EEUU se juega este martes su democracia en medio de una deriva autoritaria
Las elecciones presidenciales de EEUU serán las más transcendentales de la historia reciente del país. Lo serán, ante todo, por sus consecuencias sobre el futuro de un país que, desde hace algo más de una década, atraviesa un profundo proceso de regresión democrática. Esta regresión democrática se fundamenta en tres pilares: el Partido Republicano, el Tribunal Supremo y los estados federados.
El Partido Republicano
En primer lugar, la última década ha consolidado la deriva autoritaria de un Partido Republicano dominado por el movimiento trumpista. En gran medida, las raíces de esta deriva son anteriores a Trump. La elección de Barack Obama, con su consiguiente reacción racista y el nacimiento del movimiento Tea Party, jugó un papel decisivo. Sin embargo, la captura del partido, que comenzó durante el primer mandato de Trump, se consolidó tras las elecciones presidenciales de 2020.
En enero de 2021, una mayoría de los congresistas republicanos votaron en contra de certificar la victoria electoral de Joe Biden, alegando unas irregularidades en el proceso electoral que ningún tribunal federal aceptó. Tras el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, instigado por el propio Trump, los republicanos, obligados a elegir entre defender la integridad del orden constitucional o apoyar a su candidato, optaron por lo segundo. Desde entonces, negar la legitimidad de la victoria electoral de Biden y declarar una lealtad incondicional a Trump se han convertido en las pruebas del algodón para todo aquel que aspire a tener un futuro político en el partido. El propio candidato a vicepresidente, el senador JD Vance, ha sufrido esta conversión, pasando de definir al expresidente como el “Hitler americano” a erguirse como su mayor aliado.
Además de haber envenenado la campaña electoral, la deriva autoritaria del Partido Republicano tendrá consecuencias prácticas para el desarrollo de los comicios. Al contrario que en la gran mayoría de los sistemas federales, las elecciones presidenciales en EEUU las organizan los estados, quienes establecen los reglamentos electorales, organizan la votación, diseñan el sistema de recursos y certifican los resultados que, posteriormente, se envían a Washington. Tras el intento de golpe de Estado de 2020 –frenado, entre otros, por cargos republicanos en distintos estados bisagra–, el partido ha preparado el terreno para volver a impugnar los resultados electorales, copando las juntas electorales estatales y modificando los procesos de certificación de los resultados. En los últimos días, Trump ha vuelto a sembrar dudas sobre los resultados, anticipándose, como ya hiciera hace cuatro años, a una posible derrota por la mínima. Es posible que, de imponerse Harris, los estados que en 2020 defendieron el proceso electoral se muestren incapaces de volver a hacerlo.
La deriva antidemocrática del Partido Republicano también plantea un dilema para el Partido Demócrata: el de aprobar medidas igualmente regresivas pero que favorezcan sus intereses electorales o, por el contrario, defender el orden constitucional pese al coste político que ello pueda conllevar. En 2021, por ejemplo, la legislatura estatal de Nueva York, dominada por los demócratas, aprobó un mapa electoral que favorecía a su propio partido y que fue declarado inconstitucional por el Tribunal Supremo estatal. Como explica Milan Svolik, catedrático de ciencias políticas en la Universidad de Yale, casi más preocupante que la propia medida fue la justificación que se proporcionó: dado que los republicanos habían llevado a cabo reformas similares en estados como Texas o Florida, los demócratas estarían en desventaja si no hicieran lo propio. Este dilema, con vertientes éticas, políticas y jurídicas, se asemeja al que ha sufrido, en la última década, la oposición democrática en Polonia o Hungría.
El Tribunal Supremo
Más allá del Partido Republicano, el segundo pilar de la deriva autoritaria de EEUU es la derechización del Tribunal Supremo. Como explica Leyre Santos en infolibre, lograr una mayoría en el Tribunal Supremo ha sido un objetivo de los republicanos desde hace décadas. Este proceso se acentuó en los años 70 tras la famosa sentencia Roe v. Wade, que decretó el derecho al aborto. Durante su primer mandato, Trump no solo nombró a tres magistrados del Supremo; también cubrió decenas de plazas en los demás niveles de la judicatura federal. La joya de la corona, sin embargo, fue la consolidación de una supermayoría republicana en el Supremo que desembocó, en junio de 2022, en la revocación de Roe v. Wade.
