Contra el imperialismo de Rusia se impone una oleada internacionalista

Un nuevo imperialismo amenaza la paz mundial y es ruso. La invasión rusa de Ucrania obliga finalmente a afrontar esta realidad. Esta verdad se encuentra ante nuestros ojos desde hace una década, precisamente desde el inicio, en marzo de 2012, del tercer mandato presidencial de Vladimir Putin, en el poder en Moscú de forma ininterrumpida desde hace casi un cuarto de siglo.

Esta verdad, ampliamente documentada en Mediapart (socio editorial de infoLibre), es la de un imperialismo de venganza, impulsado por el resentimiento de las naciones caídas que convierten sus heridas en agresiones contra otros pueblos. Es también un imperialismo de misión, convencido de defender una visión del mundo conservadora e identitaria, alternativa a los ideales democráticos asimilados a una decadencia occidental.

Y es, por último, la de una potencia nuclear a merced de un hombre y su clan oligárquico, que ha oscilado entre el autoritarismo y la dictadura, asesinado a opositores y periodistas, amordazado y encarcelado a los disidentes políticos, prohibido las organizaciones de la sociedad civil y demonizado cualquier protesta en manos extranjeras.

Aparte de su propia población, a la que esta huida adelante guerrera aparta de sus aspiraciones sociales y de sus reivindicaciones democráticas, el primer objetivo de este imperialismo es el derecho de autodeterminación de los pueblos, su derecho a elegir su destino, su libertad para inventar su futuro.

Este ha sido el principal resorte de la crisis ucraniana desde 2014. Pero también es la razón de la intervención rusa en Siria, que acudió en ayuda de una de las peores dictaduras del mundo árabe en 2015. También fue el caso de la segunda guerra de Chechenia en 1999, cuando Vladimir Putin afirmó su poder mediante la violencia librando una guerra de exterminio contra las voluntades independentistas de un pueblo del Cáucaso.

Hace ocho años, con la anexión rusa de la Crimea ucraniana, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial un Estado europeo se apoderaba de una región que formaba parte de otro Estado europeo. Pero esta violencia no respondía a ninguna agresión que no fuera la que Vladimir Putin y sus seguidores veían como la aspiración democrática del pueblo ucraniano expresada en su deseo de formalizar una asociación con la Unión Europea.

De hecho, fue la negativa del entonces presidente de Kiev a aceptar esta asociación en favor de un acuerdo con Rusia lo que desencadenó la movilización popular del Euromaidán. Lejos de las argucias propagandísticas sobre una supuesta amenaza de la OTAN, Rusia puso en marcha, contra este auge democrático, de facto, un ciclo de guerra en el corazón del continente europeo del que la invasión de Ucrania es hoy el resultado.

La invasión de Ucrania nos obliga a tomar la medida de la amenaza sin precedentes que supone el nuevo imperialismo ruso. Exige una oleada de solidaridad internacional para defender y ayudar al pueblo ucraniano que se resiste

Indiferentes o inconscientes, fueron muchos los que, diplomáticos o políticos, se tranquilizaron reduciendo la anexión de Crimea a un asunto interno del espacio geopolítico ruso. Sus anteojeras ideológicas, o más prosaicamente sus prejuicios, con respecto a los pueblos no europeos, especialmente los musulmanes, les impidieron ver más allá. Porque, para tomar a tiempo la medida de la dinámica agresiva de este nuevo imperialismo encarnado por Vladimir Putin, deberían haber prestado más atención al trágico destino del pueblo sirio.

Si les hubieran apoyado, acogido y escuchado, lo habrían sabido. Convertida en el epicentro de las revoluciones democráticas árabes tras el golpe militar egipcio de 2013, Siria fue el primer teatro de la expansión militar rusa fuera del antiguo espacio soviético, ampliada desde entonces por sus incursiones africanas, sobre todo subsaharianas, al amparo de los mercenarios del grupo Wagner.

