‘Memorias de un caracol’, una joya incontestable que confirma a Adam Elliot como genio de la animación
![Fotograma de la película 'Memorias de un caracol', con Grace como protagonista.](https://static.infolibre.es/clip/8ec8e320-86e4-4b86-8924-f60284e132de_16-9-discover-aspect-ratio_default_0.jpg)
La novela Desayuno de campeones, publicada en 1973, está surcada por ilustraciones a mano alzada a cargo del propio autor, Kurt Vonnegut. Suelen ser precedidas por un párrafo breve que concluye con un “se parecía a esto”, siendo “esto” un dibujo desaliñado que se opone a la idea tranquilizadoramente figurativa que la cabeza del lector había empezado a elucubrar. Y es que dichos dibujos se extraen de la subjetividad de los dos protagonistas del libro: un empresario al que le acaba de dar un brote psicótico y un excéntrico novelista de ciencia ficción llamado Kilgore Trout, obvio álter ego de Vonnegut. Los dibujos intentan que contemplemos la vida como ellos.
La sensación va variando de la extrañeza a lo conmovedor, de lo gracioso a lo profundamente triste, y es una que ciñéndonos a la utilización del dibujo nos remite a coordenadas que van más allá de un ímpetu vanguardista en la narrativa de Vonnegut. Desde luego que los dibujos son una herramienta para explicar de forma más visceral el desorden mental de los personajes, al tiempo que una humanidad a flor de piel que claramente necesita, sin nunca hallarlo, un abrazo. Pero, haciendo acopio de todos estos dibujos y las explicaciones alienígenas, nos propone además una forma alternativa de observar el mundo, para a través de ella revelar distintas imposturas y opresiones.
Son el reflejo distorsionado de un malestar existencial que ante el aluvión de explicaciones y discursos posibles se halla perdido, anestesiado. Y que aún así encuentra en el acto de dibujar una oportunidad desesperada de expresarse con la honestidad y libertad que no le permite ni la palabra ni las estructuras retóricas que ha alumbrado. El dibujo que parta con esta voluntad debe ser veloz e instintivo, huir de la introspección para que la introspección ya aparezca incrustada en el mismo dibujo. Es un proceso complicado si lidiamos con instancias jerarquizadas y amparadas por estudios de mercado, así que inevitablemente solo puede darse en la animación independiente.
Un posible heredero de Vonnegut en EEUU es Don Hertzfeldt. En la que seguramente sea la mejor película de animación del siglo XXI, It’s such a beautiful day, nos proponía seguir a un pobre tipo, Bill, caracterizado por el minimalismo de su diseño —un monigote que solo se distinguía del resto de monigotes por su sombrero— y un sufrimiento devastador. El dibujo animado se plegaba a su descripción en direcciones tan abstractas como deslumbrantes, guiado por una constante voz en off que vinculaba tempranamente a Hertzfeldt con otro artista que venía despuntando desde los 90. Este era australiano y su animación algo más elaborada, aunque claramente compartían inquietudes.
La voz en off es igualmente insistente en el cine de Adam Elliot porque este se compone de “clayografías”. Es una palabra que se ha inventado él. Nace de la mezcla de “biografía” con “claymation”, animación stop motion empleando arcilla o plastilina, en lo que supone una ocurrencia autoral curiosa: en lugar de nombrar un estilo, nombra directamente un tipo de relato. La historia de esos personajes estrafalarios y solitarios que encabezan sus películas, siendo la protagonista de Memorias de un caracol —su segundo largometraje tras estrenar allá por 2009 Mary and Max— una mujer llamada Grace Pudel que asimismo narra su propia vida.
Lo que caracteriza a Grace es, de nuevo, la desdicha. A lo largo de su vida acumula traumas y maltratos, primero con la muerte de su padre y la separación de su hermano cuando es una niña, y no conociendo casi otra cosa que la traición y la soledad desde que es adulta. La crueldad siempre ha sido un espectro tentador en el cine de Elliot, aunque también se haya preocupado por matizarla. Lo ha hecho sobre todo con el humor negro y la bondad atolondrada que no deja de propulsar a sus personajes, como un desfile de sombríos Forrest Gump a los que no les importa tanto representar la historia de un país como, simplemente, un estado de desconcierto total.
Memorias de un caracol se puede entender, en este sentido, como una antología greatest hits de Elliot. El australiano se referencia a sí mismo —los dedos fracturados del abusón de la clase ya aparecieron en su corto Cousin, mientras que la frase de “la vida solo se entiende hacia atrás pero hay que vivirla hacia adelante” enmarcaba su ópera prima, Uncle—, pero sobre todo reflexiona sobre los lugares comunes de su obra para entregar una versión totalmente depurada de los mismos. La prueba más clara de esto es, ni que decir tiene, la excelsa animación artesanal — “Esta película fue hecha por seres humanos”, proclaman los títulos de crédito como protesta última— y el diseño de unos personajes enormemente carismáticos que desfilan a ritmo espídico por la película.
Pinky, la amiga octogenaria que se echa Grace, es el mejor ejemplo de esto, como igualmente podría serlo Grace. Su aspecto desgarbado, lúgubre pero coronado por ese gorrito de caracol inspirado en los animales que le interesan tanto, la emparentan con el sombrero del Bill de Hertzfeldt al tiempo que teje la figura esencial de la película: la concha espiral donde Grace elige aislarse emocionalmente para de vez en cuando asomarse con timidez y sorprenderse por los ocasionales arrebatos de belleza del mundo. Porque el mundo sigue siendo capaz pese a todo de entregarlos, asegura el film. Solo que para verlos hay, definitivamente, que modificar la forma de mirar.
A la hora de captar estos chispazos de optimismo —tan necesarios para equilibrar la energía de la película— cabe achacarle a Memorias de un caracol cierto exceso melodramático. Sobre todo en su tercio final. Elliot, quizá porque ame demasiado a Grace —por primera vez escribe a un personaje cuyo sueño es dedicarse a la animación, en una concesión reveladora de lo que significa la película para su carrera—, no puede evitar un par de soluciones fáciles que limen el calvario de la protagonista y que finalmente se parecen demasiado a oportunos deus ex machina. Esfuerzos ansiosos por rescatar la ficción del lugar tan complejo y estimulante en que se está abismando.
Son detalles que no entorpecen demasiado la prodigiosa sofisticación de Memorias de un caracol, por suerte. Donde cada detalle está tan cuidado, cada gag inquietante tan impecablemente orquestado, que Elliot no puede otra cosa que encadenar catarsis y triunfar en su compromiso por que la clayografía retenga la condición especular definitiva. Un reflejo de la humanidad donde la animación es su propia realidad, y donde sus personajes somos todos nosotros. Sufriendo, viviendo. Amando.