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Muros sin Fronteras

España, un extravío ético

Las guerras civiles tienen una mala solución política porque se meten debajo de la piel de las personas, dividen familias y pueblos. Tampoco es fácil salir de dictaduras en las que la vida pende de la obediencia: aquí los sumisos; allá, los muertos y desaparecidos. En ambos casos es necesaria una reconstrucción ética, resintonizar principios y valores para sanear la sociedad, impedir que se simule la paz escondida en la inmoralidad del silencio.

Desde los juicios de Núremberg sabemos que para alcanzar una cantidad suficiente de justicia es necesario juzgar a los máximos responsables de los crímenes, que víctimas y victimarios sepan que no existe la impunidad. Es más sencillo cuando los victimarios han perdido la guerra, como sucedió con Alemania y Japón. En la derrota, los asesinos pierden la posibilidad de escribir la Historia.

Tras una guerra con las armas llegan la guerra de las emociones y la de las palabras, y los milagros económicos que con la excusa de la paz perpetúan la derrota de los nadies. Sucedió en Centroamérica, sucede en África, puede suceder en Colombia.

También ayudan el Tribunal Penal para la antigua Yugoslavia y en su sección dedicada a Ruanda en el establecimiento de una verdad judicial. Y los tribunales especiales de Camboya y Sierra Leona creados bajo el amparo de Naciones Unidas. La justicia no consiste solo en el castigo de los que parecían por encima de las leyes, también es necesario escuchar el relato de las víctimas, como sucedió en la Sudáfrica de Nelson Mandela con la llamada Comisión de la Verdad.

Hablar. Y sentir que se escucha a las víctimas que son las perdedoras permanentes. La paz no restituye a los muertos. A veces, como en España, no restituye ni los cuerpos.

Escuchar a los que padecieron el abuso es una forma esencial de justicia porque donde se cometen crímenes masivos es imposible que la justicia oficial, la de la toga y las leyes, llegue a resolver cada caso. Es esencial establecer un relato colectivo capaz de explicar lo ocurrido, asentar la verdad objetiva, algo que es posible gracias a la ciencia representada, entre otros, por los antropólogos forenses. Sin un relato verdadero y justo es muy difícil construir una paz sana y sostenible.

Después de la Segunda Guerra Mundial quedó establecido como hecho irrefutable que los nazis asesinaron a seis millones de judíos, además de otros cinco millones de no judíos, en los campos de exterminio. En varios países europeos se consideró delito negar el Holocausto. Después de una guerra atroz primó la necesidad de sanear a las sociedades afectadas. Uno no puede sanearse si retuerce la historia, si pone sordina a la barbarie.

La Alemania derrotada tuvo que sobreponerse a la destrucción física de sus ciudades y de sus infraestructuras, y al horror de haber sido protagonista en el exterminio industrial de millones de personas. Alemania se levantó saneada de ese lodo y ayudó junto a varios de los vencedores de 1945 a la creación de lo que hoy es la Unión Europea. No es un espacio perfecto, sobre todo en los últimos tiempos, pero ha cumplido un papel vital: evitar más guerras entre europeos en un continente manchado de sangre. La UE es un ejemplo de que existe salida del laberinto del odio.

Si resulta difícil el proceso de depuración desde la derrota de los victimarios, lo es más cuando los que perpetraron los mayores crímenes ganaron la guerra. A la URSS le llevó años admitir los crímenes masivos del estalinismo y la existencia de los Gulag. El telón de Acero fue también una venda de acero en miles de comunistas europeos que veían en la URSS un modelo alternativo al capitalismo, que por aquellos años de Guerra Fría aún andaba con rostro humano.

Los países que han padecido dictaduras sufren una pérdida colectiva de honestidad. Es lo que me dijo en Praga el escritor Ivan Klima. Incluye el extravío del sentido de que hay un espacio de todos en el que la sociedad civil se constituye para imponer la democracia o formas de saneamiento de la democracia.

España padeció una guerra civil y una dictadura durante 40 años que asentó el relato de los vencedores como el único posible. Arrastramos una doble impunidad. No hubo castigo (ni verdad) jurídico ni se escucharon las voces de las víctimas.

Han pasado 40 años desde que se restauró la democracia (porque hubo democracia en la Segunda República), una cifra que permite empatar a los 40 años de franquismo, como si pudiéramos decir, tras 40 años de ignominia hemos conseguido 40 de regeneración. Ya somos un país sano. Pero no lo somos porque carecemos del relato científico, no hay verdad judicial porque jamás se juzgó nada, jamás se investigó nada.

Cuarenta años después siguen decenas de miles de personas enterradas en cunetas y fosas comunes, una cifra que supera los 100.000 desaparecidos, o no localizados como prefiere decir el historiador Santos Juliá. Sólo nos supera la Camboya de los jemeres rojos. Nos resulta más fácil ver dictadores lejos que debajo de nuestra alfombra. Vendemos como un éxito que un rey haya pronunciado de pasada la palabra dictadura tras 40 años de democracia cuando la tardanza resulta vergonzosa.

No ha habido un esfuerzo por parte del Estado en edificar una paz sana. Heredamos una habitación de aire viciado y muebles rotos y así la mantenemos como si cualquier cambio pusiera en peligro la concordia. Es una paz basada en la mentira, el silencio y el desprecio a los que lucharon por la libertad o padecieron la represión.

El acto solemne de los 40 años de democracia fue una exhibición de los defectos de una España plagada de corrupción que condecora a los actores de la represión en vez de abrazar a sus víctimas. Hay una corrupción ética por encima de la económica que la permite y alimenta. Que un PSOE con 202 diputados en otoño de 1982 no se atreviera a hacer suya la búsqueda de los fusilados es una prueba del extravío.

Trump no es gallego como Rajoy

El multitudinario entierro de Timoteo Mendieta, el pasado domingo, 78 años después de su fusilamiento, fue un acto de decencia. Para su hija, Ascensión Mendieta, de 91 años, no había pasado el tiempo: estaba enterrando a su padre como si hubiera muerto ayer. Le dieron sepultura en un féretro entero y no en una pequeña caja con los restos. Fue un acto de dignidad para su familia y para España.

No solo es el Gobierno actual y el PSOE de Felipe González, es también la UGT. ¿Qué ha hecho la UGT por sus muertos? ¿Qué hizo por Timoteo? Y es la Iglesia, predicadora de valores de concordia mientras calla ante las víctimas del franquismo y se hace con propiedades y mezquitas de manera casi clandestina. Han pasado 40 años, pero el avance es circular.

Descansa en paz Timoteo Mendieta.

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