Sin renunciar nunca a los crímenes de guerra contra la población civil, la intervención rusa salvó así al régimen sanguinario de Bashar al-Assad, contra el que, en 2011, tras el levantamiento de Túnez, se había logrado la unidad pacífica del pueblo sirio en su diversidad confesional y partidista.

Al mismo tiempo que afirmaba su poder fuera de Rusia, el régimen de Putin radicalizaba su violencia en la política interior. Su curso imperial se estaba convirtiendo también en un curso dictatorial. El inicio de la guerra en Ucrania estuvo marcado por dos acontecimientos que simbolizaron su capacidad transgresora, a la manera de un Estado canalla.

El 17 de julio de 2014, un Boeing de Malaysia Airlines (283 pasajeros y 15 tripulantes) caía derribado en pleno vuelo sobre la región de Donetsk, en el Este de Ucrania, bajo control de los separatistas prorrusos. Las revelaciones iniciales de CORRECT!V, de las que se hizo eco Mediapart, sobre la responsabilidad de Rusia en este crimen, fueron posteriormente confirmadas por las investigaciones internacionales.

Después, el 27 de febrero de 2015, Boris Nemtsov, opositor político de Vladimir Putin, fue asesinado en un puente de Moscú, a pocos pasos del Kremlin. Estaba a punto de publicar un informe sobre la guerra rusa en Ucrania, contra la que había llamado a la población a movilizarse. Desde entonces, se han multiplicado las operaciones de los servicios especiales rusos contra opositores y disidentes, incluso mediante envenenamientos letales cometidos en el extranjero.

Alexei Navalny, que se ha convertido en la principal figura de la oposición, se ha librado milagrosamente de un asesinato similar gracias a la intervención alemana, y ahora languidece en la cárcel acusado de algo totalmente fabricado, al igual que otros disidentes. Poco antes de su detención, había difundido un vídeo de investigación de su Fundación Anticorrupción sobre el “palacio de Putin”, símbolo del cinismo de un poder cuya base social es el capitalismo rapaz y depredador.

Progresivamente, las autoridades de Moscú han ido acabando con lo que quedaba de expresión pública, plural e independiente de la sociedad civil rusa. En los medios de comunicación reina la propaganda, sin espacio para la contestación. Al perseguir a las ONG que reciben ayuda externa, sobre todo de fundaciones extranjeras, una ley de 2012 allanó el camino para su marginación, y luego su prohibición, tras endurecerse en 2020, exigiéndoles que se declaren “agentes extranjeros”.

En este contexto, la leyenda ocupa ahora el lugar de la realidad; el pasado, no más que el presente, no puede ser revalorizado ni discutido. Así, el 28 de diciembre de 2021, el Tribunal Supremo ruso dictó la disolución de la ONG Memorial, fundada en 1989 con el apoyo de Andrei Sájarov, físico nuclear, padre de la bomba H soviética y premio Nobel de la Paz. Además de defender los derechos humanos, Memorial se encargó de documentar los crímenes del estalinismo, de exhumar los yacimientos, campos y fosas comunes, y de rehabilitar a todas sus víctimas. 

Espectro nacido de las ruinas de la URSS, Vladimir Putin ofrece una síntesis del zarismo gran ruso y del estalinismo comunista

Esta es la realidad del régimen de Putin, en pocas palabras. Es imposible detectar en él un ápice de ideales progresistas, principios democráticos y moral política. La extrema derecha, especialmente en Francia, no se ha equivocado, buscando su financiación y cortejando a sus dirigentes, como han demostrado sobradamente nuestras investigaciones. Desde la campaña por el Brexit identitario en Gran Bretaña hasta la elección del supremacista Donald Trump en Estados Unidos, el Kremlin no dudó en servir a sus intereses utilizando todas las armas virtuales que ofrece la revolución digital, la desinformación, la intoxicación y la manipulación.

