Telepolítica
La política 'first' se impone en España
A lo largo de estos días oiremos una y otra vez declaraciones y comentarios respecto a las exigencias planteadas por unos y otros en las negociaciones para poner en marcha la gobernabilidad en nuestro país. Desgraciadamente, el egoísmo se ha convertido en un factor determinante de la política moderna en buena parte del mundo. También en España. Nos hemos acostumbrado a dar por buenas expresiones como “no pienso dar mis votos gratis”; o “no es nuestra responsabilidad”; o “no podemos traicionar a nuestros votantes”; y asumir que tienen todo el sentido. En realidad, deberían estar exterminadas del discurso público. La política tiene como principio básico la atención a la sociedad en su conjunto, la defensa del bien común, la práctica del esfuerzo colectivo de entendimiento. Sobre esta base, la política da síntomas de seria degeneración.
La única razón por la que no tenemos gobierno en España es porque los actuales partidos anteponen intereses sectarios al bien común. Hemos convertido el ejercicio de la política en una actividad mercantil. Todo el mundo entiende que, en el mundo de los negocios, cada uno intercambia sus pertenencias en busca del beneficio propio o de su sociedad privada. La política no debería regirse por esa mecánica.
No debería ser admisible que después de unas elecciones democráticas no podamos tener un gobierno porque el mercadeo partidista lo impide. Los partidos deberían anteponer la gobernabilidad del país a su posicionamiento ideológico. Una vez investido el gobierno, la conformación de pactos y mayorías es lo que posibilita la defensa de unas u otras ideologías. La democracia sólo funciona si puede ejercerse.
Hemos llegado al absurdo de que el destino de España depende de las exigencias de partidos minoritarios a los que hay satisfacer a niveles muy superiores a su representación democrática. Los grandes partidos perdieron su poder debido a su desconexión con la sociedad a la que debían defender. Confundieron la representación delegada que los ciudadanos les concedimos con poderes inherentes a su mera existencia. Ahora, vemos extenderse a pequeñas formaciones que practican el chantaje como forma de aumentar su grado de influencia.
La extensión del egoísmo en defensa de la rentabilidad política se ha convertido en un mal de nuestra época. El famoso slogan del America First defendido por Donald Trump abrió la espita de un movimiento internacional basado en priorizar los bienes particulares frente a supuestas amenazas exteriores. La base de la política debe ser la defensa de los intereses colectivos basado en que, juntos, los individuos somos capaces de abordar retos de gran envergadura que generan un beneficio colectivo que supera cualquier esfuerzo individual. Los tiempos se mueven hoy en dirección contraria.
El concepto del bien común ha sido sustituido por el de la defensa a ultranza de la protección personal o de nuestro entorno más cercano. Los demás han dejado de ser potenciales aliados de la conquista de nuestros ideales para transformarse en una amenaza para nuestro endeble bienestar individual. La crisis vivida la pasada década fue el desencadenante. Buena parte de la sociedad mundial se sintió desamparada por el sistema en el que había depositado su confianza. Ese sistema apareció cruel y despiadado cuando abandonó a mucha gente a su suerte. La desconfianza se acentuó cuando la desigualdad se fue agrandando entre quienes más ayuda necesitaban y quienes tenían la capacidad para prestarla. Los más favorecidos, inquietos por la inestabilidad reinante, se sintieron justificados en la proclamación del egoísmo como herramienta de mantenimiento de su privilegiada situación.
En los tiempos actuales, prolifera el discurso del egoísmo en múltiples expresiones. Una de las más visibles es la del nacionalismo populista. Élites, que buscan preservar y acrecentar sus privilegios, arrastran a ciudadanos atemorizados por la supuesta pérdida de la base de su subsistencia. Todo nacionalismo, todo sectarismo, todo radicalismo se fundamente en la protección de una comunidad autoidentificada que cierra sus fronteras físicas y sentimentales con los demás. La extensión de la fragmentación social provoca de inmediato la proliferación de nuevas fronteras. Si los demás defienden sus intereses, nosotros debemos defender los nuestros como lógica respuesta de acción-reacción.
El bien común no es la suma de los intereses de cada uno. Es todo lo contrario. Se trata de establecer qué podemos ceder cada uno para conseguir la mejor convivencia posible. Nos hemos acostumbrado a aceptar las exigencias de los partidos como la base de cualquier negociación. Se añade siempre, sin vetos, ni líneas rojas. Nunca escuchamos, sin imposiciones, ni chantajes.