba la atención del público, sino que también enfatizaba emocionalmente los hechos y los envolvía con todo tipo de implicaciones conceptuales. En A virxe roxa, por ejemplo, Hildegart era vinculada a María, el cyborg de Metrópolis que había sido diseñado como catalizador de las tensiones de clase en la sociedad futurista de Fritz Lang.
El variado material audiovisual que soportaba la narración lograba, entonces, ampliar su alcance. La historia de Hildegart se confundía entre muchas otras historias que habían guiado la imaginación colectiva del siglo XX para devenir una fábula de resonancias míticas, que a la postre explicaba por qué antes del documental de Nine ya había guiado tantas otras creatividades. Fernando Arrabal. Almudena Grandes con su novela La madre de Frankenstein, el último de los Episodios de una guerra interminable que pudo terminar antes de morir. También Fernando Fernán Gómez escribiendo con Rafael Azcona Mi hija Hildegart en 1977, recién muerto Franco y entendiendo lo ocurrido como el espectro de la revolución que no pudo ser, carcomida por fuerzas equivalentes a las que habían condenado a España a la dictadura. Todo eso está en Aurora y Hildegart.
Como antesala de la Guerra Civil, de la Segunda Guerra Mundial y, en fin, de cada gran acontecimiento trágico del siglo pasado —ese siglo que desactivó uno a uno los sueños de la Modernidad—, la entente de Hildegart y Aurora conjura un flujo de significados incontrolables, tan capaces de aclarar por qué en esta época se torció todo, como de entorpecer aún más su comprensión. Todo lo cual haría de Paula Ortiz una cineasta ciertamente inapropiada para seguir los pasos de Fernán Gómez y volver a llevar la historia al cine. La puesta en escena de esta directora zaragozana se ha caracterizado por algo así como la arbitrariedad impresionista: su intuición para que la palabra conduzca a la imagen puede impactar, sí, pero difícilmente concilia una organicidad.
Si bien La novia no hacía un mal trabajo al poner este aparataje al servicio del arrebato poético de García Lorca, otras películas como De tu ventana a la mía o la reciente Teresa son amasijos de ruido, donde tanto la literatura como el poso histórico que indudablemente le interesan a Ortiz son eclipsados por una retórica publicitaria, de rigor más bien escaso. La virgen roja podría haber sido un desastre. Podría no solo no haber hecho justicia a los hechos reales, sino además caer en el ridículo de cultivar dinámicas presentistas —de gritarle yass queen a Hildegart, vaya— para acomodar el anclaje en el debate frívolo y en el catálogo de Amazon Prime, la empresa que ha pagado el proyecto. Pero La virgen roja no es un desastre. De hecho es una grandísima película.
Puestos a dilucidar los motivos —y más allá de la potencia categórica de los hechos narrados—, habría que detenerse en una cineasta más pensativa, que prefiere subordinarse al texto antes que utilizarlo de trampolín. Esta actitud da pie a unos primeros compases algo torpes, donde todo se lo come la voz narradora de Najwa Nimri como Aurora —similarmente a lo que ocurría en el film de Fernán Gómez—, para poco a poco ir creciendo. Ortiz va haciendo más y más opresivo el piso de Madrid donde Hildegart (Alba Planas) vive con su madre y la sirvienta (Aixa Villagrán), en contraste a unas composiciones más amplias y ambiciosas dentro de los lugares por los que Hildegart transita en calidad de pensadora política y nueva voz generacional.
Ahí, con montajes intuitivos —una secuencia fragmentada, tremendamente satisfactoria, alterna el despertar sexual de Hildegart con una victoria del Partido Socialista— y sabiduría a la hora de administrar ritmos, Ortiz demuestra una y otra vez que ha interiorizado la historia, sin necesitar más de una o dos metáforas visuales recurrentes —la estatua resquebrajándose— para que esta se permita calar más allá del guion. Aunque sea ciñéndonos a él, en realidad, donde seguramente nos topemos con la razón troncal de por qué La virgen roja funciona como funciona. El guion está coescrito por Clara Roquet y Eduard Sola. No siempre está declamado con brillantez —las interpretaciones no están afinadas todo lo que debieran, especialmente en el caso de Planas—, pero la escritura es milimétrica y se beneficia de la curiosa dualidad en los perfiles de sus guionistas.
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De Roquet poco hay que decir. Entre Libertad, Creatura o Que nadie duerma sobran los motivos para declararla la mejor guionista española en activo, y la interesante descripción de las relaciones domésticas en La virgen roja —el triángulo Nimri-Planas-Villagrán— seguramente lleve su firma. En la figura de Sola, por otra parte, hallamos una profesionalidad mercenaria que a la larga fortalece la extraña filiación genérica del film de Ortiz, entre el true crime y la parábola política. Así como antes de trabajar El cuerpo en llamas para Netflix había escrito Black is Beltza, así La virgen roja concilia los dilemas internos de Hildegart con una narración llena de giros y sobresaltos, acaparando chispazos de intensidad dramática hasta estallar en el clímax.
En este sentido La virgen roja tiene de su lado la capacidad de comunicar y, sobre todo, el beneficio de haber sabido qué quería comunicar. La historia de Aurora —la madre que concibió a su hija como un proyecto eugenésico, como “la mujer del futuro” que lideraría la justicia social— y Hildegart —la hija comprometida con dicho proyecto, pero también con retener la humanidad durante su ejecución— podría haber sido abordada de muchas formas. Ortiz y sus guionistas resolvieron centrarse en la tensión entre el ímpetu revolucionario y la duda de cuánto podríamos sacrificar por él, topándose en el camino —al igual que tantos artistas antes— con la clave de bóveda del siglo XX, y con contradicciones que todavía nos acechan hoy día.
“Eso también es ideología”, comenta en un momento de la película Hildegart, refiriéndose al amor romántico para plantar distancia frente a su pretendiente sin que, no obstante, pueda evitar sucumbir a él en los minutos sucesivos. Una línea de guion de La virgen roja que, como otras muchas de Roquet y Sola, repara en la ambivalente relación de la política militante con los afectos, las vulnerabilidades e incluso la cultura popular. Conseguir una sociedad mejor siempre ha sido complejo. De La virgen roja hay que celebrar, por tanto, que haya sabido retratar a la perfección una pequeña parte de esta complejidad.