Pero con la invasión de Ucrania, Vladimir Putin está desplegando armas reales sobre Europa, incluida la amenaza nuclear, a la manera de un nuevo Doctor Strangelove. Cualesquiera que sean las patologías del poder personal, su soledad y paranoia, las especulaciones sobre su irracionalidad o locura pasan por alto lo esencial: la coherencia del proyecto imperial, largamente pensado y madurado, que pone en marcha una Rusia agresiva y conquistadora.

Ya en 2015, el año siguiente al inicio de la crisis ucraniana, un ensayo meticulosamente documentado permitía entenderlo. Dans la tête de Vladimir Poutine, de Michel Eltchaninoff, es un inventario exhaustivo de las ideologías que mueven a Vladimir Putin. Después de volver en 2012 a la Presidencia de Rusia, tras el interludio ficticio en el que fue primer ministro de su mano derecha, Dmitri Medvédev, inauguró un reivindicado giro conservador del que la “vía rusa” será la señal.

En una ensalada rusa donde se mezclan intelectuales grandes rusos con el zarismo, rusos blancos frente a los bolcheviques y Alexander Solzhenitsyn en la disidencia soviética, destaca una constante: la promoción de una Rusia eterna, basada en su identidad cristiana y eslava, como alternativa a la democracia moderna, reducida a un engaño occidental. En un foro de la juventud celebrado en agosto de 2014 en Crimea, pocos meses después de su anexión, un académico moscovita y putiniano resumió lo que estaba en juego: “Erigirse como una civilización separada [...] o creerse el salvador conservador de Europa”.

La postura victimista frente a un Occidente que, bajo la dominación norteamericana, se mostraría agresivo y despectivo hunde sus raíces en una vieja retórica que el filósofo anticomunista Ivan Ilyin (1883-1954) resumió en estos términos: “Los pueblos occidentales no comprenden ni apoyan la originalidad rusa”, siendo su objetivo, por tanto, “desmembrar Rusia para someterla al control occidental, deshacerla y finalmente hacerla desaparecer”. Ahora bien, la administración presidencial rusa regaló a todos los altos funcionarios, gobernantes y cuadros del partido Rusia Unida Nuestras Misiones, uno de los ensayos programáticos de Ilyin, quien fuera brevemente seducido por el nazismo...

Hace mil años que se libra una batalla contra Rusia. Los días actuales no son una excepción, esta lucha de Occidente contra Rusia nunca terminará.

Viatcheslav Nikonov — Historiador próximo al Kremlin

El 18 de marzo de 2014, en su discurso ante la Federación Rusa tras la anexión de Crimea, Vladimir Putin se hizo eco explícitamente de ello: “La política de contención de Rusia, que continuó en los siglos XVIII, XIX y XX, continúa hoy. Siguen intentando arrinconarnos”. El 8 de abril de 2014, en una entrevista concedida a Pravda, un historiador cercano al Kremlin, Viacheslav Nikonov, que no es otro que el nieto de Viacheslav Molotov, ministro de Asuntos Exteriores de Stalin y firmante del pacto germano-soviético de 1939, añadió: “Desde hace mil años se libra una batalla contra Rusia. Los días actuales no son una excepción, esta lucha de Occidente contra Rusia no cesará nunca”.

Fantasma nacido de los escombros de la URSS, cuya caída en 1991 no dudó en calificar el 25 de abril de 2005 como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo”, Vladimir Putin ofrece una síntesis del zarismo gran ruso y del estalinismo comunista. No hay nada ilógico en esto cuando sabemos cómo, haciendo una limpieza asesina de los ideales internacionalistas de la revolución de 1917, José Stalin redujo el sovietismo a un amor ciego por la gran patria rusa, a una cultura de obediencia militar y a los órganos de represión y espionaje –la KGB, que se convirtió en el FSB, donde Putin comenzó su carrera– convertidos en la columna vertebral del Estado.

