Los diablos azules

Memoria de un desobediente

José Ramón Ripoll

Hablar de poesía en tiempos tan convulsos, donde la urgente necesidad del ser humano consiste en resolver los problemas de la subsistencia cotidiana, podría parecer frívolo e incluso extravagante. Sin embargo, es la labor del poeta hilvanar las palabras, nuestro origen, nuestra lengua y nuestra memoria. La poesía, como el pan, es alimento puro, y en ella el hombre puede encontrar su esencia y unir su voz a los ecos antiguos que el reino de los poderosos no ha logrado extinguir. De alguna manera, la poesía es resistencia contra el empeño de hacernos olvidar quiénes somos, en esta especie de alzhéimer provocado.

José Manuel Caballero Bonald (Jerez, 1926) posiblemente sea el escritor en lengua española que más ha usado la memoria, no sólo como reivindicación personal y colectiva, sino como fundamento de su propia obra. Desde su primer libro de poemas, Las adivinaciones (1952), hasta el último, Desaprendizajes (2015), la vibración punzante del recuerdo ha trepidado de un modo pertinaz. Pero no se trata de una visión nostálgica del pasado, sino de un exponente creativo sobre el que se construye y multiplica la realidad del presente. No en vano, nuestro poeta, además de narrador y ensayista, es autor de dos excelentes libros de memorias –Tiempos de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001)—, que no hay que leerlos solamente como testimonio personal o revelación de una época determinada, sino como una experiencia narrativa y poética de lo vivido e imaginado juntamente. De hecho, su edición definitiva en un solo tomo se agrupa bajo el epígrafe de La novela de la memoria (2010). Es muy difícil centrarse exclusivamente en uno de sus géneros, pues la vasta obra del autor responde a una sutil interconexión entre ellos. Así, sus cinco novelas –desde Dos días de septiembre (1962) hasta Campo de Agramante (1992)— se nutren de elementos provenientes de su poesía, y esta asume a su vez hallazgos y mecanismos del mundo de la narración, incorporando también componentes de su rica labor como ensayista. La poesía está presente en toda la literatura que emana de su pluma, pero es en sus poemas donde se concentra la sustancia de su escritura, adquiriendo una dimensión ética y moral a través de la memoria.

Caballero Bonald forma parte de la Promoción del 50, constituida a raíz del conjunto de poetas que se reunió, en 1959, ante la tumba de Antonio Machado en Colliure (Francia) con motivo de cumplirse los veinte años de su muerte en el exilio. Allí estaban, además de nuestro poeta, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente y Alfonso Costafreda, un grupo definido más por la amistad y por la lucha antifranquista que por un criterio estilístico común. A dicha generación pertenecen por derecho propio y fecha de nacimiento otros poetas de la talla de Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Fernando Quiñones o Antonio Gamoneda. Cada uno de ellos consideraba la poesía de una manera particular, pero todos coincidían en que, además de vehículo de comunicación, uno de sus principales cometidos era conseguir un mundo mejor y más libre y, en definitiva, el derrocamiento de la dictadura franquista.

Como la palabra poética es fundamentalmente conocimiento e introspección en los rincones más escondidos del ser humano, en ningún momento se le asignó un mero papel de denuncia social o panfleto político. Mientras algunos adoptaron un lenguaje más realista bajo el pretexto de facilitar el entendimiento del poema por parte del lector, otros intuyeron que la aprehensión de la realidad sólo era posible a través de métodos indagatorios y radicales en el propio lenguaje. Caballero Bonald pertenece a estos últimos. Su poesía y, por extensión toda su literatura, es el resultado de un proceso vital, complejo y atrevido, que trata de expresar dicha realidad más allá de sus límites, aunque para intentarlo tenga que superar esquemas, presupuestos y formas impuestas en nombre de la inmediatez comunicativa, propagada por los medios de comunicación y el pensamiento uniforme. Nuestro poeta se rebela tanto contra el poder, como contra la trampa en la que caen aquellos que creen combatirlo con la armas trucadas que les han facilitado quienes lo ostentan.

“Yo no puedo escribir si no me siento en la inminente necesidad de defenderme de algo con lo que estoy en radical desacuerdo. El acto de escribir supone para mí un trabajo de aproximación crítica al conocimiento de la realidad y también una forma de resistencia frente al medio que me condiciona”. Son palabras de 1968, pero esa misma insumisión ha seguido candente a lo largo de sus versos, desde los que el poeta arremete contra el estado de cosas que le ha tocado vivir, como ocurre en Manual de infractores (2005), que viene a ser un golpe en la mesa de un hombre indignado por el despotismo político, la avaricia económica, el sectarismo y la reacción ideológica que cobra cada día más protagonismo en la vida pública. Por eso el poeta siente la necesidad de subvertir y trastocar el orden literario establecido. “Desobedecer la norma significa asimilar determinadas novedades estéticas, una vez admitido que la gran literatura está hecha por grandes desobedientes”, ha escrito recientemente.

Si el lenguaje es el eje de la poesía de Caballero Bonald, la memoria es el centro donde se fundamenta su equilibrio. Ella custodia lo vivido y lo por vivir, y en sus recónditos desvanes se encierran los recuerdos más íntimos, pertenecientes a fugaces instantes de la infancia o adolescencia del autor. Mas no se trata de meras remembranzas personales, sino de vívidos episodios que trascienden la órbita del poeta para situarse en el lugar del otro. La autobiografía se convierte así en crónica lírica de una historia común que, gracias a su tratamiento expresivo, transforma el poema en espejo de quien a él se asoma. Poemas como “El patio”, “La llave” o “Antiguo verano” muestran como esos momentos infantiles dan forma una historia de todos desde el momento en que son escritos.

