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Portada de Páradais, de Fernanda Melchor.

Soñar el paraíso y convocar el infierno, esa parece la maldición del género humano según un recordado aserto del Hiperión de Hölderlin. Después del éxito de la sobrecogedora Temporada de huracanes, la mexicana Fernanda Melchor (1982) publica su nueva novela, Páradais (Random House, 2021), y con ella vuelve a situarse en la órbita de escritores que, como Juan Carlos Onetti, José Emilio Pacheco y en especial José Donoso, nos hablan de la sordidez y la desesperanza, y también en la de otros que, como Virgilio Piñera, Griselda Gambaro o Alejandra Pizarnik, recurrieron al sentido crítico o catártico de la escritura de la crueldad.

El título, que nombra la urbanización de lujo donde trabaja como jardinero el protagonista, no deja de ser una ironía, un paraíso impostado que ni siquiera se contempla como un sueño posible. Páradais es una creación artificial rodeada de una vegetación selvática que pugna por entrometerse en su orden, y está cerca del Jamapa, un río cenagoso que para ese trabajador, llamado Polo, representa el sueño perdido de navegarlo con la barca que iba a construir su abuelo antes de morir.

La historia se nos cuenta desde el final, como en la novela anterior, aunque al contrario que aquella —que era polifónica y nos ofrecía las sucesivas miradas de una galería de personajes—, nos muestra siempre el punto de vista de Polo, un muchacho desquiciado que vive aplastado por el sentimiento de la rabia y la frustración, y que cada día al concluir su trabajo acostumbra a reunirse con otro adolescente, al que detesta, el gordo Franco Andrade —hijo rico de un “abogánster”, que dedica su tiempo a devorar dulces y ver telerrealidad y pornografía digital—, para emborracharse hasta perder el sentido de un mundo que también detesta. Mientras Franco se obsesiona con poseer a su atractiva vecina Marián Maroño —una habitual, con su marido e hijos, de las revistas del corazón—, Polo solo piensa en alejarse de su prima Zorayda —cuyo embarazo le produce un arduo conflicto— y de su madre, que lo domina y hasta le maneja el dinero. Poco a poco se irán entreviendo otros perfiles, como el del primo Milton y su vínculo con los narcos, y también el jefe odiado, y los vigilantes y criadas que pululan por esa urbanización de ricos con la que contrasta Progreso, nombre también irónico de la población donde vive el protagonista, separada de Páradais por el turbio Jamapa, y el conjunto refleja en su microcosmos la dramática desigualdad social imperante.

Para quienes han leído la celebrada Temporada de huracanes puede resultar familiar cierta recurrencia en los personajes de Páradais: el drogadicto Luismi espejea en el alcohólico Polo; la adolescente embarazada Norma, en su doble, Zorayda; la Bruja, a su modo, en la artificiosa Condesa Sangrienta. Y hasta había antes un motel llamado Paradiso, cuyo nombre regresa en este Páradais. En ambos libros hallamos además el protagonismo del crimen, el cinismo, la corrupción y la violencia, y una sexualidad instintiva que nada tiene que ver con el sentimiento. En los dos llama además la atención, en especial por estar situadas en México, que esas adolescentes preñadas —una por su padrastro, otra por su primo— se buscan ellas solas los conflictos con sus juegos perversos y provocaciones.

Páradais se nos ofrece como una riada verbal que actúa sobre nosotros como actúan los tragos sobre el protagonista: nos narcotiza con su arrastre, con su selva barroca, donde la autora vuelve a mostrar su virtuosismo en el dominio de la oralidad y en la representación de la sordidez y la barbarie. Los personajes y las situaciones están creados con los cinco sentidos y son casi tangibles —aunque pueden rozar lo caricaturesco—, y esa riada fluye en extensos pasajes sin pausas que apenas permiten un respiro al lector y que contribuyen a intensificar la sensación de ahogo que viven los propios protagonistas, cuyas vidas vegetativas están hundidas en una ciénaga de la que no pueden escapar.

El nombre inglés de la urbanización evoca el despojo frente al imperio del norte, y el gesto de transcribirlo según su pronunciación castellana habla de aquellos a los que ni siquiera las palabras les pertenecen. Melchor vuelve a escribir un buen libro, capaz de arrancarle lirismo a la vulgaridad y de atraparnos con ese vendaval de palabras malsonantes que traducen el resentimiento y la náusea, aunque la maraña barroca puede sentirse como un tanto reiterativa o forzada a veces: lo soez se repite hasta el aturdimiento, con una monotonía que noquea al lector en la sucesión desmedida de elementos repugnantes y palabras gruesas, que hace que la aparente naturalidad delate paradójicamente su artificio.

Por otra parte, la insistencia en la podredumbre puede resultar monolítica, es decir, si todo es podredumbre, deja de haber podredumbre, porque no hay con qué dimensionarla, y da una sensación de falseamiento, de inverosimilitud: las gárgolas de una catedral son lo que son porque también hay ángeles. Esos monstruos fueron por cierto una referencia para ese reconocido maestro de Melchor que fue Donoso, un escritor que se empeñó en retratar la descomposición social pero que en su técnica expresionista incluía atisbos de salida, sea por la vía de la literatura, sea por cierta compasión hacia el patetismo de sus personajes. El mejor ejemplo quizá sea esa entrañable travesti, la Manuela, que protagoniza El lugar sin límites —otra figuración del infierno, tal y como lo nombra Marlowe en su Fausto— y que se empeña en mantener la ilusión y la fantasía en medio del derrumbe.

En Melchor hallamos en algún momento un indicio de esa compasión en Temporada de huracanes, por ejemplo en ese enterrador que les habla a los cadáveres para consolarlos, y también en Páradais, en la mención de ese río donde el protagonista pescaba de madrugada con su abuelo, pero aquí el infierno es literalmente un lugar sin límites, la carcoma del mal lo corroe todo, no hay porvenir ni rendijas de luz, no se salva nada, todo es deleznable y nauseabundo. De este modo, la novela invita a confirmar que la distopía, tan frecuentada en los últimos años, es ciertamente una formulación conservadora que solo puede llevar a la resignación: no hay futuro ni salida, así que puedes permanecer quieto frente a tus pantallas consumiendo tu dinero y tu tiempo en ese eterno presente sin remedio porque cualquier movimiento es inútil. Melchor reproduce —y señala— un doble síntoma de nuestro tiempo: ese barroco que inunda de caos las pantallas y de tatuajes los cuerpos para encubrir el vacío agazapado detrás, y esa adicción a las sensaciones fuertes y sin medida para la violencia, trivializada en forma de signos y píxeles inacabables, como si detrás de ella, también, estuviera solo el vacío.

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Con su escritura desasosegante, Páradais nos obliga a mirarnos como sociedades enfermas, cuya desigualdad social impulsa una barbarie alucinatoria. Esa barbarie ha sido delatada con maestría en films recientes como Parásitos de Bong Joon-ho o Joker de Todd Phillips, y mucho antes, en ese clásico del teatro que es Los invasores de Egon Wolff: en esas tres piezas, una inesperada y siniestra reacción de los desposeídos rompe las costuras del orden establecido y convoca un horror posible que nunca antes se quiso ver. En Paradáis, en cambio, es otra la llamada de atención sobre nuestra era convulsa, donde la fascinación por las emociones intensas puede llevar a ver la crueldad real como una fabulación que solo nos atrapa con su morbo y violencia durante un instante fugaz, y que apenas nos conmueve por repetida y acostumbrada.

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Selena Millares es escritora.

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