Lejos de ser una especulación al azar, esta filiación la reivindica el propio presidente ruso en su discurso del 21 de febrero de 2022 que, anunciando la aceleración de su ofensiva contra Ucrania y Europa, dejó atónito al mundo entero. En su discurso, negó la existencia misma de Ucrania, de la que dijo que era una “invención” de los bolcheviques y reinterpretó el momento fundacional del cisma entre el leninismo y el estalinismo, que su oposición de izquierdas, el trotskismo, mantendría vivo más tarde: la cuestión de las nacionalidades.

Para Putin, la falta indeleble de Lenin –“mucho peor que un error [...] desde el punto de vista del destino histórico de Rusia y de sus pueblos”– fue haber querido “satisfacer sin contar las ambiciones nacionalistas incesantes en los confines del antiguo imperio”. Negándose a equiparar un imperialismo opresor de conquista y dominación colonial con los nacionalismos que se rebelaron para emanciparse de él, Lenin defendió el derecho de los pueblos a la autodeterminación, mientras que Stalin pretendía subordinar las pequeñas naciones del caído imperio zarista a la dominación rusa.

Al igual que la cuestión colonial sigue afectando al presente de nuestras sociedades –sus diversidades, discriminaciones y racismos, etc.–, esta cuestión de las nacionalidades está en el centro de la persistencia del pasado estalinista en la ideología de Putin. La única obra teórica de Stalin, escrita en 1913 bajo la supervisión de Lenin, El marxismo y la cuestión nacional, le ofreció el cargo de comisario de las nacionalidades desde el inicio de la revolución rusa hasta 1923. Se distinguió por un chovinismo gran ruso, oponiéndose a la autodeterminación hasta el punto de juzgar contrarrevolucionarias las demandas de secesión, en particular de Ucrania. Ya.

La propaganda de Putin disfraza la agresión de victimismo

Exactamente un siglo después –la URSS se creó en 1922–, Putin se presenta así como el heredero político de Stalin. Cuando en agosto de 1922 se redactó el primer proyecto que definía las relaciones entre las futuras repúblicas soviéticas y Rusia, Stalin sólo quería concederles una vaga autonomía dentro de una federación totalmente subordinada a Rusia. Lenin se oponía tan ferozmente a ello que, aparte de su tardía comprensión de que “Stalin, al convertirse en secretario general, había concentrado en sus manos un poder ilimitado”, esta cuestión iba a ser su última lucha antes de que la enfermedad se lo llevara.

En su famoso Testamento, escrito en diciembre de 1922 y mantenido en secreto durante mucho tiempo por las autoridades soviéticas, Lenin denunció la “campaña verdaderamente nacionalista gran rusa” de Stalin, a quien describió en términos poco amistosos como “georgiano que acusa despectivamente a los demás de social-nacionalismo cuando él mismo no sólo es un verdadero y genuino social-nacionalista, sino un burdo agente gran ruso”.

En cambio, el actual ocupante del Kremlin, en su discurso del 21 de febrero, reconoce que Stalin “realizó plenamente no las ideas de Lenin, sino sus propias ideas sobre el Estado”, es decir, “un Estado estrictamente centralizado y totalmente unitario”. Sólo se queja de no haber “revisado formalmente los principios leninistas proclamados en el nacimiento de la URSS”, es decir, de no haber cuestionado sobre el papel el derecho de las repúblicas a la autodeterminación y a la separación. Tantas, afirma, “fantasías odiosas y utópicas inspiradas en la revolución, absolutamente destructivas para cualquier Estado normal”.

Más que un signo de sinrazón, las divagaciones históricas de Vladimir Putin para justificar su guerra de agresión indican la coherencia y el peligro de su proyecto. Este pasado muerto que captura la vivacidad del presente es el resorte principal de las ideologías del resentimiento que hacen naciones peligrosas. Su estribillo obsesivo es la humillación sufrida y la grandeza perdida, alimentando la convicción de que esta última sólo puede recuperarse vengando la primera.