De padre cubano y ascendencia francesa por parte de madre, Caballero Bonald pasa la niñez y juventud en su ciudad natal, y la casa que fue escenario de sus vivencias se derribó para construir un banco, aunque hoy se ubica en su lugar la fundación que lleva el nombre del poeta. Los años jerezanos se desarrollan en un ambiente de bodega y campos de vides que, junto al mar cercano de Sanlúcar, la desembocadura del Guadalquivir y el Coto de Doñana al otro lado del río, configuran el entorno natural de su obra. En Cádiz estudia naútica y astronomía y entra en contacto con los componentes de la revista Platero, en cuyas páginas publica sus primeros poemas. Allí se engrandece su visión del mar, al tiempo que se ensancha su sensación de libertad. El paisaje se convierte en elemento primordial de su escritura, no como simple decorado, sino como elemento generador de su propia trama y estilo, y así surge el territorio de Argónida, una constante en su poesía, porque ya de por sí es un elemento poético imaginario, aunque el autor lo divise físicamente a través de la ventana de su casa en la playa. Ya en su primer libro nos habla de él sin nombrarlo, pero es evidente que fue a partir de los dos años de estancia en Bogotá, como profesor de literatura española y humanidades de la Universidad de Colombia, entre 1960 y 1962, cuando su paisaje interior se cimenta sobre unas sólidas estructuras. El contacto directo con la naturaleza americana, la espesura de su vegetación, el exotismo de su flora, la magia de la realidad y el impacto que recibiera de cuanto estaban llevando a cabo los creadores colombianos propiciaron la aparición nítida de Argónida, a la manera de Comala de Rulfo o Macondo de García Márquez.

En la novela Ágata ojo de gato (1974) se describe Argónida con toda precisión —justo al extremo sur del Coto de Doñana—, y en Descrédito del héroe (1977) —libro que marca un radical cambio estilístico el autor—, se utiliza el término por primera vez, hasta dar título a uno de sus poemarios, Diario de Argónida (1997), pero nada sería de este paraje sin el mar. Tan poderosa es la tendencia del poeta hacia su litoral, que el panorama provocado por la fusión del río con el océano penetra en numerosos poemas o simplemente los encierra. Un río que atraviesa Andalucía, palabra que no aparece en toda su producción poética hasta Entreguerras (2012), y no precisamente acompañada de piropos y panegíricos, pero sí cristalizada en la memoria, formando parte de la conciencia progresiva hasta expandirse finalmente en el mar, como el concepto más universal de todos los que le dan vida y sostiene: “Porque yo provenía interminablemente de una Andalucía vilipendiada por la necedad y la vanagloria y la impudicia…”.

El flamenco, como visceral manifestación de una parte marginal y selecta de esa Andalucía, ocupa un valor significativo en la vida y obra de Caballero Bonald. Como estudioso ha publicado obras tan indispensables como El baile andaluz (1957), Cádiz, Jerez y los Puertos (1963) o Luces y sombras del flamenco (1975), así como el inapreciable trabajo de campo que reunió a una serie de artistas pertenecientes a las castas más rancias, guardianas de formas y estilos a punto de desaparecer, como es el Archivo del cante flamenco, editado en 1968 y digitalizado en 2011.

Cuando nuestro escritor vive una temporada en Palma de Mallorca, como subdirector de la revista Papeles de Son Armadans, escribe un breve cuaderno de cuatro considerables poemas inspirado cada uno de ellos en la soleá, la saeta, el martinete y la seguiriya respectivamente, bajo mitológico título de Anteo (1956), del que puede decirse sin temor que constituye la más cercana e intensa aproximación al flamenco que ha tenido lugar desde el ámbito de la poesía. No en vano, Caballero Bonald es autor de numerosas letras que hoy ya forman parte del patrimonio literario del cante jondo.

Quizás del contacto visceral con el flamenco como forma radical de expresión proceda otra propiedad que envuelve toda la obra del maestro de una manera tonal y telúrica, que consiste en cierto erotismo primitivo, pasional y desnudo. Su poesía no sólo está ungida por una suerte de sensualidad, sino que específicamente trata en varios textos el tema del deseo y el amor como antesala de algo más, que no se sabe si está al alcance de los vivos o, por el contrario, es un reclamo de la muerte. Desde sus primeros poemas, amor y desamor se hacen presentes como ráfagas insertadas entre los versos, y poco a poco, van tomando vida autónoma hasta transfigurarse a veces en filamento medular del poema. Junto a “Mantis”, “Prefiguraciones” o “Llamada perdida”, resulta de extraordinaria belleza “Vivir mirándote”, dedicado implícitamente a su mujer y compañera de toda la vida, Pepa Ramis, insertado en el libro La noche no tiene paredes (2009).

Francisco Brines, "maestro de la poesía española actual", Premio Cervantes 2020

Francisco Brines, "maestro de la poesía española actual", Premio Cervantes 2020

La noche, el manto oscuro que lo cubre todo. Desde el primer poema, “Versículo del Génesis”, “entra la noche como un trueno / por los rompientes de la vida”. La noche, según ha señalado el autor en varias ocasiones es una metáfora de la libertad, porque en ella todo sucede sin la necesaria mascarada a la que obliga el día. En la noche todo es más permisivo, pero también más asumible y revelado, porque no olvidemos que la enjundia final de esta poesía consiste en la revelación tras un subjetivo desvelamiento por parte del lector. El autor da aliento a la palabra poética, pero es el lector, en este caso, por medio de su complicidad con el texto, quien ayuda al poeta a alcanzar su plenitud.

*José Ramón Ripoll es poeta. Fue el responsable de seleccionar y presentar la poesía de Caballero Bonald en la antología José Ramón Ripoll Quién sino tú (Bartleby, 2014).

Más sobre este tema
stats