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‘Farabeuf’, en sus cincuenta años (+1)

Portada de Farabeuf, de Salvador Elizondo.

Eduardo Becerra

En 2015 se cumplieron los cincuenta años de la aparición, en la editorial mexicana Joaquín Mortiz, de Farabeuf o la crónica de un instante, primera novela de Salvador Elizondo (1932-2006) y obra excéntrica dentro del panorama de la narrativa mexicana y de la novelística en español en general.

Interesado por la fotografía y el cine, por la pintura, la poesía moderna —con Mallarmé y Ezra Pound a la cabeza—, por James Joyce y por la cultura china y las singularidades de su escritura y caligrafía, Elizondo hace visibles esas afinidades en una novela compleja y ambiciosa que discurre por planos entrecruzados, imbricados mediante sutiles estrategias narrativas y sugerentes analogías. Una extraña ceremonia erótico-quirúrgica en una casa de París, el paseo de dos amantes por una playa y la tortura de un magnicida en la China de comienzos del siglo XX constituyen sus escenarios fundamentales. En medio de ellos, un personaje y una fotografía cobran especial protagonismo a la hora de tejer los hilos que unen las líneas dispares por las que avanza el argumento. El personaje es Louis Hubert Farabeuf (1841-1910), cirujano y profesor de Anatomía en la Facultad de Medicina de París y cuya obra más conocida es Manual de técnica quirúrgica (1898) —la sección de este libro dedicada a las amputaciones será una de las referencias fundamentales de la novela—. La fotografía reproduce el suplicio del leng-tch'é o de los cien pedazos, método de tortura chino que data de la época de gobierno de la dinastía manchú y que consiste en el progresivo despedazamiento de la víctima tratando de retardar el momento de su muerte. Elizondo vio esa instantánea en Las lágrimas de Eros, de George Bataille, un descubrimiento que según él mismo reconoció fue fundamental para su carrera de escritor y en concreto para la redacción de Farabeuf.

En las primeras páginas, el doctor Farabeuf llega a una casa situada en el número 3 de la rue de l'Odeon, en París, donde esperan dos mujeres y un hombre. En ese lugar se desarrollará una breve escena donde los aparentemente nimios acontecimientos irán insinuando sentidos enigmáticos. El doctor Farabeuf ha llegado a la casa para emprender un inquietante ritual con el cuerpo de una de las mujeres como protagonista. La ceremonia tendrá lugar en un cuarto situado al final de un pasillo donde se encuentran las señales de otros ritos idénticos ya ejecutados anteriormente. Casi al inicio también se menciona la existencia de un libro abandonado en la casa donde se encontraban dos cartas: una de ellas “describía un incidente totalmente banal ocurrido en la playa de un balneario lujoso”. Este suceso nos abre las puertas de otro marco novelesco. En él transcurre el paseo por la playa de un hombre y una de las mujeres de la casa de París. Al volver a casa, encuentran un sobre amarillo sobre un mueble, la mujer lo abre y descubre en él la fotografía del suplicio del leng-tch'é tomada por Farabeuf muchos años antes; el cuerpo surcado de regueros de sangre y la expresión extática de la víctima la excitan sexualmente, por lo que se abandona al abrazo del hombre para de inmediato hacer el amor con él.

El último escenario es el de la China de finales del siglo XIX y comienzos del XX donde tuvo lugar la que fue conocida como la rebelión de los boxers. Elizondo convierte a Farabeuf en médico integrante de las fuerzas expedicionarias que entre 1900 y 1901 iban a restablecer el dominio extranjero en el país oriental. El 10 de abril de 1905, en la plaza Ta-Tché-Ko de Pekín, era torturado hasta la muerte por el procedimiento del leng-tch'é Fu Tchu Ki, asesino del príncipe mongol Ao Jan Wan por haberle quitado a su esposa. Elizondo convierte a Farabeuf en el autor de la fotografía que plasma la agonía del supliciado y a este en un boxer que decide acabar con la vida del príncipe por su colaboracionismo con las fuerzas de ocupación. La fotografía constituirá el corazón de la trama. A partir de esta imagen van a ir desarrollándose las diversas líneas argumentales, estableciéndose un constante juego de analogías que resultará clave para tomar conciencia de los significados ocultos del relato.