Refiriéndose al fin de la Unión Soviética en su discurso del 24 de febrero que acompañó a la invasión de Ucrania, Putin afirmó que había aprendido de ella que “la parálisis del poder y de la voluntad es el primer paso hacia la degradación total y la desaparición completa”.

A esto le sigue una diatriba contra Estados Unidos y sus aliados europeos, ese “Occidente colectivo”; dice: “Han intentado hundirnos, acabar con nosotros y destruirnos definitivamente”. De “destruir”, insiste, “nuestros valores tradicionales y de imponernos sus seudovalores”, que conducen “a la degradación y la degeneración porque son contrarios a la propia naturaleza humana”.

Este disfraz de la agresión como victimismo es la trampa que tiende la propaganda de Putin, que oculta en ella su voluntad de poder como una necesidad defensiva. La supuesta amenaza militar de la OTAN se blande para ahogar la aspiración democrática de los pueblos de Europa Central y Oriental.

Ni que decir tiene que la acumulación, en las últimas tres décadas, por parte de EEUU y de sus aliados, de oportunidades perdidas, la ceguera persistente y los trágicos errores dan a esta retórica tal consistencia que lógicamente es bien recibida por los pueblos que han sufrido las consecuencias y han pagado el precio.

Todas estas faltas, incluso crímenes, de Occidente no pueden excusar la agresión rusa. Sin duda, han favorecido el advenimiento del imperialismo ruso. Pero no son la causa

Sí, Occidente, como realidad política, estaba intoxicado por su victoria por defecto tras el colapso de la URSS sobre sí misma en 1991. Al pactar con la nueva clase dominante que se enriquecía saqueando el botín de la Unión Soviética, se comportó como una potencia arrogante y dominante, impulsada por su creencia en el fin de la historia, que el capitalismo, libre de toda traba y amenaza, llevaría a término.

Sí, a partir de 2001 y de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, Occidente se embarcó durante la década siguiente, desde Afganistán hasta Irak, en una guerra contra el terrorismo tan engañosa como desastrosa, violando el derecho internacional, pisoteando la soberanía de las naciones, multiplicando las violaciones de los derechos humanos, tolerando la tortura, las detenciones ilegales y los crímenes de guerra. Todo ello mientras se acepta la continua violación, incluso la negación, de los derechos del pueblo palestino a un estado soberano.

Sí, cuando surgieron las revoluciones democráticas árabes en 2011, en lugar de solidarizarse con ellas, Occidente se preocupó por la persistencia de su dominación hasta el punto de pactar aún más con el viejo orden de las monarquías absolutistas y las dictaduras nacionalistas. La Francia de Nicolas Sarkozy incluso añadió, con la intervención en Libia a la que Rusia y China no se opusieron, la mentira de una guerra con motivos inconfesables, porque esconden sus propias corrupciones.

Sí, desde el inicio de la crisis ucraniana en 2014, Europa se ha mostrado pusilánime, en una mezcla de desconocimiento y vacilación. Aunque no tuvo reparos en hacer negocios con la oligarquía de Putin, hasta el punto de tolerar la venalidad prorrusa de algunos de sus antiguos dirigentes, se apoyó en la alianza atlántica dominada por Estados Unidos en lugar de afirmarse como potencia autónoma, incluso en materia de defensa. Al mismo tiempo, se apartaba del mundo, atrincherándose en una fortaleza de seguridad e identidad.

La Europa que redescubre la guerra en su continente, con su reguero de refugiados, catástrofes y miseria, es la misma que la mayoría de las veces, sobre todo en Francia, ha cerrado sus puertas a las humanidades heridas que le llegan, negándose a reinventar una relación de interdependencia y solidaridad con los pueblos mediterráneos y africanos.

