Otra vez el fascismo
Imagino a Isaac Leví bendiciendo los alimentos que va a comer con su familia una noche de 1938, quizás la del 12 de noviembre. Imagino a su esposa Rebeca, a sus hijas Judith y Sara y a su hijo Benjamín, con las manos entrelazadas y las cabezas agachadas, salmodiando versículos de la Torah. Imagino a Rebeca y a Benjamín con los semblantes compungidos de quienes presienten una desgracia. Imagino a Isaac cogiendo la cuchara para atacar la sopa, sonriendo con una mueca, de la que toda la familia sospecha, para calmar la ansiedad y la congoja. Ha repetido demasiadas veces en los últimos años que no hay qué temer, que la democracia funciona y recuerda con amargura lo que Alemania votó en 1933.
El humo que desprenden los platos es blanco y vaporoso, muy diferente del que salía dos noches antes de los comercios judíos incendiados a través de los escaparates destrozados por hordas de fanáticos uniformados en vestimenta y pensamiento. Benjamín calla por los mismos motivos que Judith y Sara, testigos de las vejaciones sufridas por sus compañeras de instituto a manos de jóvenes de pelo muy rubio, ojos muy azules e intenciones muy negras; a tres de ellas las raparon y rasgaron sus ropas hasta dejar sus cuerpos casi desnudos a la vista. Isaac Leví sabe que no fue un caso aislado y mantiene el silencio.
En el plato sin tocar de Rebeca, una lágrima resbalada ha producido una diana de ondas concéntricas sin mayor significado, pero a su mente acuden las imágenes del pueblo judío huyendo por el desierto temeroso de Yaveh y de las tropas del faraón. “Otra vez”, piensa sabedora de que su obligación es apoyar a su marido y cuidar de sus hijos. Aunque le cueste la vida. A Ruth, su amiga de la infancia, la sacaron de su casa una noche y nadie sabe nada de ella, a pesar de que los rabinos de Berlín preguntaron por ella, en comisarías y cuarteles, a contactos que hace unos años eran eficaces y que hoy los tratan con recelo.
Imagino a Isaac Leví advirtiendo del peligro del nuevo fascismo, lo imagino dando golpes en la mesa y derramando el plato de sopa cuando en la tele aparecen soldados con la estrella de David en su uniforme haciendo lo mismo que otros hicieron con la esvástica en el suyo
A la memoria de Isaac acude el recuerdo de cuando fueron a por comunistas y sindicalistas y el sanedrín dictaminó que eran ateos y que ningún judío era comunista ni sindicalista, por lo que era mejor no hacer nada. También recordó el momento en que un nacionalsocialista arengó por la radio al pueblo alemán para echar del país a los gitanos, y también en este caso aconsejaron en la sinagoga permanecer al margen, puesto que no se conocían casos de gitanos que profesaran la fe judía. Lo mismo ocurrió cuando los homosexuales fueron perseguidos, y los ateos, y los árabes… El pueblo judío se vio a sí mismo tan puro como el ario y Leví supo que, cuando fueran a por ellos, no quedaría nadie para defenderlos.
Así ocurrió en 1941. De nada sirvió el dinero judío que aupó al poder al dictador, de nada la prensa judía que hizo propaganda a su favor, de nada la equidistancia hebrea respecto a otros “enemigos” de los nazis, de nada las súplicas al enemigo ni las plegarias al cielo. Isaac Leví esperó durante meses noticias de Itzhak Stern, el contable de Schindler que contrataba a judíos para evitar así que fuesen enviados a los campos de concentración. Cuando al fin contrataron a Benjamín, dieron gracias a Yaveh y eso sirvió a la familia para soportar la reclusión en Płaszów y Auschwitz, donde fueron protagonistas del holocausto.
Imagino a Isaac Leví hoy día en cualquier lugar del mundo advirtiendo del peligro del nuevo fascismo, lo imagino dando golpes en la mesa y derramando el plato de sopa cuando en la tele aparecen soldados con la estrella de David en su uniforme haciendo lo mismo que otros hicieron con la esvástica en el suyo. Imagino a Isaac llorando y lamentando su silencio cómplice, causante último de la muerte de millones de personas, entre ellas la suya propia, la de su esposa Rebeca y la de sus hijas Judith y Sara. Murió sin saber que su hijo hizo lo que había que hacer: empuñar las armas y combatir al fascismo hasta la victoria.
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Verónica Barcina Téllez es socia de infoLibre.