Cuando todo parecía perdido, llega el cine chino con 'Perro negro' para salvar el festival
Alguien estos días sugería que este año Cannes parece empeñado en hacer un último réquiem antes de dejar atrás la nueva ola del cine estadounidense que floreció en los setenta (y que, no lo olvidemos, fue el modo en que una generación de cineastas abrazó a Truffaut, Fellini, Godard o Bresson). Cierto, en aquellos años Paul Schrader, cuya última película Oh Canada se presenta a concurso, era conocido sobre todo como guionista y su trabajo más importante fueron dos colaboraciones en obras clave de Scorsese: Taxi Driver y Toro salvaje. Pero las tres películas que dirige entre 1978 y 1980, especialmente Hardcore y American Gigolo, son intentos de asimilar en el contexto estadounidense el legado de Robert Bresson. Schrader ha continuado haciendo cine, pero le sigue distinguiendo esta particular manera de abrazar una ética y unos temas de inspiración europea.
La propuesta de Oh Canada, que se presentó en la sección oficial, prometía. A partir de la novela de Russell Banks Foregone, se trataba de volver al pasado, inventando la figura de un “revolucionario” director de documentales radicales, Leonard Fife (una detallada interpretación de Richard Gere, que protagonizó American Gigolo), que estuvo implicado en las protestas contra la guerra del Vietnam y se asentó en Canadá tras huir del reclutamiento forzoso, convirtiéndose en un profesor-gurú de una nueva generación de documentalistas. Fife se convierte en un icono de la contracultura. Enfermo de cáncer, es contactado por dos antiguos alumnos para una entrevista-homenaje. Pero Fife declara que prefiere hacer una confesión y revelar “la verdad” especialmente ante su amada esposa Emma. A partir de sus recuerdos, utilizando un juego de escenas narradas por un hombre enfermo, cuya memoria falla se podía haber llegado a algo que subyacía al mito, desarmar otra mitología estadounidense.
Pero no es esto lo que hace Schrader. La película parece sugerir que en algún momento habrá una revelación importante, una pieza que, como el trineo de Ciudadano Kane, nos sugiera cierta verdad, no sólo sobre Fife, sino sobre aquella época, sobre “América” o incluso sobre nosotros. Pero la elaborada estructura no conduce a nada. Sí, Fife se revela como un cobarde, su gesto de huir a Canadá no tuvo motivos altruistas. En sus recuerdos, el Fife joven está interpretado por Jacob Elordi, y esto sugiere que quizá lo único que distinguía al joven es su atractivo erótico. Parece ser que su “pecado” fue ir con muchas mujeres, a las que abandonó. Y tratar de empezar de nuevo.
Estructurada como una confesión que no se produce, todo queda en lo individual, como si la cuestionable ética de un joven fuera lo único que importa a la hora de juzgar no sólo una vida, sino un movimiento político. Sí, las motivaciones de muchos líderes son personales, y los líderes tienden a ser personajes ególatras, pero lo que importa a la hora de darles un lugar en la historia debería ser su impacto a la hora de poner de relieve una causa. El discurso de Oh Canada resulta fundamentalmente deshonesto porque promete algo sobre el icono y sólo muestra a Elordi saltando de cama en cama. No hay historia. Pero sobre todo, no hay diálogo con la Historia.
Cine chino para animar el festival
Y cuando todo parecía perdido, llegó el cine chino para salvar el festival. Uno va a las sesiones de Un certain regard, que suelen incluir primeras películas o creadores en la primera fase de sus carreras, sin saber bien qué va a ver, pero expectante, a la espera de que de repente surja algo que le enganche, le conmueva o le entusiasme. A la espera, digámoslo así, de una revelación. Los motivos por los que se produce pueden variar. A veces es el uso del espacio, o los giros narrativos, o rostros interesantes, o un tema bien tratado, a veces simplemente la película parece hablarnos a cada uno de nosotros sobre algo que no habríamos sabido poner en palabras.
Black Dog / Perro negro, de Hu Guan, tiene todo esto. Estoy seguro de que hay mucho más de lo que aquí puedo apuntar: sin duda hay capas de significado histórico o emocional, específicas a un tiempo y un lugar, que se me escapan. Pero no importa: la película apunta a temas universales, por ejemplo, el modo en el que la Historia nos pasa por encima y cómo intentamos evitar que nos aplaste. Esto sucedió en la China del 2008, y es una experiencia que muchos podemos considerar propia. Además, lo hace de maneras visualmente atractivas, manteniendo el equilibrio perfecto entre la ambigüedad y la narrativa clásica.
La historia se centra en la relación entre un expresidiario, antiguo rockero local y fan de Pink Floyd, que vuelve a su pueblo tras diez años de condena, y un perro negro, escuálido, agresivo, peligroso. El perro es síntoma de una situación. Black Dog nos lleva a un lugar cuya existencia uno no conocía: una ciudad al borde del desierto del Gobi, cuando se aproximaban los fastos de los Juegos Olímpicos de Pekín. Para el gobierno chino, la olimpiada era una suerte de “paso adelante” y los juegos difundieron la imagen de que había una “nueva China” en marcha. Por supuesto a los habitantes de esta ciudad el mensaje podría no decirles nada.