El Tribunal Supremo pos-trumpista no siempre ha apoyado las pretensiones de los republicanos. En 2020, rechazó los intentos de Trump de cuestionar los resultados electorales en distintos estados. Sin embargo, ha mostrado un apoyo inquebrantable en otros ámbitos. En los últimos años, el Supremo ha reducido el poder de instituciones como la Agencia de Protección Ambiental; declarando inconstitucionales leyes que regulan el uso de armas de fuego; limitado el alcance de la Ley de Derecho al Voto de 1965; y reforzado la inmunidad del presidente de los EEUU. Como concluye Thomas Keck, catedrático de ciencias políticas en la Universidad de Syracuse, no es descabellado considerar que el actual Tribunal Supremo está liderando “el episodio más claro de control judicial abusivo en la historia de EEUU.”
Los estados y la teocracia subnacional de EEUU
El tercer pilar de la regresión democrática de EEUU lo componen los propios estados. Tras la guerra de la independencia, la convención constitucional de Filadelfia aprobó una Constitución profundamente descentralizada. Aunque el equilibrio competencial entre el Gobierno federal y los estados ha variado a lo largo de los siglos, los últimos años han desembocado en una batalla cada vez más obvia por descentralizar la regulación de cuestiones como la libertad religiosa, el aborto o los derechos sociales. Bajo el pretexto de “devolver” a los estados estas competencias, esta tendencia ha permitido a los estados más conservadores implantar leyes cada vez más restrictivas.
El ejemplo más evidente es el del aborto, uno de los ejes de la campaña electoral. Sin embargo, este no ha sido el único derecho afectado por el creciente fanatismo religioso de algunos estados. En los últimos años, estados como Florida, Texas, Misuri o Carolina del Sur han prohibido el uso, en los colegios, de libros que traten temas relacionados con la esclavitud, los derechos LGTBI o la sexualidad. Utah, Idaho, Montana, Mississippi, Arkansas, Kentucky o Tennessee, entre otros, han aprobado leyes que restringen los derechos de la población trans, abarcando asuntos como su acceso a consultas médicas o su participación en acontecimientos deportivos. El pasado mes de enero, Alabama autorizó la ejecución de un prisionero mediante el uso de gas de nitrógeno, un método considerado especialmente cruel e inhumano por activistas contra la pena de muerte. En febrero, el Tribunal Supremo de este mismo estado dictó una sentencia declarando que los embriones congelados debían considerarse “niños”. En julio, Luisiana aprobó una ley que permitirá a los jueces estatales decretar la castración quirúrgica como castigo para los culpables de ciertos delitos sexuales contra menores.
La creciente radicalización de algunos sectores del país ha desembocado en un auge del nacionalismo cristiano, un movimiento que cuenta con el apoyo de un 21% del electorado republicano. Esto, a su vez, ha dado lugar a una brecha cada vez más evidente entre los estados progresistas y aquellos que, bajo el paraguas de la “libertad”, abogan por un sistema político abiertamente teocrático.
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El futuro inmediato de EEUU dependerá, en gran medida, de los resultados electorales del próximo martes. Estos, sin embargo, no serán sino el comienzo de la larga lucha por la democracia americana. En primer lugar, porque como ya sucediera en 2020, el período más peligroso no será anterior a las elecciones, sino el que comenzará en la misma noche electoral. De perder Trump, es probable que se ponga en marcha una maquinaria política y judicial, alentada por la desinformación propagada por Elon Musk, para frenar la toma de posesión de Harris. En segundo lugar, porque muchas de las tendencias subyacentes van más allá de unas elecciones presidenciales: reflejan la deriva teocrática de varios estados y la radicalización de un sector del electorado cada vez más disociado de la realidad. Por último, porque una democracia no se sostiene sin el compromiso democrático de sus dos principales partidos. Hasta que el Partido Republicano no vuelva a anteponer la defensa de la Constitución a sus propios intereses políticos, EEUU no comenzará a salir de su deriva autoritaria.
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Guillermo Íñiguez es doctorando en Derecho en la Universidad de Oxford y fellow en Future Policy Lab.