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Un festín poético

Carlos Serrato

Nos diferencia el cuerpo (Antología 1968-2022)

Antonio Carvajal - Edición de Francisco Silvera

Cátedra - Colección Letras Hispánicas (Madrid)

 

Hace poco más de dos meses la editorial Cátedra publicó, en su célebre colección Letras Hispánicas, Nos diferencia el cuerpo (Antología 1968-2022), una selección de la obra poética de Antonio Carvajal (Albolote, Granada, 1943), escritor fabuloso y uno de los autores más singulares de la poesía escrita en español.

Nos diferencia el cuerpo (Antología 1968-2022) es una maravillosa manera de reencontrase con la obra de Antonio Carvajal (doy por sentado de que los lectores veteranos ya hace años que disfrutan de su poesía) o de que las nuevas generaciones lo descubran. La edición corre a cargo de Francisco Silvera, buen conocedor de la obra del autor, que ofrece una magnífica Introducción, en la que se combina el rigor documental y la interpretación inteligente con la amenidad en el tono y el relato, y que no huye de algunas precisiones metacríticas —más que pertinentes— para explicar su enfoque en la selección y comentario de la obra de Carvajal. Poeta exquisito, con un dominio del arte de la poesía absolutamente excepcional, su obra brilla como una estrella alejada de las constelaciones de modas y modos del mercado, con luz propia, y ha sido reconocida con diversos premios, entre los que destacan el de la Crítica de 1990 por Testimonio de invierno (Madrid, Hiperión, 1990), el Nacional de Poesía 2012, por Un girasol flotante (Oviedo, KRK ediciones, 2011) y el Premio de las Letras Andaluzas Elio Antonio de Nebrija a toda su obra, concedido este mismo año 2024. De él ha dicho Andrés Amorós que es el mejor poeta vivo, no seré yo quien lo discuta.

La antología, organizada en orden principalmente cronológico, recoge poemas de todos sus libros publicados, desde aquel deslumbrante debut que fue Tigres en el jardín (1968), donde Carvajal ya aparecía, a pesar de su juventud, como un poeta hecho, dueño de un virtuosismo técnico que le permitía modular a su antojo un discurso lírico sorprendentemente rico, flexible complejo y a la vez ligero y lleno de gracia. La tradición y la vanguardia, el clasicismo y la modernidad, convivían en aquel poemario no diré que en armonía formal y de trato educado, sino como sustrato que nutría esa palabra suya libre y poderosa. Ya sonó rara en su tiempo, tanto descolocó a la mayor parte de la crítica de entonces, que convino en considerarlo poeta neobarroco, no sé si en tono admirativo o reprobatorio, pero seguro que sí como adjetivo traído a colación por su ambigüedad (depende de para quién, el barroco es el cielo o el infierno de la literatura, a nada compromete y es el autor al que se le aplica quien deberá sentirse halagado u ofendido), ante la sorpresa que supuso la irrupción en el panorama literario español de alguien tan diferente y a la vez tan claro en su continuidad con la mejor línea de la poesía española, desde Fray Luis y Lope a Darío, Juan Ramón, Lorca o Aleixandre.

Tal fue la originalidad de su propuesta estética, en relación con las del resto de sus coetáneos, que quedó al margen –aunque no fue el único— de los fastos Novísimos, intento de abrir espacio publicitario para algunas de las apuestas literarias de la, por entonces —principios de los años setenta—, joven literatura española. De aquella poesía novísima poco ha quedado, la de Carvajal permanece, porque no había otro interés en su trabajo literario que la entrega sin condiciones al noble arte del buen escribir, verso a verso, libro a libro. La suya es una obra exigente, vital y deslumbrante, orgánicamente conectada al amor y a la amistad como principios de vida, a la búsqueda de la belleza como camino de conocimiento y goce, al arte como experiencia interior y modo de comunicación generosa con los otros. Vista con la perspectiva de los años, la obra que Antonio Carvajal ha ido construyendo con paciencia, oficio poco frecuente y pasión que no se agosta en la monotonía aparece ya como un imponente edificio literario, doblemente admirable, por su belleza y por lo bien que se vive dentro de él.

Su poesía está hecha para ser habitada, vivida en la lectura, no para ser catalogada en el archivo cruel del museo. Antonio Carvajal es un poeta que disfruta escribiendo y eso lo nota y agradece el lector, su obra de una sensualidad evidente, está al margen de toda esa mítica de la angustia del escritor y del poeta como ser doliente: "Siempre se parte de la idea de que solo el sufrimiento ennoblece. Lo niego. Afirmo que el sufrimiento lo único que hace es reducirnos a aceptar nuestra condición deleznable y yo frente a esto me rebelo" (palabras del poeta que trae muy bien a primer plano Francisco Silvera en su Introducción). Ello no significa que su escritura eluda el dolor, la injusticia, la muerte, la experiencia de la desolación… temas que trató en diversas ocasiones, con una sinceridad y una emoción tales que el temblor que anima el poema conmueve irremediablemente al lector, por ejemplo, en Testimonio de invierno (1990), quizá —es arriesgado decir esto en una producción literaria de tal solidez— una de las cimas de su trayectoria poética.

