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Tim Burton se reencuentra con Winona Ryder en la caótica 'Bitelchús Bitelchús'

Winona Ryder y Michael Keaton en 'Bitelchús Bitelchús' (Warner Bros.)

La narrativa es lo bastante suculenta como para distanciarla de otros artefactos nostálgicos recientes: mientras que Twisters es una cuidadosa operación de mímesis noventera y Alien: Romulus una antología greatest hits de la saga del xenomorfo, Bitelchús Bitelchús únicamente rinde cuentas al ímpetu creador de Tim Burton. El cineasta inauguró el Festival de Venecia con la secuela de uno de sus clásicos incontestables, estrenado hace 36 años, y lo hizo con un par de emotivos titulares. El remake de Dumbo le había llevado a plantearse dejar de dirigir —entendiéndose este encargo de Disney como la gota que colmaba el vaso tras varias experiencias decepcionantes—, mientras que esta continuación de Bitelchús le había devuelto la ilusión. Burton había, por decirlo así, recuperado las riendas de su legado. Lo curioso es que no era la primera vez que se veía obligado a hacerlo.

Han transcurrido más de veinte años del estreno de otro famoso film de Burton, La novia cadáver. Es un film interesante con el que comparar Bitelchús Bitelchús. En ese caso el propósito no era tan dramático como encontrarse a uno mismo, pero persistía cierta firmeza heroica en la forma en que Burton se celebraba como autor de Pesadilla antes de Navidad: un mito noventero aún más potente que Eduardo Manostijeras o sus Batman. Como Pesadilla estaba dirigida por Henry Selick, y Burton nunca había llegado a hacer las paces con su pasado como animador incomprendido en Disney, La novia cadáver evocaba un ajuste de cuentas. La cuestión entonces no radicaba en si era peor o mejor que Pesadilla, sino en lo que La novia cadáver decía de la identidad autoral de Burton. Lo que él pensaba, en el siglo XXI, que el público debía retener de dicha identidad.

Justo ahí se consolidaron los problemas. Burton utilizó La novia cadáver como un rebranding desde el cual encauzar sus siguientes trabajos como sicario hollywoodiense. La marca Burton mutaría lo justo para intensificar atractivo y seguir exprimiendo un imaginario rígido, capaz de destilarse en una dialéctica muy concreta. El argumento de La novia cadáver la sintetizaba a la perfección y blindaba esa angustia adolescente que de un modo u otro siempre había estado ahí: el festivo colorido del mundo de los muertos, frente a los aburridos tonos grisáceos del mundo de los vivos. Nosotros contra ellos. La seducción genuina de los “bichos raros”, frente al tedio opresivo de la “normalidad”. Al implantarse ese relato no importaba tanto la integridad creativa de Burton —obligado a vivir desde entonces en la adolescencia—, como lo mucho que iba a vender.

Alicia en el país de las maravillas y la mencionada Dumbo —dos de los peores blockbusters jamás realizados, a los que no cuesta culpar de una degradación generalizada en las producciones de su corte—, lo suscribían. Johnny Depp defendía a los locos frente a los cuerdos, Dumbo era un marginado con el que Burton “debía” sentir afinidad, etcétera. La marca Burton se gentrificó en definitiva, y bien podría ahora intoxicar el legado de Bitelchús sino fuera porque la susodicha Bitelchús es invulnerable a dialécticas, marcas y correlatos identitarios. La susodicha Bitelchús es inclasificable. Indómita.

Aunque antes de La novia cadáver el segundo largometraje de Burton ya abordara la tensión vivos/muertos, lo determinante estribaba en que no había una preferencia. Mientras que los vivos eran entes miserables y extractivistas, los muertos debían transitar un limbo de burocracia eterna sin nunca separarse de las heridas y deudas de su existencia previa. Con quien más parecía simpatizar Burton era, de hecho, con quienes se antojaban capaces de deambular entre sus fronteras: el Bitelchús de Michael Keaton —escurridizo, malicioso, de motivaciones nunca claras— y la Lydia de Winona Ryder, tan desencantada de su vida terrenal como para ver fantasmas y plantearse frívolamente el suicidio. En 1988 Bitelchús hacía suya una insatisfacción puramente punk, que abocaba a un caos casi imposible de salvaguardar en un escaparate.

Bitelchús Bitelchús también es una película caótica, pero en términos muy distintos. El guion de Alfred Gough y Miles Millar está desbordado por subtramas y personajes, acaso como vestigio de aquella serie que crearon, Miércoles, donde ya aparecía Jenna Ortega y se intentaba volver a aprovechar la marca Burton. Concentradas todas estas líneas narrativas en algo menos de dos horas donde la comedia funciona de forma muy desigual —el personaje de Willem Dafoe es hilarante, el de Justin Theroux no tanto—, da pie a una constante sensación de revoltijo no enteramente desagradable, pues parece ser solo el peaje a pagar por el disfrute. En efecto, Burton se lo está pasando bien. De forma honesta, o al menos tan honesta como le puede permitir su ingrata y neurótica condición de autor-marca, siempre concienciado con lo que se espera de él.

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Esta condición, en fin, pesa demasiado. Su regreso a la artesanía, a lo excéntrico, a lo ligeramente inquietante, es desnudado incómodamente en cuanto el personaje de Ortega dice la frase “este Más Allá es demasiado random. En la primera Bitelchús nadie se veía obligado a verbalizar la absurdez de la trama, porque no había nada que pudiera cuestionar la pureza de la energía gamberra de Burton. En Bitelchús Bitelchús, sin embargo, la autodestrucción nihilista ha sido sustituida por la autoconsciencia indulgente, y el chorro de creatividad por un aparatoso surtido de fetichismos. No es solo que Burton disfrute, es que cada imagen lo tiene que asegurar ruidosamente, y la indeterminación ontológica de la vida no tiene ningún valor ante la vida en sí. La vida individual, la identidad acotada. Burton recurriendo a Winona Ryder como álter ego directo.

En el apunte más sugerente de Bitelchús Bitelchús, convertirse en adulta ha supuesto para Lydia dejar atrás su combativo espíritu adolescente para convertir en capital lo que antes le había distinguido de esos adultos que tanto despreciaba. Su capacidad para relacionarse con los muertos le ha llevado a presentar un cutre programa de televisión, explotando y monetizando todo lo que antes era enigmático o podía desafiar su mundanidad. Burton, por supuesto, se siente identificado con Lydia. Lydia, como él, también devino marca en algún punto de los años 90.

Todo lo cual separa a Bitelchús Bitelchús, desde luego, de la actual avaricia de Hollywood por expoliar imaginarios y regurgitar fenómenos afectivos. Esta secuela no participa de dialécticas facilonas ni existe porque la necesite Warner Bros. o los accionistas, sino porque la necesita Tim Burton. Solo él. En ese sentido Bitelchús Bitelchús parece más una sesión de terapia —o un exorcismo anti-IP condenado al fracaso— que una película, pero habrá que celebrarla igual.

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