La ciudad está siendo abandonada por sus habitantes, en busca de una vida más próspera en la China del “capitalismo con características orientales”, los edificios son derruidos en preparación de una nueva era en la que los especuladores harán su agosto. Quedan atrás los perros que han sido abandonados por sus dueños, formando jaurías peligrosas que las autoridades desean exterminar. Las construcciones del comunismo están semiderruidas, hay escombros por doquier, carreteras que parecen no conducir a ninguna parte. Los espacios abandonados, perfectamente elegidos, son un ejemplo brillante de diseño de producción: sentimos ese espacio, comprendemos lo que es vivir en un mundo en decadencia.
Aquí surge la obsesión del protagonista Lang por el perro negro del título. En diversas tradiciones, los perros negros funcionan como espíritus guardianes o como imágenes de la depresión. Aquí funcionarían ambos sentidos. Pero hay uno más obvio: los perros son fantasmas del pasado de China, lo reprimido que vuelve ante la perspectiva del cambio, el recuerdo de que el pasado nunca muere.
Metáfora contra la censura
El cine chino, de hecho, vuelve con tenacidad a estas metáforas de la historia. Un país donde existe una férrea censura tiene que expresar emociones a través de la metáfora. Para el gran Jia Zhangke (que aparece como actor en Black Dog), la construcción de la presa de las Tres Gargantas sobre el Yangtzefue ya una metáfora importante en su opus magnus Naturaleza muerta, una de las mejores películas de la primera década del presente siglo. Para Jia, la construcción de la presa, que se saldó con más de un millón de desplazamientos, varias ciudades y más de mil pueblos sumergidos, es un momento clave en la historia reciente de China. Ayer, presentó Caught By the Tides (algo así como “atrapados en la marejada”), en la que vuelve sobre esa metáfora (la parte central de la película se desarrolla en espacios muy similares a los de Naturaleza muerta) pero elabora a partir de ella un discurso que va de los inicios del siglo XXI a la actualidad, con calas en tres momentos.
Más que contar una historia, la película se plantea casi como un collage de imágenes y sonidos que recorren estos tres momentos. La primera sección se demora en rostros y maneras de la sociedad china del siglo XX. Jia siempre ha sabido hacernos mirar, y en sus planos de mujeres y hombres vemos la historia de un pueblo. Esos rostros, algunos mirando a cámara, otros huidizos, surcados de arrugas, tostados por el sol, nos hablan de que incluso en el inicio se nos habla de gente con un pasado. Entre el aluvión de instantáneas y viñetas varias, atisbamos el inicio de una relación, y su ruptura cuando el hombre, Bin, tiene que emigrar en busca de oportunidades.
Bin y Qiaoqiao se conocen en algo que podría ser un club de alterne. Como en el resto de la película, apenas hay diálogo que desarrolle su relación: es como si la historia se explicase mejor desde el sonido bruto. Y desde las canciones. En el cine de Jia la música popular china, sentimental, banal, aparece una y otra vez, reflejando un mundo paralelo, tan opuesto a la decadencia del mundo real.
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La segunda sección nos traslada al 2006, cuando Qiaoquiao emprende un viaje en busca de Bin que se encuentra en Fengjie, una de las ciudades en proceso de demolición que quedará sumergida tras la construcción de la presa en el Yangtze. De nuevo, en esta sección, se apunta mucho más de lo que se cuenta. Los individuos son figuras pequeñas atrapadas en la marcha de acontecimientos sobre los que no tienen control. Bin probablemente se ha metido en negocios turbios inmobiliarios, siguiendo la promesa de prosperidad de la “nueva” China.
Pero a Jia le interesa más hablarnos de los edificios derruidos, de los objetos que la gente tuvo que dejar atrás, del colapso de unas vidas que del desarrollo de la relación. En el tercer episodio, que tiene lugar en plena pandemia, Bin vuelve a su ciudad y se reencuentra con Qiaoquiao, que trabaja como cajera en un supermercado. Es otro tiempo, todo ha cambiado desde el 2001, es otra China, es otra vida. Sobre los instantes en que ella reacciona frente a su regreso, ese encuentro en una calle iluminada por farolas amarillas descansa el peso de la película.
Y esto no ha sido todo. Al aproximarse a su ecuador, el festival parece haber remontado finalmente y nos ha deparado, en la sección a concurso, Emilia Pérez, un musical trans mexicano ambientado en el mundo del narcotráfico, dirigido por el siempre interesante Jacques Audiard. Y una sátira de ecos buñuelianos codirigida por el canadiense Guy Maddin. Les cuento mañana.