Esto se ilustra en los últimos días con el racismo trivializado y tolerado que ha mostrado la necesaria movilización para acoger a los ucranianos que huyen de los combates: se acompañó de discursos sobre el hecho de que se parecían a nosotros (en definitiva, que eran blancos) y que se trataba de una emigración “de calidad” (en contraposición a las migraciones de otros lugares). Mientras tanto, los no europeos, especialmente los africanos, que hacían lo mismo en las fronteras de Ucrania, fueron rechazados sin miramientos (leer nuestro reportaje en la frontera con Polonia).

Sin embargo, todos estos errores —por no decir crímenes— de Occidente no pueden excusar, y mucho menos explicar, la agresión rusa. Ciertamente han favorecido el advenimiento de este imperialismo ruso agresivo, conquistador y reaccionario que encarna Vladimir Putin. Pero no son la causa, ya que esta “vía rusa” que quiere imponer al mundo tiene su propia lógica.

La invasión de Ucrania nos ha obligado a tomar conciencia, aunque tardíamente, de una novedad brutal que debemos afrontar en lugar de reducirla a viejos patrones, automatismos de pensamiento o reflejos “campistas”. Quienes no sienten simpatía por los estragos de un capitalismo económicamente depredador, ecológicamente devastador y geopolíticamente dominante, no pueden esgrimirlos como absolución de la agresión rusa o como razón para abstenerse del deber de solidaridad con el pueblo ucraniano.

Ya durante las guerras yugoslavas (1991-2001), primer momento del retorno del choque de armas en Europa, fue necesario enfrentarse a esta novedad de estados y ejércitos resultantes del derrumbe del socialismo real que propugnaban una ideología asesina, nacionalista y racista, hasta el punto de cometer crímenes contra la humanidad, de los que fueron víctimas los musulmanes de la ex-Yugoslavia.

La disyuntiva era no hacer nada y lavarse las manos, lo que era impensable tanto moral como políticamente, sobre todo después del crimen genocida de Srebrenica en Bosnia, o actuar, aunque supusiera aceptar que la respuesta se hiciera en un marco discutido y cuestionable –en este caso, para Kosovo, el de la OTAN al margen de un mandato de la ONU–. (Escribí un ensayo sobre esto en 1999, L'Épreuve (Stock).

El llamamiento de las izquierdas ucranianas, rusas y polacas

Sin embargo, es fácil salir de este falso dilema: basta con escuchar a los primeros interesados, en particular a las voces ucranianas, rusas y polacas que comparten los compromisos socialistas y antiimperialistas de las izquierdas radicales europeas. Para ellos, como durante la intervención rusa en Siria (leer aquí una tribuna de Farouk Mardam Bey), no hay debate, salvo hacerse cómplice de una nueva dominación opresiva y criminal.

Este es el caso del Movimiento Social, una nueva organización política en Ucrania que reúne a sindicalistas y activistas de varias antiguas organizaciones de izquierda. Denunciando “el resurgimiento del imperialismo ruso”, lanzó “un llamamiento a la izquierda internacional para que condenase la política imperialista del Kremlin y se solidarizase con quienes han sufrido una guerra que dura ya casi ocho años”.

“Desgraciadamente”, dice, “el declive del imperialismo estadounidense no ha ido acompañado del auge de un orden mundial más democrático, sino del ascenso de otros imperialismos y movimientos fundamentalistas y nacionalistas. Por ello, la izquierda internacionalista, acostumbrada a luchar únicamente contra el imperialismo occidental, debería replantearse su estrategia. […] Así como el imperio ruso fue el gendarme de Europa en el siglo XIX, el régimen de Putin es ahora el garante de la ausencia de cambios sociales y políticos en el espacio postsoviético”.

El historiador ruso Ilya Budraitskis, que vive en Moscú y sigue siendo uno de los críticos de izquierda del régimen de Putin, afirma lo mismo en una entrevista al diario esloveno Dnevnik: “La izquierda europea ha perdido todo interés por el internacionalismo. Ven el mundo como un conflicto entre el imperialismo estadounidense y los que se oponen a él. […] Entre ellos, sorprendentemente, hay simpatía por Putin, porque se resiste a la dominación política de Estados Unidos. Me parece que, a la luz del conflicto en Ucrania, es urgente renovar el enfoque internacionalista de la izquierda europea”.

