Hubo un tiempo en que el periodista no podía acudir al socorrido recurso de Internet y la magia de Google para documentarse. Tampoco recurrir a los sofisticados y no menos burocráticos gabinetes de prensa, ni encontrarse con portavoces oficiales que transmitieran estudiados mensajes, ni sacar el móvil para conectarse con el mundo ni, casi casi, echar mano de ninguna de las herramientas que han democratizado la comunicación, pero que también la han recluido dentro del ordenador.
En ese tiempo, un joven reportero con ganas de pasar el día recorriendo las calles en busca de sucesos, de encontrarlos y desentrañarlos cara a cara con el interlocutor, y de escribirlos con su poso y su fondo, se acercó a la redacción del diario El País. Solo tenía bajo el brazo una historia, amén de una motivación: hacer un tipo de periodismo diferente, más narrativo. De narraciones de no ficción, de un realismo que es a veces más escabroso y más intenso y más esclarecedor que lo imaginario, con personas reales como protagonistas, gente con su nombre y sus apellidos, con su rostro irrepetible. Y con su sinfín de problemas que pedían a gritos ser contados.
Aquel reportero enseguida comenzó a abrirse un hueco en la sección de Madrid como cronista negro, contador de sucesos, de relatos de adicciones a la heroína y muertes por sobredosis, de atracos a bancos con recortadas, de motines carcelarios. Treinta años después, ese periodista de nombre Javier Valenzuela, hoy director de tintaLibre, publica en Libros del K.O sus Crónicas quinquis, una selección de una veintena de aquellos artículos, que llegaron a los quioscos entre 1982 y 1986.
Ver másReporteros de guerra, un oficio en extinción
“Era el mundo de los yonquis, de los Seat 124, de las escopetas recortadas, de la música de los Chunguitos, y la de los Chichos…”, recuerda el autor. Pero también de una grave crisis económica que marginalizó a una buena parte de la población de la periferia de las ciudades, confinada en sus barracones verticales. O en la cárcel, por ejemplo, la de Carabanchel. Allí se había introducido Valenzuela junto al fotógrafo Raúl Cancio para dar cuenta de una realidad desde dentro, desde el interior de lo encerrado, cuando una alarma por alerta de fuga los dejó atrapados con los reclusos en la tercera galería de la prisión.
También relató el calvario de 'El Nani', el primer desaparecido de la democracia a manos de la policía, torturado tras su detención y, una vez muerto, arrojado a un pantano. O las vicisitudes de los “inspectores de alcantarillas”, un cuerpo policial destinado a la vida en el subsuelo, o el de un “detective de hotel”, de uno de los mejores de Madrid, y de su lucha contra ladrones y demás maleantes y de sus sustos con las rockstars y sus sobredosis de habitación de lujo. Y el entierro de Tierno Galván, el alcalde socialista que a su deceso fue homenajeado por las multitudes a las que había traído una Movida que poco a poco se fue con él. Como con él se fue también Valenzuela, firmando con esta su última crónica negra en la capital, y la última que se presenta en el libro, para partir a Beirut como corresponsal de guerra y pasar a contar otras historias que ya son historia.
Lo que distingue a estos artículos de los millones y millones que pueden circular hoy, lo dice el propio Valenzuela, es precisamente su sempiterna presencia en el lugar de los hechos. Su calidad de auténtico testigo. Nada se cuenta de oídas, y nada se cuenta sin sentimiento. Aquel modo de narrar, del que “ya queda poco”, al menos en España, vive ahora un nuevo renacer en América Latina. Es el llamado Nuevo periodismo, practicado en Estados Unidos por Tom Wolfe y por Gay Talese, por Hunter S. Thompson y por Truman Capote, y que hoy ecuentra su eco en publicaciones del sur como Gatopardo, El malpensante, Etiqueta Negra, El El malpensante Etiqueta NegraEl Puercoespín… y desde hace tres meses, también en tintaLibre.
Hubo un tiempo en que el periodista no podía acudir al socorrido recurso de Internet y la magia de Google para documentarse. Tampoco recurrir a los sofisticados y no menos burocráticos gabinetes de prensa, ni encontrarse con portavoces oficiales que transmitieran estudiados mensajes, ni sacar el móvil para conectarse con el mundo ni, casi casi, echar mano de ninguna de las herramientas que han democratizado la comunicación, pero que también la han recluido dentro del ordenador.