Como se lee en una de sus primeras páginas, en la novela se nos narran los sucesos que se mueven en torno a “una cita concertada a través de las edades”, los tiempos y espacios diferentes se irán uniendo gracias a un deslumbrante juego de vasos comunicantes entre elementos opuestos, a una escritura que avanza mediante analogías, ecos y correspondencias para hacer del texto una máquina que produce de manera incesante significaciones sorprendentes. Farabeuf es una narración continuamente enfrentada a su propia imposibilidad, producto de la extrema radicalidad de sus metas: la temporalidad, la identidad, el erotismo, la memoria y la propia escritura son llevadas a sus límites tratando de resolverse en ecuaciones irrealizables. Son numerosos los elementos argumentales y los temas que ilustran hasta qué punto Farabeuf sostiene su trama en el intento de conciliación de categorías opuestas, explorando sus vínculos inéditos, puntos de aproximación inicialmente inverosímiles: pasado/presente, memoria/acto, coito/suplicio, cirugía/tortura, dolor/placer, Oriente/Occidente, cuerpo/lenguaje, buscan encontrarse en un discurso más analógico que narrativo, más conjetural que afirmativo.

Frente a estos desafíos, el discurso novelesco se sostendrá en la reescritura incesante de esas escenas para intentar desvelar el sentido que guardan y, así, la propia construcción de la ficción será parte sustancial del argumento, siempre detectado en el momento presente de su fabricación. Sin embargo, el objetivo último vendría dado por una búsqueda más extrema: la de un espacio siempre esquivo, un centro vacío e inalcanzable por el que el relato continuamente merodea. El texto se abre y cierra con la misma pregunta: “¿Recuerdas?”. En las casi doscientas páginas que median entre una pregunta y otra se abrirá ese espacio congelado y vacío del instante indescifrable, y el argumento no será sino el intento de enunciar una respuesta imposible a tal interrogante.

A ese lugar inabordable parece apuntar el cuerpo, eje central del relato: el cuerpo del supliciado y el cuerpo de esa mujer en la casa de París que ansía sentir en su piel las sensaciones extremas que el gesto de la víctima insinúa. El cuerpo en Farabeuf es entonces página carnal, epidermis marcada con las incisiones y trazos de las cuchillas, el escalpelo y el bisturí quirúrgicos, o las estacas de bambú al clavarse en la carne durante el leng-tch'é, o a través de las sacudidas del cuerpo durante el coito; y es también escritura que dibuja un signo indescifrable, un garabato, a través de una imagen inolvidable que promete el éxtasis y la muerte mediante una pose que escribe el deseo. Ese es el instante que Farabeuf busca narrar, pero solo la inminencia de ese acontecimiento parece mostrarse abordable a través de la escritura.

Farabeuf o la crónica de un instante ha tenido dos ediciones españolas, una primera en la Editorial Montesinos, en 1981, y otra más reciente, en el 2000, de la editorial Cátedra. Pero sigue siendo una novela desconocida —Elizondo siempre se quejó de que tenía más interpretaciones académicas que lectores—, de ahí que su cincuenta aniversario pasara desapercibido en España. Este mismo año, el Colegio Nacional de México ha publicado una bellísima edición en una caja con tres volúmenes que cerraba los homenajes por sus cincuenta años celebrados en su país de origen. La novela apareció en medio de esa década dorada de la narrativa latinoamericana: los años de aquel estallido literario que nos trajo títulos inolvidables pero que también enterró otros que hubieran merecido estar en primera línea.

*Eduardo Becerra es profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Eduardo Becerra

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