A la izquierda occidental: no estáis obligados a amar a la OTAN, pero Rusia no es la parte más débil y amenazada

Razem — Partido de la izquierda polaca

“Sería muy conveniente para nosotros”, añade Ilya Boudraitskis con sentido del humor, aunque haga sonar la alarma: “Estamos en una situación peor que durante la Guerra Fría”. ¿Por qué? Porque la “ética de la responsabilidad” ha desertado de las relaciones internacionales, por ambas partes, explica. Y porque la Rusia de Putin, a diferencia de la Unión Soviética durante la Guerra Fría, “no puede pretender ofrecer una alternativa ideológica, política, social o económica al orden estadounidense”.

Por último, desde Polonia, se escucha este otro discurso “a la izquierda occidental: no tiene que gustarle la OTAN, pero Rusia no es la parte más débil y amenazada”. Proviene del partido de izquierdas Razem, que significa “juntos” y cuya orientación lo sitúa cerca de Podemos o de algunos miembros de Francia Insumisa.

“Desde hace décadas” —escriben cuatro de sus dirigentes—, “Rusia intenta presentarse como una víctima rodeada de fuerzas hostiles que amenazan su seguridad. Los hechos lo contradicen. Rusia, con un poderoso Ejército, un potente arsenal de cabezas nucleares y ambiciones imperiales, es la que trata de imponer su voluntad a sus países vecinos, y a eso debe oponerse la izquierda”.

En resumen, frente a este nuevo imperialismo ruso, no hay lugar para vacilaciones. Cualquier postura equidistante, refiriéndose a oponentes que son ambos amenazantes, equivale a subestimar la novedad y el peligro. En consecuencia, la respuesta no puede ser retirarse a un Aventino nacional, en una posición ilusoria de equilibrio con el pretexto del no alineamiento. Ante un peligro de esta magnitud, no hay otra respuesta que el internacionalismo, ese internacionalismo cuyo abandono por parte de las izquierdas europeas ha allanado el camino para el retorno de los nacionalismos identitarios y xenófobos. Y, como consecuencia, de un nuevo imperialismo conquistador y dominador.

Además, la génesis de este movimiento subraya hasta qué punto cualquier ambigüedad hacia el régimen de Putin equivale a descartar una cuestión decisiva desde el punto de vista de la emancipación, de sus luchas y de sus reivindicaciones: la cuestión democrática. Como atestiguan sus partidarios de la extrema derecha, la tolerancia hacia el actual Gobierno ruso es un indicio de la escasa exigencia de libertades, y eso es un eufemismo: de hecho, una fascinación por los poderes autoritarios.

En 1941, al estallar la Segunda Guerra Mundial, George Orwell se enfrentó a los intelectuales de izquierdas, reacios a alinearse con su gobierno en la lucha contra el nazismo, y les concedió de buen grado todos los defectos del régimen británico, que seguía siendo un imperio. “Después de todo, si los alemanes son crueles con los polacos, nuestro propio comportamiento en India no es mucho mejor”, escribió, por ejemplo. Pero fue para afirmar mejor, como una evidencia silenciosa, que si bien un crimen es un crimen, lo cometa una democracia o una dictadura, no hay equivalencia entre los dos regímenes: uno permite contestarlo cuando el otro lo prohíbe: “En un país como el nuestro, no tenemos miedo de dar la cara y decir lo que pensamos”.

Para que el pueblo ucraniano hoy, el pueblo ruso mañana, los demás pueblos de Europa Central y Oriental, puedan levantarse y decir lo que piensan y elegir libremente su destino, no hay otra urgencia que apoyar, defender y ayudar, incluso militarmente, a los que resisten a la agresión de este nuevo imperialismo ruso.

Traducción: Mariola Moreno

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