La selección de Silvera, muy bien armada, permite un recorrido más que suficiente para que el lector tenga una ajustada idea de la obra del poeta hasta el momento presente. Tras abrir la puerta de la poesía como una casa de Antonio Carvajal, con los joviales Tigres en el jardín saludándolo nada mas cruzar el umbral, se encuentra el lector con la brillantez musical del segundo salón, Serenata y navaja (1973), donde el discurso rítmico de versos de una belleza poco común es capaz de alumbrar textos tan alejados de lo meramente esteticista como: "Hice promesas de extender banderas, / intenté un resplandor de primaveras, / zarpé hacia el mundo: el mundo era una herida". Después, quizá descansa en una butaca de otra estancia, ojeando Siesta en el mirador (1979) y se encuentra, sin esperarlo, Páginas incompletas de mi historia social o Crónica angélica, si se quiere, poesía social, pero -como el poeta advierte- "ni un pasquín, ni un pregón, ni una proclama". Si sigue hasta Del viento en los jazmines (1982-1984), arderá en amor al leer la "Oda VI" ("Y hacerse luz y conllevar la aurora") y tomará buena nota de que: "Alguien oír no puede / el rumor del viento en los jazmines / ¿Cómo compadecerlo?". Quizá es que el lector, casi sin darse cuenta, ha salido al jardín, porque jardines y campos abiertos tiene la casa de la poesía de Antonio Carvajal, donde la naturaleza es siempre voz, forma y música que su verso escucha y mira con atención: Miradas sobre el agua (1993) o el amor "si tú aceptaras este ramo de rosas".

De hecho, este diálogo con la naturaleza es una de las constantes de su obra, a veces con intermediación del arte, como en sus colaboraciones con la pintora María Teresa Martín Vivaldi o como en (¿el mejor poema contemporáneo nacido como canto a la amistad?) Instrucciones para estar como una rosa (fotografiada por Paco Fernández), que el lector se encontró al pasear por Alma región luciente (1997). Este, me parece a mí, es uno de los libros de Carvajal que podrían considerarse más cercanos a esa idea de poesía del pensamiento de la que hablaba George Steiner. El lector ha cerrado tras de sí otra puerta, después de asombrarse con el poema final, el memorable Lluvia en la quintería. Quizá buscando descubrir otros espacios, recale ahora en Los pasos evocados (2004), Una canción más clara (2008) y caiga en que antes pasó de puntillas y sin haber reconocido las canciones de Silvestra de sextinas (1992). Escucha ahora a lo lejos el poema Secuencia del sentido, perfumado de hedonismo, de vuelo ligero, "luz, sabor del paraíso". Sigue su paseo y ya está mirando de nuevo a los campos, ha visto al borde del camino Un girasol flotante (2011). Seguirá caminando versos, sin percatarse de que cae la noche con El fuego en mi poder (2015-2017). Se le ha hecho tarde, es hora del retorno a sus afanes cotidianos y el lector abandona la poesía como una casa de Nos diferencia el cuerpo a los sones del Concerto Grosso: "Estrellas flautas y violines aves / y flores violas, del clarín el surco / cavan y mullen sin cesura al cielo / mientras dorado y cálido y no solo / la prodigada y abundosa siembra / del timbal se derrama de su comba / copa, de almo rubor inversa palma / […] Queda solo." No tendrá, entonces, más remedio que volver otro día, no sería raro que lo hiciera tomando "Alhambra: estación de las horas", de Con palabra heredada (1999-2017), como guía de viaje hacía un tiempo sin fecha ni hora, esas eternidades donde ya dijo Juan Ramón que habita la buena poesía: "Ah, intimidad encendida".

En una obra tan abierta y caudalosa como la de Antonio Carvajal es fácil salir y entrar una y otra vez, nunca se agota la sorpresa, el deslumbre, la conversación entre amigos, porque cada poema que ha escrito Antonio Carvajal es un acto de amor, de gozo de vivir, de hondura de pensamiento, de delicadeza, de músicas olvidadas (es, sin duda alguna, el mejor escritor de sonetos del presente y, puede que el único que se ha atrevido a explorar, con la maestría de siempre, los ritmos trovadorescos de la sextina)… y de compromiso, que no es Carvajal muy de encerrarse en torres de marfil. Es un poeta raro, desde luego, pero no por excéntrico, sino por su constante exploración de formas, ritmos, temas, por sus diálogos con la tradición literaria, con la música, con la pintura, con el paisaje, con el campo, con Granada como territorio literario, con el amor, con el daño, con la justicia… La ambición creadora no tiene límites en su obra, no hay una reiteración de temas o modos de encarar el poema, sino la continua muestra del placer de la escritura, del encuentro entre vida y arte. ¿Quieren un solo tema?, ¿para qué?, si "hay un sol de lágrimas /y un mar de sonrisas", como nos dice en uno de los poemas de Una canción más clara (2008).

¿Neobarroco? No creo que sea una apreciación ajustada a lo que ofrece la poesía de Carvajal, más me recuerda a mí -no sé si a él y yerro al recuperar esto- aquello que decía Italo Calvino en la primera de sus Seis propuestas para el próximo milenio (1989), al hilo de una imagen de Cavalcanti evocada por Boccaccio: "El ágil, repentino salto del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad, mientras que lo que muchos consideran la vitalidad de los tiempos, ruidosa, agresiva, piafante y atronadora, pertenece al reino de la muerte, como un cementerio de automóviles herrumbroso".

El antólogo nos ofrece, además, en Nos diferencia el cuerpo, algunos fragmentos de obras de Carvajal escritas para la escena, todas estrenadas en su momento: Mariana en sombras (2002), Juana sin cielo (2020) y Los cisnes en Palacio (2021), que el compositor y cantante lírico Alberto García Demestres transformó en óperas, las dos primeras, y en escena musical, la segunda; y Don Diego de Granada (2004), otra ópera, cuya música compuso esta vez Héctor Eliel Márquez.

Como cierre, en el apartado final, titulado Efímeras (perdidas y halladas), recupera Silvera textos que se publicaron sueltos y otros que permanecían inéditos hasta hoy, donde se encuentran, por ejemplo, las deliciosas y juguetonas réplicas y glosas a las "jaiquillas" del poeta amigo Antonio Piedra o su versión de un poema de Jacobo de Lentini, que es un prodigio de reelaboración del sentido artístico de una lengua en el de otra y no una simple traducción, aparecido recientemente en la edición bilingüe de los sonetos de Lentini, recuperados por Rosario Trovato para la colección Syl-laba Cuadernos de Poesía de la editorial granadina Alhulia, libro que comentaremos próximamente aquí.

Nos diferencia el cuerpo (Antología 1968-2022) es un auténtico festín literario, buena introducción a la lectura de Antonio Carvajal, par a Una perdida estrella (Madrid, Hiperión, 1999), antología anterior al cuidado de  uno de los críticos que mejor lo ha estudiado, Antonio Chicharro Chamorro, y complemento de Extravagante jerarquía (1968-2017) (Valladolid, Fundación Jorge Guiién, 2018), que recoge la poesía completa de Carvajal hasta 2017, en edición del también poeta José Luis López Bretones.

Me comentaba hace nada Manuel Ángel Vázquez Medel, compañero y amigo, que hace tiempo yo mismo había escrito a propósito de Diapasón de Epicuro, otra breve antología publicada en 2004, que Antonio Carvajal era el hombre más libre que había tenido la suerte de conocer. No he cambiado de opinión. Epicúreo, es fiel amigo de la fotografía de Paco Fernández, de la pintura de María Teresa Martín Vivaldi, del pensamiento de Emilio Lledó, de la música de Albéniz, mejor si quien la interpreta es el pianista Guillermo Fernández, de la poesía de Aleixandre… que también son también amigos de vida, claro. Si algo puede decirse con carácter general de la escritura, tan diversa y aventurera, de Antonio Carvajal es que toda ella es una celebración de la amistad (¿anda por ahí el De amicitia de Cicerón o me estoy yendo por los cerros de Úbeda a la Baeza, que a su lado queda, de su admirado Antonio Machado?) y del goce de vivir. No un canto inocente, no, sino una meditación honda y emocionada sobre la vida como regalo, a veces envenenado, a qué negarlo. Recuerda también Vázquez Medel aquellos versos de Carvajal, casi una confesión. Tras ellos sería irrelevante algo más que firmar aquí esta invitación a su lectura:

Porque antes que poeta, y antes que profesor

de vanidades, soy un varón de dolor,

un triste peregrino que busca la alegría.

Tal vez cordial o vano, tal vez 'il miglior fabbro';

Jenaro Talens: "Un marista me dijo en clase 'quiere llegar muy lejos, pero aquí estoy yo para impedírselo"

Jenaro Talens: "Un marista me dijo en clase 'quiere llegar muy lejos, pero aquí estoy yo para impedírselo"

pero pocos entienden que en mis palabras labro

una fosa con flores llamada poesía.

 * Carlos Serrato es escritor y profesor de Literatura.

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